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Mitos Mexicanos

Los niveles y rumbos sagrados purépecha.

Como todas las culturas indígenas de nuestro país, el universo purépecha tiene un orden: los mundos sagrados, donde transcurre el acontecer de las divinidades y de los humanos. Los purépecha pensaban que el universo estaba formado de tres planos: en la parte alta se encontraba el mundo de los dioses, el Aúandarhu, situado en el Cielo. En la parte media se encontraba situado el Echerendu, el mundo donde habitaban los seres humanos, que los dioses habían creado. En la parte inferior, estaba localizado el mundo de los muertos, llamado el Cumánchecuaro. Estos mundos constituían los espacios verticales.

Por su parte, los rumbos sagrados, o puntos cardinales, espacios horizontales del universo, eran cinco, cada uno custodiado por un dios. Así pues, El Oriente, el lugar por donde nacía el Sol, estaba resguardado por el dios Tirépeme-Quarencha; su color era el rojo. El Occidente, por donde el Sol se metía, se regía por Tirépeme-Turupten, y su color era el blanco. En el Norte se encontraba el dios Tirépeme-Xungápeti, asociado con el color amarillo y la dirección del solsticio de invierno. En el Sur reinaba Tirépeme-Caheri, relacionado con color negro, y la entrada al paraíso. Finalmente, la dirección Centro, custodiada por Tirépeme-Chupi, se identificaba con el azul, y era el sitio donde renacía el Sol.
Cada uno de los dioses constituía una advocación del dios Curicaveri, Gran Hoguera, dios del fuego, y se les consideraba a todos ellos hermanos. Los rumbos sagrados representaban un momento del paso del Sol en su recorrido diario. Curicaveri, dios principal del panteón purépecha, llevaba el cuerpo pintado de negro; la parte inferior de la cara, las uñas de los pies y de las manos de color amarillo.

Las Nubes que simbolizaban  las cuatro direcciones del universo, fueron cuatro de las advocaciones de la diosa Cuerahuáperi, “desatar el vientre”, creadora de la vida y de la muerte, ellas llevaban a los hombres las lluvias que permitían la germinación de las plantas, la renovación de la naturaleza, pero también podían ser destructoras y dañarla cuando llevaban en sus vientres terribles aguaceros y granizo que destruían las cosechas de los hombres.

Sonia Iglesias y Cabrera


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