La producción de panes a nivel comercial se inició en la Colonia hacia 1525, fecha en que se tiene noticia de la existencia de varias panaderías, sin que sepamos cuáles eran ni en dónde estaban situadas. Con ellas se daba inicio a una importantísima tradición gastronómica mexicana: el pan. En dichas panaderías el peso y el precio de los panes se encontraban estrictamente reglamentados; lo cual no era óbice para que algunos dueños empleasen toda clase de artimañas para reducir el peso y para usar harinas de baja calidad. Las leyes y reglamentos de control los dictaba la Fiel Ejecutoria, aparato de gobierno impuesto por el virrey por órdenes del rey de España, para vigilar que el comercio y la administración se llevasen conforme a la ley en las nuevas tierras. Los españoles eran los propietarios de las panaderías, de los instrumentos de trabajo, del capital, y de la fuerza productiva de los operarios quienes elaboraban el pan empleando sus manos y su ingenio, mismo que con el paso de los siglos se fue enriqueciendo hasta llegar a producir la gran cantidad de panes con que contamos hoy en día.
Los operarios eran indios obligados a trabajar en las panaderías y reos que, por medio de su labor en el amasijo, purgaban parte de su condena. Los prisioneros estaban atados con grilletes y no podían salir de la tahona. Tanto ellos como los indios sufrían del mal trato y de la explotación de sus patrones, quienes, aparte de golpearlos cruelmente, les obligaban a trabajar durante 12 ó 14 horas seguidas. Dentro de la tahona, los panaderos operarios no contaban con una jerarquización del trabajo, pues la tecnología y el aprendizaje necesarios para la producción de los panes no requerían de especialización como sucedería siglos más tarde. Cada panadería contaba con un mayordomo encargado de administrarla, recibir las remesas de harina, controlar la producción, y vigilar y golpear a los operarios.
Los propietarios estaban agrupados en gremios. La función principal del gremio consistía en aglutinar y organizar a los productores y a la producción. Estaba regido por estatutos y leyes; dependía del Cabildo de la Ciudad de México, y era vigilado por la Fiel Ejecutoria. Los panaderos agremiados contribuían económicamente para que se efectuaran las fiestas religiosas, muy costosas por toda la parafernalia que implicaban y en las que se incluían misas, mascaradas y corridas de toros.
Los primeros tipos de pan que se elaboraron en estas primeras panaderías tenían características netamente hispanas; aun cuando bien es cierto que ya desde los primeros años los indígenas supieron imprimirles sus peculiaridades. Los panes más populares fueron la hogaza, el bonete cortado y una especie de pan largo tipo baguette.
La hogaza era un pan grande y redondo, frecuentemente de más de dos libras (medición antigua en México), hecho de harina mal cernida y conteniendo algo de salvado. Se trataba de un pan muy popular que solía comerse solo o acompañado de alguna carne, frijoles o queso. En cuanto al bonete se le nombraba así por su relación metafórica con la gorra de cuatro picos usada por los eclesiásticos y los seminaristas. Se hacía con harina flor mezclada con harina más gruesa llamada cabezuela, obtenida después de haber cernido la harina. El virote denominábase así debido a su semejanza con un hierro largo que se colgaba en la argolla que se ponía en el cuello de los esclavos.
Todos estos panes se elaboraban de manera muy simple. La pasta se hacía a mano, amasándola sobre tahonas de madera rectangulares colocadas sobre “burros”; o bien, en toscas mesas fabricadas para tal efecto. Los panes se labraban sobre las tahonas enharinadas y las piezas se introducían en el horno con largas palas de madera. Los ingredientes que llevaban eran harina, agua, sal, una pizca de azúcar y levadura que se obtenía utilizando parte de la masa del día anterior. Se le llamaba “levadura madre”. Si después de siete u ocho horas se la volvía a incorporar harina y agua y se la dejaba reposar por cuatro o cinco horas más, se obtenía la “levadura de segunda”. Si esta última operación se repetía, se obtenía la “levadura de excelencia”, que debía incorporarse a la masa una o dos horas después de hecha. Por supuesto que los panes comunes se hacían con la primera levadura. Los hornos utilizados en el siglo XVI mantenían reminiscencias grecorromanas: fabricados de ladrillos en forma circular o ligeramente oval, con techo de bóveda. Una puerta anterior servía para cargar el horno con leña y otra, colocada más arriba, recibía el pan para su cochura. El suelo interior del horno estaba hecho de barro aplanado o de mosaicos del mismo material.
Los panes estaban sellados con la llamada “pintadera”, instrumento hecho de fierro o de madera que servía para identificar quien era el dueño de la panadería donde se había elaborado el pan. La costumbre de “pintar” el pan llegó con los españoles, pues en España se usaba este método a fin de que los panes no se confundiesen unos con otros durante su cocción, ya que era común que varias familias cociesen sus panes en hornos comunales. Los sellos se tallaban con muy diversos motivos, formas y gustos, a veces sólo con las iniciales del patrón de la panadería. Al llegar a México, la costumbre se mantuvo hasta finales del siglo XVIII. El pan solía venderse por peso. Así por ejemplo, un pan de 400 gramos costaba un tomín de oro; es decir, un real. En cambio uno de 230 gramos valía medio tomín.
El virrey, la aristocracia, y las familias pudientes disfrutaban de otro tipo de panes que nunca eran consumidos por el pueblo. Estos panes se elaboraban en las cocinas de palacio por cocineros-panaderos encargados de hacer tortas reales, empanadas, y pastelillos de diferentes pastas e ingredientes. Asimismo, desde principios de virreinato, las monjas que habitaban los nueve conventos que había en este siglo, se encargaban de hacer galletas, pastelillos y dulces, que vendían para ayudarse a sufragar los gastos del convento.
Aparte de venderse los panes populares en locales anexos a las panaderías, también se expedían en las pulperías, tiendas que vendían diferentes mercancías para el abasto, y antecesoras de nuestras actuales misceláneas. Pero también las mujeres indias estaban encargadas de vender los panes en las plazas de la ciudad, como la Plaza Mayor, nuestro actual Zócalo; en el tianguis de Juan Velásquez, localizado en terrenos de lo que sería posteriormente Bellas Artes; y en el mercado de San Hipólito, asentado cerca de la Alameda. Estas mujeres colocaban su mercancía en canastas de gran tamaño, sobre albos manteles bordados por ellas mismas. Si llegaba la hora de las oraciones y no habían vendido todos los panes adquiridos en las panaderías, ellas debían asumir el costo del remanente y tratar de venderlo al otro día como “pan frío”. De ahí nuestra costumbre de comer “pan caliente”, del mismo día; “pan frío”, del segundo día; y “pan refrío” de más de dos días de elaborado, obviamente más barato.
Sonia Iglesias y Cabrera