Antes de que el universo se formara sólo existía un dios: K’akoch, el Supremo Creador, Padre de Todos los Dioses, único habitante de un mundo de tierra y agua. Para no sentirse tan solo, el dios creó un Sol y una Luna. Pero el Sol era muy débil, escasamente iluminaba y calentaba muy poco. Un día, el dios K’akoch decidió crear una flor: la tsaknikté. De tal flor nacieron tres dioses y sus esposas. El primero que nació fue Zukunkyum, cuyo nombre significa El Hermano Mayor de Nuestro Señor, dios del Inframundo que juzgaba a las almas de los muertos y fungía como guardián del Sol, que se debilitaba conforme transcurría su recorrido diurno, hasta que morir al llegar al Inframundo. En el Más Allá, Zukunkyum se encargaba de alimentarlo y de llevarlo en sus espaldas hasta el este, para que pudiera renacer. Durante el día, el dios se encargaba de cuidar a la Luna de manera similar a como lo hacía con el Sol. El segundo hermano fue Ah Kyantho, dios del comercio y de los extranjeros. Su imagen era como una extraña luz hechicera; usaba un sombrero y una pistola. Era, asimismo, el dios responsable de la medicina. El tercero en nacer fue Hach Ak Yum, Nuestro Verdadero Señor, quien hizo posible la creación de la Tierra y de los humanos. Tiempo después del triple alumbramiento, nacieron todos los demás dioses de la misma flor tsaknikté.
K’akoch creó el maíz y se lo obsequió a Hach Ak Yum, para que su esposa hiciera atole y tortillas y los dioses pudieran alimentarse. Cuando los dioses estuvieron satisfechos, tuvieron descendencia y formaron familias con las mismas características que las humanas, salvo por el hecho de que eran inmortales. Cuando el dios K’akoch hubo llevado a término el ordenamiento del universo, dio a los dioses como morada la Tierra, Lu’um K’uh: les dio los lagos, las cavernas, las grutas, y las ruinas arqueológicas que se encuentran en la selva, para que vivieran y llevaran una vida de tranquilidad, armonía y felicidad. Fue entonces cuando los tres hermanos sagrados decidieron visitar el mundo. En su periplo se dieron cuenta de que la Tierra no estaba bien hecha, pues le faltaba fuerza, no era sólida. Hach Ak Yum arrojó arena sobre la tierra lodosa y con ello consiguió que se endureciera. Así pudo crear la selva, llena de plantas, animales y árboles.
Hach Ak Yum pensó que la Tierra debía estar poblada, y decidió crear a los hombres utilizando barro mezclado con arena y con granos de maíz, pues consideraba que era necesario que hubiese personas que venerasen a los dioses. Por dientes les puso granos de dicho cereal, que reprodujo tirando piedrecillas en el suelo de la selva. Cuando terminó de modelar las figurillas las puso recargadas en el tronco del cedro llamado K’uh Che, Árbol de Dios, y al otro día les dio vida haciendo que la savia del árbol fluyera hacia los cuerpos de los hombres.
Kisin, uno de los dioses, quiso hacer lo mismo y, en un arranque de envidia, intento destruir las figuras para crear otras con sus propias manos. Hach Ak Yum se dio cuenta de lo sucedido y montó en cólera; despertó rápidamente a sus criaturas y transformó a los seres hechos por Kisin en animales de madera. Kisin, siempre celoso del dios creador, planeó matarlo para quedarse con sus creaciones. Sin embargo, nunca lo logró porque Hach Ak Yum siempre pudo salvarse ayudado por su hijo T’uub. Así por ejemplo, el dios escapó de la muerte porque al enterarse que Kisin lo iba a matar, hizo su propia imagen de palma. Kisin, confundido por el engaño del creador, le dio muerte al monigote. Enojado por este intento de asesinato, Hach Ak Yum envió a Kisin a vivir en el Metlan, el Inframundo.
Ak Na, Nuestra Madre, la esposa del dios Creador, fue la encargada de dar vida a las mujeres. La pareja creadora no creo solamente a los lacandones, sino también a otras tribus. Por ejemplo, encargaron a Ah Metzabac crear a los mexicanos, los tzeltales y los guatemaltecos. Ah Kyanto, Nuestro Auxiliar, fue el designado para crear a los norteamericanos. Todos fabricados con barro, pero cada pueblo era de un barro diferente.
Hach Ak Yum fue muy hostigado por sus hijos, los Chak Xib, Muchachos Rojos, quienes lo amenazaban con la muerte. El dios se enojó y les condenó a vivir eternamente sobre la Tierra, en la selva, en donde viven los hombres, porque fueron groseros y se atrevieron a retarlo. Como castigo, el dios les dio atributos femeninos, lunares, y perdieron sus atributos solares que eran masculinos. Cuando los Muchachos Rojos quieren visitar a su padre forman varios arcoíris y suben por ellos hasta el Cielo. Les gusta permanecer junto a su madre Ak Na’, pues los Muchachos Rojos simbolizan al granizo, los truenos, la tormenta, los rayos y los vientos, y su madre las aguas fecundadoras.
Ak Na’, la Luna, Madre de todas las Madres, la engendradora universal, simbolizaba la noche, la oscuridad, y fue la protectora de las mujeres. En su telar de cintura tejía la materia prima de la vida humana. A veces, debía preservar a los seres humanos de las repentinas cóleras que sofocaban al Creador, su esposo, o de sus deseos malsanos de destruir al mundo. En contraparte. Los dioses-esposos tuvieron muchos hijos e hijas: los primeros formaron el Linaje Solar, y las segundas, el Linaje Lunar.
Hach Ak Yum, Nuestro Verdadero Señor, creador de la selva, el Sol y de los humanos vivía en Yaxchilán, lugar que se encontraba en la Tierra. Pero un día decidió irse a vivir al Cielo y se fue con toda su familia. Desde entonces, Yaxchilán se convirtió en un espacio sagrado, en donde por medio de la celebración de ritos, se logra la comunicación con el dios. Yaxchilán es el centro del mundo en el cual existe una ceiba sagrada, cuya copa llega al Cielo y cuyas raíces conducen al Inframundo. Tal árbol recibe el nombre de Yaax Che; es decir, el Árbol Verde, encargado de sostener al mundo. Alimenta y hospeda a los que no tienen padres. Dicha ceiba simboliza la fecundidad y la fertilidad. A más de este árbol central, la Tierra se encuentra sostenida por otras cuatro ceibas situadas en cada uno de los puntos cardinales. Estas direcciones sagradas tienen su color y su significado: el este es rojo: sangre y vida; el oeste es negro: muerte; el norte es blanco: el cenit; y el sur es amarillo: la medianoche. El mito aún vive.
Sonia iglesias y Cabrera