Quetzalcóatl, el poderoso y supremo dios, en cierta ocasión se fue a viajar por el mundo convertido en hombre. Como había caminado todo un día, a la caída de la tarde se sintió fatigado y hambriento. Pero siguió caminando, hasta que las estrellas comenzaron a brillar y la Luna se asomó a la ventana de los cielos. Entonces, se sentó a la orilla del camino.
Estaba descansando cuando vio a un conejito que había salido a cenar.
-¿Qué estás comiendo?, – le preguntó.
-Estoy comiendo zacate. ¿Quieres un poco?
-Gracias, pero yo no como zacate.
-¿Qué vas a hacer entonces?
-Morirme tal vez de hambre y de sed.
El conejito se acercó a Quetzalcóatl y le dijo;
-Mira, yo no soy más que un conejito, pero si tienes hambre, ¡Cómeme!
Entonces el dios acarició al conejito y le dijo:
-Tú no serás más que un conejito, pero todo el mundo, para siempre, se ha de acordar de ti.
Y tomándole de las patas, lo arrojó muy levantó alto, hasta la Luna, donde quedó estampada la figura del conejo. Después, el dios le dijo:
– ¡Ahí tienes tu retrato en la Luna, para que todos los hombres de todos los tiempos te vean para siempre!