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Leyendas Urbanas del Mundo

El tigre de Santa Julia

Esta es la verdadera leyenda de un gran asalta caminos haya por la epóca de la revolucion en el norte poniente de la ciudad de  Mexico….

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Mitos Mexicanos

La verdadera historia de Quetzalcoatl

Bueno esta va a ser la verdadera historia de el famosisimo y polemico quetzalcoatl ….bueno hay muchas historias yo les traigo una de ellas  espero que les guste a todos los fanaticos del gran "barbado y blanco hombre que enseño a hacer diferentes cosas a los pobladores de nuestro pais"

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Sonora

Manifestación diabolica y contacto con la llorona

Historia real, que no le sucedio al primo del amigo…me sucedio a mi the POCHYS, en un lugar muy bonito  casi apartado de la civilizacion , en Navojoa , Sonora, en EL BARRIO CANTUA, donde se han encontrado actualmente lugares sagrados,con una antiguedad de mas de 3000 anos, que deben de cuidarse y conservarse, para rescatar y que prevalezca nuestras formas de vivir de nuestros antepasados, y por ende conservar la cultura, historia, creencias y los valores, de los que ya se nos adelantaron a la otra vida…esta HISTORIA veridica, que la dedico a la memoria de mi amigo ROSALINO CANTUA ARAIZA, ,que en paz descance,quien era originario  de este barrio; hace 30 años, en 1978, fuimos a vacacionar  a este lugar , totalmente desconocido para mi en aquel tiempo, muy bello en verdad, mucha vegetacion, rios, animales y sobre todo la gente que te recibe con los brazos abiertos…esta historia la mande a la secretaria de turismo de Sonora, para que tuvieran conocimiento de lo que me sucedio en el Barrio Cantua, y proteja estas historias, como tambien de la novia virgen y varias historias reales, la mujer que traspasa una pared de una cabana y entra al mar y avistamientos de osnis, objetos submarinos no identificados, y de ovnis tambien ,…. visten estos lugares y no se arrepentiran

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Leyendas Urbanas de Terror

El hombre del saco

Relato de terror

 

Eran cerca de las nueve y papá vino a darme las buenas noches. Mamá era la que siempre me acostaba y él venía cuando iba a ponerse el pijama, con lo cual no era de extrañar verlo desabrochándose la camisa o los zapatos.

– Mañana, partido- Me dijo sonriente mientras me acariciaba la cabeza.
– Sí…- Dije felizmente sin ocurrírseme nada que decir.
– Bueno, te dejo que descanses. Acuérdate mañana de desayunar bien.- dijo acariciándose la pequeña calva que le estaba saliendo. Cada vez que mi padre me daba un consejo, se me quedaba grabado en la cabeza.

Se despidió con un beso en la frente y cerró la puerta. Era extraño pero cada vez que la puerta estaba cerrada, sobre todo de noche, no parecía mi habitación. Era como si me encontrase de repente en un sitio aislado de toda la casa, lejos de todo el mundo. La lámpara de cera que me habían regalado por mi cumpleaños contribuía a ello, pues proyectaba extrañas sombras con movimiento dentro de una luz verdosa que empapaba todo el cuarto. En mi despertador de las Tortugas Ninja, el segundero sonaba con violencia aunque normalmente no me percataba de su existencia. A lo lejos oía la voz de mis padres y una suave melodía, aquella noche no parecían querer ver la tele.

Tumbado boca arriba en la cama, pegué un poco la barbilla a mi pecho y miré la ventana. Desde aquel sexto piso (y desde mi cama), lo único que veía era la luna suspendida en el aire, incompleta, sin fuerzas para dar luz. Giré la cabeza hacia la derecha y miré la puerta en la pared del pequeño trastero. Allí estaban mis juguetes y en noches como esa, en las que papá y mamá no veían la tele, se oían terribles gemidos y ruidos.

Deseé con todas mis fuerzas que aquella noche no oyera nada, pues empezaba a sentir pánico y aunque luego de día no recordaba nada, algo me hacía pensar que si esa noche volvía a tener pesadillas lo recordaría para siempre.

Pasó mucho tiempo sin que pasara nada. De vez en cuando oía alguna risa de mamá, como si papá le contara cosas graciosas y la música seguía sonando, aunque canciones distintas. El sudor frío se hizo presente en mi nuca y espalda cuando empezaron los ruidos. Eran ruidos extraños, como muelles oxidados y alguien dando pasos dentro del trastero. Ya no oía a papá ni a mamá. De repente empezaron aquellos gemidos y creí que la puerta del trastero se iba a abrir…

– ¡Papaaaaaaaaaaá!- Grité con todas mis fuerzas.

Los ruidos cesaron repentinamente, como si el sólo hecho de llamar a mi padre los aterrase. En unos instantes estaba en mi cuarto y con la luz ya encendida, me abrazaba y escuchaba mis explicaciones.

– Pero tranquilo, el hombre del saco no existe- dijo disimulando una sonrisa.
– Sí, si que existe. ¡Yo lo oigo!- Le expliqué. No me gustaba que pensase que eran “cosas de niños”.

Entonces mi padre me guiñó el ojo y se me acercó al oído para susurrarme: “Bueno, pues si existe, yo lo cazaré”. Acto seguido se levantó y se dirigió hasta mi puerta. Luego salió y me miró.

– Bueno, hasta mañana. Recuerda que los monstruos no existen- dijo en voz alta. Luego volvió a entrar en mi cuarto sin hacer ruido y cerró la puerta. Se sentó en la esquina de la pared de la puerta y la del trastero y se llevó el índice a los labios, indicándome que guardara silencio. Todo parecía un juego para él.

La lámpara de cera volvió a hacer de las suyas. Esta vez ya no se oía la música y por supuesto tampoco hablaban papá y mamá. Todo era un escandaloso silencio, a excepción de mi despertador que no hacía más que acelerar mi pulso. Tic tac, tic tac, tic tac, tic tac…

La luna aparecía y desaparecía tras mis párpados y éstos parecían más pesados cada vez. Pero cuando estaba a punto de dormirme, los ruidos comenzaron una vez más y miré con los ojos como platos a mi padre.

Papá no me miró pero puso la cara que ponía cuando el mando de la tele no funciona. Se puso de pie y dio dos pasos, hasta quedar delante de la puerta del trastero. Los gemidos empezaron y mi padre, sin pensárselo dos veces, abrió la puerta del trastero. La luz de la lámpara de cera no parecía entrar en el trastero y la oscuridad era más recalcada en él. Al abrir la puerta, los ruidos se agigantaron un poco y yo comencé a estremecerme en la cama.

– ¿Papá…?

Papá se giró y puso de nuevo el índice delante de su sonrisa, como si no quisiera que lo sorprendiesen porque estaba a punto de gastar una broma. Entonces algo brilló dentro del trastero y escuché un pequeño silbido. Un segundo después, la cabeza de mi padre, desprendida del cuerpo, chocaba contra la lámpara de cera, haciéndola añicos y todo se envolvió en oscuridad.

Fui incapaz de reaccionar, me quedé petrificado mirando la forma negra en el suelo que era la cabeza de mi padre. En la penumbra empecé a escuchar un goteo y pensé que era de sangre. Algo salió del armario y al andar hacía aquellos ruidos extraños que se oían en el trastero y resonaban con estrépito en mi cabeza. Avanzó hasta donde yo miraba, cogió la cabeza de mi padre y la metió en un saco que arrastraba y donde parecía llevar otras cabezas. Luego volvió al trastero haciendo los mismos ruidos y cerró la puerta tras de sí.

En breves instantes mi madre entraría en mi cuarto para ver si todo iba bien y encendería la luz. No tenía ni idea de cómo explicarle lo que había sucedido.

Fuente: http://www.halloween.com.es/relatos-terror/el-hombre-del-saco.htm

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Campeche

El espectro de la puerta de Tierra

    -Déme otro atolito, mamá Rita, pero bien caliente; ¿usted quiere otro compa?.
    -Si compadre; y póngale bastante canelita, mamita, que así me gusta más.

    Este diálogo tenía lugar frente a la Puerta de Tierra, bajo el portal que existe en esa barriada. Mamá Rita era una viejecirta que, durante años, había vendido atole, tamales y demás antojitos a los parroquianos que frecuentaban el sitio, centro del movimiento comercial de la ciudad, que constituía una de las entradas y salidas hacia el interior. El portal estaba acondicionado como mesón rústico, y sus mesas casi siempre las ocupaban viajeros, negociantes y personas que disfrutaban contemplando la actividad que allí se desplegaba.

    A la hora en que conversaban los actores de esta historia, alrededor de la media noche, escasos clientes había en el mesón y ya no se veían transeúntes en la calle. El vigilante cabeceaba sentado sobre un madero adosado al portalón, y a la luz vacilante de los mecheros se adivinaba el perfil de la muralla. Los trasnochadores de marras, estimulados con el calor del atole e incitados por la soledad reinante, derivaron en su plática  al las consejas de ultratumba
    ¿Ya estará por llegar el volán de Hampolol?
    -¿Por qué pregunta, compadre?
    -Le diré compa. Es que me acuerdo de que, cuando yo hacía viajes por esos pueblos, una vez me pasó algo que, nada más de pensarlo, me pone la carne de gallina
    -A ver, a ver, compadre, cuénteme, cuénteme.
    -Pues si, compa, de esto ya hace algunos años. Más o menos como ahora, venía yo de Bolonchenticul por el camino que usted seguramente conoce, con más piedras que el pellejo de un atacado de viruelas. Por suerte no era época de lluvias, porque de haber sido así no estaría yo contándoselo.
    –¡Siga, siga, compadre, que se pone interesante!
    -Pues, como le decía, venía por el bendito camino, cuando de repente veo adelante, como a unas cincuenta varas, una lucecita. Aunque yo no soy miedoso, como usted sabe, compa, me preparé por si se trataba de un salteador. Pero, mientras me acercaba, empecé a sentir que me temblaban las piernas. Yo no soy supersticioso, compa; pero como uno oye tantas cosas, pues pensé, a lo mejor es un espanto; porque dicen que así se tiembla cuando se aparece un alma. De todas maneras armándome de valor seguí por el mismo camino, pues no había otro, hasta que llegué a la lucecita. Y no lo va usted a creer, compa; había un hombre todo vestido de negro, acurrucado junto a la lucecita, al que yo no podía distinguir desde lejos; y, al querer bajarme para ver en que podía ayudarlo, él alzó la vista y………
    -¿Qué pasa, compadre? ¿Se te olvidó el cuento?
    Antes de contestar, el compadre se tomó el resto de su atole ya frío, y dijo:
    -¡Otro atolito, mamá Rita, para que yo me calme!
    Pero la vendedora ya se había retirado a descansar de modo que el compadre tuvo que prescindir del paliativo del atole, y prosiguió:
    -¡Qué va compadre! ¡Si eso no se puede olvidar! ¡Y aquí viene lo mejor! Alzó la cabeza para mirarme, y haga usted de cuenta, compa, las brasas de un fogón, así eran sus ojos, que echaban chispas. Enseguida comprendí; ¡Era el demonio, compa! Los caballos se pusieron a relinchar y yo, muerto de susto, no me podía mover! Solamente pude decir: ¡Jesucristo! ¡Y vi cómo el Malo retrocedió tapándose la cara, como si alguien lo estuviese golpeando! Entonces, reaccionando, azucé a las bestias, que emprendieron una loca carrera. Pero felizmente, llegamos al próximo poblado sin novedad. Y ése es el cuento, compa; por eso preguntaba yo si habrá entrado el volán de Uayamón, no sea que al carretero le paso lo que a mí en Bolonchenticul.
    -Pues, mire, compadre, ahora yo le voy a contar lo que mi me sucedió. Y conste que es la primera vez que lo voy a decir.
    Entretanto, los conversadores se habían quedado solos en el mesón del portal, y en la calle desierta únicamente se veían las sombras de la muralla alargándose sobre el suelo al resplandor de los hachones colgados de la Puerta de Tierra.
    -Ahí le va el cuento, compadre. Como usted sabe, mi mamacita, que en paz repose, murió hace ya varios años. Y usted sabe también que Dios no nos mandó hijos; así que en la casa de usted no vivimos más que mi mujer y un servidor. Una noche, faltando poco para el cabo de año de la difunta, fui despertado por alguien que me llamaba. Sacudí a Eduviges, que estaba profundamente dormida, para preguntarle si ella me llamó; pero su respuesta, con perdón de la palabra, fue un insulto, que no quiero repetir, y siguió durmiendo. Cuando ya volvía yo a mi sueño, oí de nuevo que me llamaban. Me senté en la hamaca sorprendido, y miré hacia el rincón de donde salía la voz. ¡Y le juro por Dios, compadre, que allí estaba mi madre! Ya se imaginará usted que me quedé más mudo que una pared titiritando como un perro empapado. Se dirigió el fantasma a donde yo me encontraba, y me dijo: Hijo, siento asustarte, pero no te voy a causar daño, únicamente deseo que no olvides ofrecerme tres misas por mi cabo de año, aunque a tu mujer no le agrade. Y te prometo que ya no me volverás a ver. Y se esfumó. Al día siguiente puse a Eduviges al corriente de lo ocurrido, pero se rió y me dijo cuatro frescas. Y no se celebraron las misas que pidió mi mamacita.
    -¿Y que pasó después, compa?
    El compadre hablaba tenuemente, y de reojo observaba la calle quieta y obscura.
    -Pues esto fue lo que pasó. Que una noche Eduviges me despertó con gritos y, señalando al rincón, tartamudeaba: ¡Allí, allí! Y, efectivamente, era otra vez la difunta.

    Dominándome, le pregunté qué quería y ella me recordó que no me había ocupado de sus misas. Y regresó al otro mundo. Como pude, tranquilicé a Eduviges, que cayó presa de un acceso nervioso, y, luego de una semana de fiebre y convalecencia, fue ella quien me rogó que la llevara a la iglesia para solicitar las misas en sufragio del alma de mi mamacita. Y nunca más he vuelto a verla en el rincón de la casa.
    Por un instante los dos compadres callaron, pensativos. Y no era que temiesen a lo desconocido;  pero no intentaban levantarse de sus sillas. Con aprensión atisbaban hacia la calle que conducía a la Puerta de Mar, oscura como una boca de lobo. De pronto, los alertó un ruido que provenía del lado oriental de la calle de la muralla.

    Leyendas mexicanas - Dibujo de la leyenda El Espectro de la Puerta de la TierraPusieron atención y oyeron pasos: alguien se acercaba. Y no se equivocaban. Súbitamente surgió ante ellos una figura cadavérica que portaba un féretro sobre sus hombros. Sin percatarse de los trasnochadores, el macabro personaje desfiló frente a ellos, que no salían de su asombro. El enviado del inframundo se deslizó junto al guardia que dormía plácidamente y se perdió rumbo al castillo de San Juan.
    -¡Vámonos, compadre, antes de que regrese!

    Pero el compadre yacía en el suelo casi desmayado. El compa sacó arrastrado a su amigo de debajo de la mesa y, venciendo su terror, corrieron como venados perseguidos por un cazador.

    Una media hora más tarde volvió a pasar por la Puerta de Tierra, ahora de occidente a oriente, el cadáver con su féretro a cuestas. Pero no era ningún fantasma. Simplemente se trataba de Chang, un chino carpintero que había llevado un ataúd de regalo a un compatriota suyo –porque, como sin duda estará informado el lector, los chinos tienen en gran estima un regalo de esa naturaleza-; pero, por supuesto, el conterráneo dormía a tales horas a pierna suelta, y por esa razón Chang se vio obligado a retornar a su carpintería con el fúnebre obsequio.

    Pero los compadres ya no visitaron más la Puerta de Tierra, porque no deseaban revivir la experiencia de encontrarse con el espectro que, según ellos, rondaba noche a noche por las calles de la muralla.

    Fuente: Libro LEYENDAS APOCRIFAS
    Folklore Campechano
    Autor: Guillermo González Galera
    Editado por el Depto. de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma del Sudeste
    Septiembre de 1977

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Leyendas Urbanas de Terror

La venganza del ahorcado

Relato de Terror

El campesino Jared Selum fue ejecutado en la temible horca la madrugada del
día 15 de Junio de 19… Su dramático proceso de cuatro meses culminó tras un breve
periodo de negociaciones y un juicio que, a fin de cuentas, no sirvió para probar su
tan peleada inocencia.

Su penuria había iniciado ocho meses antes, cuando el cuerpo acuchillado del
terrateniente Wallace fue encontrado a orillas del pueblo Hallert por la policía.
La saña con que fueron infringidas las heridas encontradas en el cuerpo del hombre,
hizo pensar a los agentes que a Wallace le había asesinado alguna clase de
demente…o alguien con quién tuviera viejos y grandes rencores. Pronto, las
sospechas recayeron sobre dos personas: Reth Zader, antiguo socio del terrateniente,
acusado de robo por este y condenado a pasar seis años en prisión; y el pobre
campesino Selum, de quien Wallace se había aprovechado antiguamente, despojándolo de
sus tierras. Ambos tenían motivos para asesinar al terrateniente, y ambos conocían
sus movimientos y negocios. Por ello, a nadie sorprendió el hecho de que fueran
aprehendidos como principales sospechosos.

Los interrogatorios –como según afirmarían los agentes del orden tiempo después-
fueron de los más confusos y peculiares. Zader, astuto, se veía seguro y contestaba
a todas las preguntas de forma clara y tranquila. Afirmaba encontrarse muy lejos
del lugar del asesinato cuando éste se realizó, y que (a pesar de sus dudosos
antecedentes penales) sería incapaz de matar a un ser humano, y mucho menos a su
“viejo amigo” Wallace. Su tranquilidad aminoró las sospechas de la policía y logró
despejar ligeramente la suspicacia.

Respecto a Selum, se tuvo una opinión completamente opuesta a la del comerciante. El
campesino hablaba nerviosamente, y estrujaba sus manos sudorosas con fuerza. Sus
palabras denotaban un profundo odio y rencor hacia Wallace. Lo identificaba como el
principal culpable de su ruina y pobreza, mientras que les deseaba dolor y
sufrimiento a los familiares del hombre. A pesar de todo, negó haber asesinado al
terrateniente, dando como argumento el hecho de que, efectivamente, lo odiaba, pero
era un hombre cuya fe y convicciones religiosas le impedían realizar dicho acto.
Su nerviosismo podía explicarse. El simple hecho de estar en medio de u
interrogatorio de la policía podía crisparle los nervios a algunos hombres –los
agentes recordaron anécdotas sobre ello-, pero su actitud y apariencia los hizo
dudar. La forma de vestir de un campesino siempre es bastante simple, y la de Selum
no era una excepción. De mirada recia y dominante, el sujeto de rostro frío y manos
curtidas por la tierra del campo, a simple vista aparentaba un tipo fuerte y
salvaje….pero al escuchar su voz débil y temblorosa, denotaba una personalidad
nerviosa e impresionable.

Se realizaron las investigaciones, y el humilde Selum fue el principal sospechoso, a
fin de cuentas. A esto siguieron cuatro meses de juicio; pero todo fue tristemente
inútil: un inocente más murió en la despiadada horca. Se dio por cerrado el caso y
nadie recordó más al pobre campesino que un día pasara bajo la sombra del verdugo y
se balanceara agónicamente en la temible cuerda de la muerte. No obstante, y
también, nadie estaba lo suficientemente preparado para lo que ocurriría tiempo
después…

II

La noche del siguiente 15 de Junio quedó en la memoria de todo Hallert como la más
siniestro y terrorífico que el pueblo hubiese visto en toda su historia, a causa de
los terribles acontecimientos acaecidos en ella.

Esa noche, el comerciante Zader se revolvía temeroso e inquieto en su camastro.
Desde mucho, en sus sueños, contemplaba la fantasmal y carcomida imagen del
campesino Selum, quién le sonreía y señalaba macabramente. La visión era acompañada
de un gutural sonido, semejante a un chasquido animal y profano, mientras que la voz
del muerto se dejaba oír en todo su esplendor. Zader nunca pudo ver más de aquellos
sueños, pues su indescriptible horror le hacía despertar, temblando y bañado de
sudor frío y pegajoso.

El hombre trató de justificar sus peculiares temores con razones lógicas y obvias.
Era ya un año desde la ejecución de Selum, el “presunto” asesino de Wallace, pero
quien en realidad había sido inocente de todo crimen. Tomó como algo absolutamente
natural a sus pesadillas…tal vez el recuerdo de su muerte lo hacía sentirse
culpable. Después de todo, tenía ya dos víctimas en su conciencia…
Zader dejó escapar una risa estúpida de alivio, y dio un ligero masaje a su cuello.
Doce lentas campanadas, provenientes del chapitel de una iglesia lejana, resonaron
en los oídos del hombre. La medianoche envolvió al pueblo dormido, con su fantasmal
y mística oscuridad. Los sonidos de la noche sonaron más fuertes, acentuados; y el
continuo aullar de los perros viajó a través del helado y silbante aire nocturno.
Había calma…los minutos corrían lentamente.

Zader –ya incorporado- observaba por la ventana el calmado paisaje que representaba
la calle, vacía y silenciosa. Estiró su mano y tomó una botella de whisky que
descansaba sobre una mesa. La abrió rápidamente y bebió algunos tragos. El viento
mecía las ramas de los árboles cuando decidió abrir de par en par la ventana de su
habitación y sentir esa brizna fresca del verano. Sintió calma al pasar el licor por
su garganta y estirar los brazos para desperezarse cómodamente. Apoyó su rostro en
su mano derecha, sin prisa, calmada y perezosamente. Los faroles de la calle se
habían fundido días atrás, dejando sin luz mercurial a las rústicas viviendas del
pequeño barrio. Este adjetivo era bastante acertado: la extensión del vecindario de
Zader era muy poca y en raras ocasiones podía verse a algún transeúnte paseando, y,
claro esta, mucho menos durante la noche. Zader, casi adormilado por el alcohol,
dejó caer la cabeza sobre el pecho, cuando creyó escuchar un sonido macabro que le
resultó horriblemente familiar: una extraña y peculiar sucesión de chasquillos
guturales. La botella resbaló de su mano y fue a dar al suelo, donde estalló,
derramando el whisky por todos lados. Sintió un escalofrío y subió la cabeza para
observar por la ventana abierta. La calle permanecía igual que antes; solitaria, sin
una sola alma. Más sin embargo, aquellos horripilantes chasquidos seguían
escuchándose. Sí, a Zader no le quedó duda alguna…eran los mismos chasquidos que,
durante diez noches, escucharía incesantemente en lo más profundo de sus sueños.

El hombre respiró con dificultad y aguzó la vista. La oscuridad, negra y espesa
como un manto, lo cubría todo. Únicamente la luna alumbraba con su débil luz
blancosa a los tejados de algunas casas. El sonido aumentaba de forma considerable.
Zader creyó escucharlo a pocos metros de él, resonando cruelmente y avanzando con
lentitud.

Presa del pánico, dejó escapar un sollozo patético y lastimero cuando a lo lejos,
iluminado por un rayo de luz lunar, distinguió a la misteriosa figura que emitía los
sonidos. Caminando lentamente, un hombre de vestimenta blanca y manchada, se dirigía
hacia la ventana desde la cual observaba el comerciante. El individuo, alto y
extremadamente delgado, llevaba en la mano derecha una manta carcomida y andrajosa,
teñida con manchas de color tierra. Poco a poco, la misteriosa figura avanzaba, y a
su paso los chasquidos subían de tono, hasta volverse cacofónicos e insoportables.
Zader, llorando cobardemente, intentó alejarse de la ventana, pero estaba
inmovilizado por completo. La luna brilló con intensidad momentáneamente, bañando
con su luz al sujeto. Fue en ese momento cuando Zader creyó enloquecer de horror.
Frente a él, una visión espantosa, horrenda, le sonreía burlonamente. De piel
putrefacta y rostro descarnado, el ser aullaba de forma espectral y demoníaca. Ese
engendro de la noche, cuyos miembros secos y cadavéricos brillaban nauseabundamente
bajo la luz nocturna, alargó los brazos en busca del tembloroso comerciante,
mientras en sus ojos huecos brillaba una ansiosa luz fosforescente de triunfo
consumado…

III

Al día siguiente, los agentes policíacos del pueblo de Hallert no lograban
determinar que cosa era más horrenda: La brutal forma en que el comerciante Reth
Zader había sido muerto la noche anterior o la expresión que tenía este en su
rostro. Zader había sido ahorcado en la rama de un árbol, con una soga vieja y
rasposa. Sus pies y manos fueron salvajemente arrancados y esparcidos por los
alrededores, junto con numerosas machas de sangre que el asesino marcó sádicamente.
El pecho, completamente rasgado, aún goteaba sangre, roja y caliente.

Su rostro –lo más horrible del macabro conjunto- causó una fuerte impresión en la
policía. Los músculos de la cara estaban contraídos en una mueca de horror
indefinible, como de alguien que contempló una visión aterradora antes de morir…
A pesar de la magnitud del caso, por una extraña razón fue cerrado ante la
admiración pública. Existió un motivo para que los agentes desistieran en sus
investigaciones…un motivo que se mantuvo en secreto bajo la más estricta
confidencialidad. La policía de Hallert no es supersticiosa, ni mucho menos
creyente de hechos fantasmales y demoníacos. Pero lo que encontraron en el
cementerio del viejo páramo fue motivo de una larga serie de conmoción y debates:
El reporte de una tumba violada movilizó a un par de agentes, quienes se llevaron
una macabra sorpresa. El osario era aquél donde reposaban los retos del infeliz
campesino Selum, muerto en la horca un año antes. Había tierra porosa por todos
lados, y la tapa del ataúd de madera apareció completamente rota y astillada. Más lo
que provocó que aquellos hombres huyeran aterrados del cementerio fue la visión del
putrefacto cadáver…porque allí, en el fondo de la impía caja sepulcral, el
asqueroso cuerpo sostenía fuertemente entre sus cadavéricas manos, lo que parecía
una pierna humana, burdamente arrancada a partir de la rodilla y todavía sangrante.
Y en su horripilante boca, vagaba una mueca de risa, propia de alguien que ha
cumplido su añorada venganza…

Fuente: http://www.halloween.com.es/relatos-terror/la-venganza-del-ahorcado.htm

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Campeche

El tesoro del pirata

Leyenda mexicana de Campeche

    Una noche del mes de Abril del año de gracia de 1592, desembarcó en las playas de Campeche un grupo de personajes misteriosos. La maniobra ocurría en la zona de los manglares, que ahora se hallan a un paso de la ciudad, pero que, en aquel entonces, estaban a considerable distancia del pequeño puerto y se perdían en la espesura tropical característica de la región.

    La del desembarco era tierra de nadie, y la selva que allí crecía propicia para disimular diligencias de forajidos. De más está anotar que el silencio reinaba en el lugar y que, a excepción de las figuras que se agitaban en la playa, ningún otro ser humano podía localizarse a esas horas en las cercanías, ya que aquellos andurriales permanecían desiertos incluso de día. El grupo llegado del mar en la negrura de la noche lo componían cuatro sujetos; y, quien hubiera sido testigo de lo que acontecía, habría observado que dos de los personajes, por su atuendo y sus gestos, no eran sino filibusteros, y los dos restantes, prisioneros que los bandidos habían adquirido en alguno de sus abordajes oceánicos.

    Habiendo amarrado el bote en que desembarcaron, los cautivos, en acatamiento a las órdenes de los piratas que, sable en mano, dictaban peretorias disciplinas, pusiéronse en marcha hacia el interior cargando sobre sus hombros dos enormes cofres que, a juzgar por el lento paso de los porteadores, habían sido llenados a toda su capacidad de peso de varias decenas de kilos. La caravana se internó en la jungla y a poco arribó a las faldas del cerro en donde posteriormente fue construído el castillo de San José el Alto, subió por una vereda y desviándose en la cima se dirigió a un emplazamiento en que, traspuesto en seto de arbustos, apareció la boca de una caverna. Los piratas, que, por la seguridad con que se movían en medio de la obscuridad en esos parajes, indudablemente estaban familiarizados con la geografía del sector, mandaron a los cargadores penetrar en la gruta; y, caminando durante varios minutos por los pasillos de la misma y alcanzando un punto alejado de la entrada, ordenaron detener la marcha y depositar la carga en tierra.

    El lector habrá comprendido ya que los cofres contenían oro y joyas en gruesas cantidades, producto de las depredaciones de los asaltantes, y que, siguiendo una tradición practicada en la hermandad, los ladrones del cuento habían llevado al sitio mencionado su botín para enterrarlo allí y agregarlo al caudal que periódicamente habían ido depositando en el refugio. Con los picos y palas que transportaron, los prisioneros, cumpliendo las indicaciones de sus captores, se dedicaron a cavar apresuradamente en el piso; y al cabo de una hora habían abierto ya una oquedad suficientemente amplia para recibir el precioso cargamento.

    Mientras los cavadores transpiraban copiosamente después de terminada su ruda tarea, el que se conducía como jefe, examinando la hondonada abierta, exclamó satisfecho: -Habéis hecho un buen trabajo por lo cual os felicito. Estoy contento de vosotros y, para demostraros mi reconocimiento, os permitiré que descanséis para ahuyentar todas las fatigas que os hemos obligado a pasar.

    Y, esto diciendo, lanzó una sonora carcajada que retumbó diabólicamente en la cueva. Los desgraciados presos se dieron cuenta de la sorna con que hablaba el desalmado solamente cuando vieron que se apoderaba de las pistolas que llevaba en bandolera sobre el pecho, y un rayo de luz iluminó sus embotadas conciencias: ¡estaban condenados a muerte!

    Luego de asesinar a sangre fría a sus víctimas, los truhanes arrojaron los cadáveres al foso preparado para el tesoro, bajaron los cofres colocándolos sobre los cuerpos sin vida y procedieron a ocultar los vestigios de su fechoría rellenando adecuadamente, con la tierra extraída, el marco de los acontecimientos.

    Regularmente, en el transcurso de tres años, se repitieron escenas semejantes a la descrita; de manera que la caverna de la historia se almacenaba ya, en el subsuelo, una fortuna respetable, de cuya existencia únicamente los dos piratas del presente relato poseían el secreto. Y en el año de 1595, hacía el mes de Diciembre, encontramos nuevamente a los dos pillos, en el camarote del jefe, poco después de haber obtenido un cuantioso botín arrebatado a una nao mercante que, pertrechaba  con una fuerte dotación de oro en barras, se dirigía de Veracruz a España y ahora yacía en el fondo del Golfo.

    Decía el cabecilla: -óye bien, dinamarqués: Como tú me has sido fiel en las buenas y en las malas, aunque sea yo un villano tengo también corazón, y quiero confiarte que éste será nuestro último viaje a Campeche. Has de saber que mañana, después de desembarcar y ejecutar lo acostumbrado, no volveremos a la nave. Proyecto establecerme en ese puerto como un honrado burgués, por lo cual tengo con qué. Y, por supuesto, tu, que has sido mi compañero leal, compartirás mi hacienda, pues no soy ingrato, para que te instales donde te plazca.

    A lo que el dinamarqués respondió: -De acuerdo, capitán, y no puedo menos que agradeceros vuestra generosidad y alabar vuestra decisión. Estoy presto a obedeceros como siempre. Pero ¿no creéis que la tripulación entrará en sospechas cuando no nos vea regresar?
    -¡Ca! ¡Descuida! Nuestros amigos tienen cuenta con la justicia, igual que nosotros, aunque hasta hoy no hayamos sido identificados; y si no nos ven volver, pensarán que las autoridades nos descubrieron; y, para evitarse dificultades, zarparán olvidándose de nosotros.

    Leyenda mexicana sobre el tesoro del pirataEl danés conociendo la mentalidad bucanera, entendió que su jefe decía la verdad, y respondió: -Tenéis razón, capitán. Nuestros hombres no querrán sacrificarse por vos, pues por algo son piratas, a pesar de que siempre habéis tratado equitativamente en todo. Y no dudo que, convencidos de que caímos en manos del verdugo, no desaprovecharán la oportunidad para adueñarse de vuestro velero creyendo que son muy listos.
    -¡Adelante, pues! –dijo el jefe-. ¡Y no se hable más del asunto.

    Al día siguiente, los bandidos desembarcaron en el sitio habitual y ordenaron a sus prisioneros marchar al escondite del tesoro. Ya en la gruta, abierta la cavidad para depositar el botín, el capitán sacó las pistolas para despachar a los infortunados porteadores; pero, al pretender disparar, las armas no funcionaron. Reaccionando, los prisioneros, quisieron escapar, pero fueron bloqueados en su intento de fuga por el danés que, de certeros mandobles, envió a los indefensos al otro
    mundo.
    -¡Bien hecho, dinamarqués! –gritó el capitán-. Y ahora procedamos a sepultar a éstos y repartirnos el tesoro para avecindarnos en Campeche.
    -¡Un momento, capitán! ¡Vos no iréis a ninguna parte! –dijo el danés-. ¡Tiempo ha que esperaba una ocasión como ésta, y ahora que se presenta no voy a desperdiciarla!.
    -¿Qué quieres decir, insensato?-, rugió el jefe.
    -Quiere decir, capitán –repuso resueltamente el danés-, que si creéis en Dios o en el diablo rezad vuestras oraciones a cualquiera que os convenga, pues ya sois hombre muerto.

    Y vació sus pistolas sobre el sorprendido filibustero, que rodó exánime a los pies del facineroso.

    Varios años después, un personaje de rostro curtido por el sol, que había llegado al puerto en calidad de gran señor, contrajo matrimonio con una hermosa y aristocrática dama. Y, aunque por lo bajo se comentaba que el personaje tenía modales de rústico, que salpicaba su conversación con juramentos de mozo de cubierta y que, además de insolente, acusaba feroz aspecto, su riqueza garantizaba su elevada alcurnia. Y los desposados fueron el tronco de una de las más linajudas y renombradas familias que hubo en Campeche durante el período colonial.

    Fuente: Libro LEYENDAS APOCRIFAS
    Folklore Campechano
    Autor: Guillermo González Galera
    Editado por el Depto. de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma del Sudeste
    Septiembre de 1977

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Leyendas Urbanas de Terror

Los gatos de Ulthar

Leyenda urbana de terror

 

Se dice que en Ulthar es un pueblo situado más allá del río Skai, nadie puede matar un solo gato; cosa que creo firmemente cuando contemplo el que tengo ronroneando ante el fuego. Pues el gato es enigmático, y está familiarizado con las cosas extrañas que los hombres no pueden ver. Es el alma del antiguo Egipto, y depositario de las leyendas de las ciudades olvidadas de Meroe y Ophir. Es pariente de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la vieja y siniestra África. La Esfinge es su prima, y recuerda lo que ella ha olvidado.

En Ulthar, antes de que sus diputados prohibiesen matar gatos, vivían un viejo campesino y su esposa que disfrutaban poniendo trampas a los gatos del vecindario para matarlos. No sé por qué lo hacían; hay quienes detestan los maullidos por la noche, y no les gusta que los gatos anden furtivamente por patios y jardines al anochecer. Sea cual sea el motivo, este viejo matrimonio gozaba atrapando y matando todo gato que se acercaba a su casucha miserable; y por lo que se oía después en la noche, muchos de los lugareños sospechaban que tenían un modo de matarlos de lo más singular. Sin embargo, no hablaban de esto con el viejo matrimonio, debido a la habitual expresión de sus rostros arrugados, y a que su choza era muy pequeña y estaba oculta y oscurecida bajo unos olmos corpulentos, en el fondo de un patio abandonado. En verdad, aunque los dueños de los gatos odiaban a estos viejos, los temían aún más; y en vez de tacharles de brutales asesinos, se limitaban a cuidar que ninguno de sus adorados gatos se aproximara impensadamente a la apartada casucha oculta bajo los árboles sombríos. Cuando por un descuido inevitable se perdía alguno, y se oían los maullidos por la noche, su dueño lloraba con impotencia, o se consolaba dando gracias al Destino por no haber sido uno de sus hijos el desaparecido de este modo. Pues la gente de Ulthar era simple, y no sabía de donde vinieron los gatos al principio.

Un día entró por las estrechas y empedradas calles de Ulthar una caravana de extraños vagabundos que procedían del sur. Eran trotamundos atezados, distintos de aquellas gentes ambulantes que pasaban por el pueblo dos veces al año. Decían la buenaventura a cambio de plata en los mercados, y compraban alegres abalorios a los mercaderes. Nadie sabía de que país venían estos vagabundos; pero observaron que eran dados a rezar extrañas plegarias, y que a los lados de sus carromatos llevaban pintadas extrañas figuras con cuerpo humano y cabeza de gato, de halcón, de león o de carnero. Y el jefe de la caravana llevaba un tocado con dos cuernos y un curioso disco entremedias.
Iba en esta singular caravana un niño que no te padre ni madre, sino sólo un gatito pequeño y negro al que cuidaba. La peste no había sido amable con él, aunque le había dejado este ser diminuto y peludo que dulcificaba su dolor; cuando se es muy joven, uno puede encontrar gran alivio en las vivarachas travesuras de un gatito negro. Así, el niño a quien las atezadas gentes llamaban Menes sonreía cada vez más, y llora cada vez menos, cuando se sentaba a jugar con su gracioso gatito en las escaleras de un carromato decorado de singular manera.

A la mañana del tercer día de estancia en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gatito; al verle sollozando en el mercado, los lugareños le hablaron del viejo y de su esposa, y de lo que se oía por la noche. Al escuchar todo aquello sus sollozos dieron paso a la reflexión, y finalmente a la plegaria. Extendió los brazos hacia el sol y rezó en una lengua que los lugareños no entendieron; aunque no pusieron mucho empeño en entender, ya que les acaparaban la atención el cielo y las formas curiosas que adoptaban las nubes. Era muy extraño, pero tan pronto como el niño hubo terminado su oración, parecieron formarse en lo alto las figuras brumosas y oscuras de unos seres exóticos, criaturas híbridas coronadas con los cuernos y el disco entremedias. La Naturaleza está llena de tales ilusiones para sugestionar a quienes son imaginativos.

Esa noche, los trotamundos se fueron de Ulthar, y no se les volvió a ver. Y los habitantes se sintieron consternados al darse cuenta de que no había un solo gato en todo el pueblo. De cada uno de los hogares había desaparecido el gato familiar; los grandes y los pequeños, los negros, los grises, los rayados, los amarillos y los blancos. El viejo Kranon, que era el burgomaestre, juró que habían sido las gentes atezadas quienes se los habían llevado en venganza por la muerte del gatito de Menes; y maldijo a la caravana y al niño. Pero Nith, el flaco notario, declaró que el viejo campesino y su esposa eran más sospechosos aun, ya que su odio a los gatos era conocido por todos, y más atrevido cada vez. Sin embargo, nadie se atrevió a acusar al siniestro matrimonio, aun cuando el hijo del posadero, el pequeño Atal, aseguraba haber visto a todos los gatos en aquel patio maldito, bajo los árboles, avanzando con paso medido, lenta y ceremoniosamente, y describiendo un círculo alrededor de la choza en fila de a dos, como si ejecutasen algún inaudito ritual. Los lugareños no sabían si creer al chico; y aunque temían que el malvado matrimonio hubiese hechizado y exterminado a todos los gatos, preferían no enfrentarse con el viejo campesino mientras no saliese de su patio tenebroso y repugnante.

Así que el pueblo de Ulthar se acostó embargado por la ira y la impotencia; y he aquí que al despertar por la madrugada, ¡cada gato había regresado a su hogar respectivo! Los grandes, los pequeños, los negros, los grises, los rayados, los amarillos y los blancos; no faltaba ninguno. Todos aparecieron gordos y lustrosos, emitiendo sonoros ronroneos de satisfacción. Los ciudadanos hablaban maravillados del caso. El viejo Kranon insistió una vez más en que había sido el pueblo atezado quien se los había llevado, puesto que los gatos jamás regresaban vivos de la choza del viejo matrimonio. Pero todos coincidieron en una cosa: que la negativa de los gatos a probar sus respectivas raciones de comida y su plato de leche era sumamente singular. Y durante dos días enteros, los lustrosos y perezosos gatos de Ulthar no tocaron alimento alguno, y se limitaron a dormitar junto al fuego o al sol. Una semana transcurrió, hasta que los lugareños observaron que no había luz, por la noche, en las ventanas de la choza oculta bajo los árboles. Luego, el flaco Nith comentó que nadie había visto al viejo ni a la vieja desde la noche en que desaparecieron los gatos. Una semana después, el burgomaestre decidió vencer su temor y visitar la vivienda extrañamente silenciosa; como era su deber, aunque tuvo el cuidado de hacerse acompañar por Shang el herrero y Thul el cantero como testigos. Y cuando echaron abajo la frágil puerta no encontraron otra cosa que dos esqueletos humanos limpios y mondos en el suelo de tierra, y un montón de cucarachas que corrían por los rincones oscuros.

Mucho se habló después entre los habitantes de Ulthar. Zath, el alguacil, discutió largamente con Nith, el flaco notario; y Kranon y Shang y Thul fueron abrumados a preguntas. En cuanto al pequeño Atal, el hijo del posadero, fue interrogado a fondo, y se le dio un caramelo en recompensa. Hablaron del viejo campesino y su mujer, de la caravana de atezados vagabundos, del pequeño Menes, de su gatito negro, de la plegaria de Menes y el cambio del cielo, de la acción de los gatos la noche en que se fue la caravana, así como de lo que encontraron mas tarde en la choza que hay bajo los árboles sombríos del patio repugnante.

Al final, los diputados aprobaron esa famosa ley de que hablan los mercaderes en Hatheg, y que discuten los viajeros de Nir; a saber: que en Ulthar, nadie puede matar un solo gato.

Fuente: http://www.halloween.com.es/relatos-terror/los-gatos-de-ulthar.htm

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Leyendas Mexicanas Época Colonial

La iglesia de la Ermita

    La iglesia de la Ermita, emplazada en el barrio de San Francisco, fue construida bajo la advocación de la virgen María con el nombre de Ermita de Nuestra Señora del Buen Viaje. En la época en que fue edificada, dicha iglesia que entonces era un pequeño adoratorio, se hallaba fuera del perímetro del puerto, a considerable distancia del centro de la población, y al comienzo de la vía de herradura que los lugareños bautizaron con el nombre de Camino Real.
    Y he aquí la historia de ese templo.

    A mediados del siglo XVII residía en la villa campechana un caballero llamado Gaspar González de Ledesma, que se contaba entre los miembros más conspicuos de la elite local. Hombre acaudalado, su personalidad se manifestaba de acuerdo con su favorable condición económica. Sustentaba Don Gaspar un criterio que hoy se calificaría de pragmático, pues entre diversas concepciones, fruto de su manera de apreciar las cosas, sostenía la opinión de que la vida pertenece a los audaces. Típico de aquel rico hombre era el punto de vista de que la modestia sólo conduce a frustaciones y lágrimas; y decía que los pobres lo son por sus titubeos y miedos, que les impiden aprovechar las oportunidades que se les ofrecen. Como se comprende, Don Gastar únicamente respetaba a sus iguales; y a los humildes y desposeídos los ignoraba, si no es que sentía hacía ellos un profundo desprecio.

    En materia de religión, Don Gaspar no era precisamente un ateo, pero tampoco se distinguía por su piedad; y aunque por precaución no externaba sus convicciones en este terreno, dadas las costumbres imperantes, a su juicio la oración y las prácticas del culto representaban fruslerías y, según él, constituían el refugio de los pusilánimes y fracasados.

    Cierta vez, el caballero de nuestro relato, después de una jornada de lucrativos negocios que realizó en varias ciudades de España, se embarco en Cádiz para retornar a Campeche. En la nao viajaban, como compañeros de travesía de González, individuos de distintas nacionalidades y oficios que se dirigían a América ya sea para ocupar una vacante disponible en la administración colonial; ya para emprender una industria que sirviera para aumentar, mediante la explotación de las fabulosas riquezas americanas, los dividendos del comercio proteccionista de la Metrópoli; ya en plan de simples aventureros. Entre aquellos pasajeros figuraba un fraile que marchaba al Nuevo Continente en misión evangelizadora. Era el tal un ser menudo, apergaminado y enjunto, que en la nave se mantenía apartado de los demás. Este hombre de Dios, a pesar de su sencillez, atrajo la atención de Don Gaspar, quien le buscó conversación. El hermano, a quien nombraremos Fray Rodrigo, no era lo que parecía, pues causó en el de Ledesma la mejor de las impresiones tanto por su sabiduría como por su conocimiento del mundo y, especialmente, por su filosofía inspirada en la fe y las Sagradas Escrituras. No dejó Fray Rodrigo de percibir que se las había con un descreído, y se las ingenió para iniciar su labor catequizadora atacando la muralla de soberbia encarnada por Don Gaspar.

    Durante el trayecto, el burgués observó que el clérigo casi no tomaba alimentos, que sistemáticamente rechazaba los que consumían la tripulación y los otros viajantes, y que, para subsistir, usaba exclusivamente agua, miel y frutas secas que guardaba en su zurrón. Además, el ricachón vio que Fray Rodrigo era un devoto de la Santísima Virgen María, cuya imagen llevaba en el relicario. Y como se estableció alguna camadería entre los dos personajes, en una ocasión dijo Don Gaspar al fraile: -Hermano, vuestro estilo de vivir es una prueba de que yo tengo razón y que vos estáis totalmente equivocado.
    ¿Por qué habláis así?-, preguntó Fray Rodrigo.
    -Porque es evidente que no coméis porque estáis enfermo o porque sois pobre. En cualquier caso, vuestra situación procede del oficio a que os dedicáis, pues no hay otro más triste y contrario a la naturaleza que el de fraile. ¿Quién puede estar a gusto con nada si constantemente sufre privaciones y el escarnio de la gente, además de estar incapacitado para luchar por los bienes que hacen agradable la vida?
    -No os expreséis así, hermano –repuso el misionero-, pues blasfemáis. Considerad que yo escogí la carrera de sacerdote por mi voluntad; y, por otra parte, habéis de saber que la Madre de Dios ha sido siempre mi bienehechora, como lo es de todos los hombres, y esto se refiere también a vos.
    -¡Pamplinas! –respondió Don Gaspar-. Hasta ahora me he bastado sin nadie; y yo os garantizo que jamás necesitaré ayuda de ningún santo, que por lo demás no entiendo cómo pueda prestarme auxilio alguno. Entre los humanos, padre, únicamente cuentan la iniciativa y la astucia, aunque vos pretendáis que recibimos asistencia de arriba. Yo os aseguro que sólo el poder de un hombre es superior al de otro hombre.

    Y en pláticas de este cariz iba transcurriendo el largo recorrido.

    Pero una mañana el capitán de la embarcación advirtió a los pasajeros que se aprestaran a resguardarse porque en el horizonte se avizoraban señales de tormenta. Efectivamente, al atardecer los signos del temporal se afirmaron, y al entrar la noche se desató una furiosa tempestad. La marejada sacudía la base zarandeándola como un juguete, y altas olas barrían la cubierta y los compartimentos del bajel. Y, en vista de que a medida que las horas pasaban la tormenta arreciaba, el capitán dispuso evacuar el barco que, por los embates del huracán, estaba a punto de zozobrar. Mas no fue posible cumplir la orden transmitida, Una sucesión de olas gigantescas se abatió sobre el navío que, al quedar sin equilibrio, naufragó y fue despedazado por la potencia del terrible maremoto.

    Mientras la tempestad continuaba azotando los restos del buque, los desdichados ocupantes del mismo, incapaces de ponerse a salvo, desaparecían tragados por el mar. Solamente el solitario fraile superó el desastre, pues, con ímprobos esfuerzos, había logrado abordar unos maderos que, a modo de improvisada balsa, le sirvieron para no se arrastrado por la vorágine al fondo del océano. Fray Rodrigo, recobradas sus energías, oteaba alrededor suyo para ver de descubrir  a algún sobreviviente y tratar de ayudarlo. Pero todo era en vano. El mar había absorbido a los navegantes. Sin embargo, un golpe de las olas estrelló contra las tablas un cuerpo, y el misionero, con peligro de perecer en el maremágnum, lo aprisionó por un brazo. Y depositándolo sobre la balsa, que a cada minuto amenazaba irse a pique, reconoció, al destello de los relámpagos, al rescatado: ¡Era Don Gaspar González, aquel que pensaba que el mundo pertenece a los poderosos!.

    La tempestad amainó; y mientras el sacerdote, rezaba sus oraciones fúnebres por el alma del comerciante, éste exhaló un gemido. ¡Aún vivía! Inmediatamente Fray Rodrigo extrajo de su zurrón pócima que dio a beber al semiahogado, y segundos más tarde Don Gaspar vomitó una tremenda cantidad de agua salada. Ya algo reanimado, el fraile administró unas gotas de vino gracias a las cuales recobró la lucidez. ¡Y su sorpresa no tuvo límites al saberse ileso en el centro del Atlántico y al lado del franciscano!

    En los días que siguieron de náufragos, sometidos a la acción del inclemente sol y moviéndose lentamente a la deriva, se mantuvieron con la parca ración que el padre Rodrigo transportaba en su bolsa de peregrino. Hasta que las provisiones se agotaron. Y entonces el hombre fuerte, el que siempre se había burlado de los débiles y los pusilánimes, se entregó a la desesperación. -¿Qué vamos a hacer, hermano Rodrigo? ¡Moriremos de hambre y de sed! ¡Yo no quiero morir!- gritaba. A lo que el religioso contestaba: -¡Tened fe en Dios y la Virgen, señor de Ledesma! No ganáis nado con quejaros. Si creéis en la potestad divina, rogad de todo corazón por vuestra salvación, y yo os juro que aun acariciaréis  a vuestro nietos.

    Leyenda de mexico La Iglesia de la ErmitaPara colmo, una segunda tempestad estalló sobre los desgraciados; y, debido a la irresistible vendaval que soplaba, la balsa se abrió por la mitad, con lo que en su superficie ya sólo había espacio para uno de ellos. Don Gaspar, trémulo de espanto, se aferró al madero. Y, antes de perder el conocimiento, escuchó lejanamente la voy del fraile, que le decía: -No temáis, infeliz Don Gaspar. Ahora comprobaréis que nuestra Madre nunca abandona a sus hijos. Sólo os pido que elevéis vuestras plegarias a la Santísima Virgen, y confiad en que saldraís de esta calamidad.

    No supo González cuánto tiempo estuvo inconsciente; pero, al despertar, se encontró en tierra, en una playa desierta a ala que había sido arrojado por la resaca. Quiso incorporarse, pero a extenuación se lo impidió. Y, al repetir su intento, de su diestra resbaló un relicario en el que reconoció el que llevaba al cuello Fray Rodrigo. Una especie de luz cegadora iluminó el descernimiento del infortunado, y a su mente acudieron en tropel las escenas ocurridas en el viaje y los dantescos acontecimientos de la tormenta. Aquilató hasta la última raíz de su espíritu el desprendimiento del franciscano, que se sacrificó para que él el altivo González de Ledesma, se librara de los horrores de la muerte. Y cayó desmayado.

    Personas bondadosas que hallaron exánime náufrago se encargaron de proporcionarle los cuidados necesarios para su restablecimiento. Y, ya suficientemente fortalecido, le suministraron los medios para trasladarse de Cuba, la tierra a donde providencialmente había sido lanzado por la borrasca, a Campeche.

    De más esta decir que Don Gaspar llegó al puerto transformado, y fue su cambio tan completo que sus amigos apenas le identificaron: la soberbia se había trocado en mansedumbre, y la ostentación de antaño se mudó en humildad. Obedeciendo a un impulso sobrenatural, vendió su patrimonio y el producto lo distribuyó entre los pobres.

    Y con una parte de lo obtenido mandó construir la capilla que, a ruego suyo, fue puesta bajo la advocación de Nuestra Señora, consagrándose en el altar la imagen del relicario de Fray Rodrigo.

    Finalmente, Don Gaspar solicitó ser designado guardián del templo; y, satisfecha su petición, visitó el burdo hábito del ermitaño que, socorrido por la caridad pública, terminó sus días en olor de santidad en calidad de siervo de Nuestra Señora del Buen Viaje.

    Fuente: Libro LEYENDAS APOCRIFAS
    Folklore Campechano
    Autor: Guillermo González Galera
    Editado por el Depto. de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma del Sudeste
    Septiembre de 1977

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Leyendas Urbanas de Terror

Claustrofobia

Relato de Terror

La cueva, ante sus ojos, parece tener un raro poder hipnótico.
La entrada es poco más alta que el tamaño medio de un ser humano. Quizá un metro noventa, o quizá menos…
Pero Toño se siente irresistiblemente empujado a entrar en ella.
Algo, en su interior, grita desesperadamente. Le previene de que no debe traspasar el umbral de piedra.
Toño vacila.
Da un paso.
Luego otro vacilante, luego otro más seguro…
Finalmente, penetra decididamente en el oscuro agujero.

El interior no es tan oscuro como él temía. Avanza entre un olor dulzón a tierra húmeda. Las paredes, efectivamente, rezuman humedad, minúsculas gotas que resbalan lentamente, como perezosas lagartijas, roca abajo, hasta ser absorbidas por la tierra que tapiza el suelo de la cueva.
El pasillo se alarga, entre curvas suaves. Toño nota que sus cabellos rozan algo. Es el techo de la cueva. Parece como si el techo estuviera cada vez más bajo. Quizá el pasillo se estrecha paulatinamente a medida que se prolonga…
Esa sola idea basta para atenazarle el corazón. Su corazón, débil y enfermizo de por sí… un corazón aprensivo que no resiste la idea de cuatro paredes cerradas…
¡CLAUSTROFOBIA!
Esa es la palabra…
Y en ella refleja todo su temor. Un temor formado por una parte de morboso placer, que le empuja a seguir adelante por el corredor de piedra a sabiendas de que las paredes son cada vez más estrechas y el techo y el suelo se hallan cada vez mas cerca…
La fuerza invencible sigue empujándole adelante, aunque ahora debe caminar ya agachado…
La luz disminuye. Debería haber desaparecido ya, pero aún basta para vislumbrar levemente el camino que se extiende serpenteante ante él. Un brusco descenso del techo. Toño tiene que caminar sobre sus rodillas y sus codos para seguir avanzando.
Aquella depresión del techo pasará pronto… tiene que pasar… y luego podrá seguir caminando normalmente, erguido, quizá incluso se halle en una caverna natural con estalactitas y estalagmitas… Una foto de las Grutas de Cacahuamilpa pasa fugazmente ante sus ojos.
Respira fatigosamente, con una extraña opresión. El esperado ensanchamiento no llega. En vez de eso, el paso entre las paredes de piedra es cada vez mas angosto, obligándole a arrastrarse como una serpiente para seguir avanzando, empujado por alguna extraña e incomprensible fuerza…
Asustado, Toño se da cuenta de que ya no tiene espacio ante él. El corredor, angosto como una conejera, termina bruscamente ante la piedra que forma el corazón de la montaña, como si algún desalentado ingeniero hubiera dejado su trabajo e medio terminar…
Claustrofobia…
El asfixiante terror a los espacios cerrados hace presa en él.
Debe volver atrás, rápidamente, ganar la salida, el cielo azul, el aire fresco, la,…
No, no es posible.
¿Por qué no puede retroceder?
Sus manos se apoyan fuertemente en el suelo a fin de intentar impulsarle hacia atrás… pero es inútil.
No puede moverse. Por lo menos, no con ayuda de las manos.
Entonces son las rodillas las que, desesperadamente, tratan de constituirse en punto de apoyo para impulsarse hacia atrás. Pero sólo consigue desgarrarse la tela del pantalón y desollarse la piel.
No puede moverse. Está clavado en el suelo, con la roca sobre su espalda, bajo su pecho, ante su cabeza y quizá, muy posiblemente, detrás de sus pies…
Como una película, un brutal zoom hacia atrás le hace ver a si mismo prisionero en una inmovible cárcel de piedra, con toneladas de piedra sobre él y debajo de él, por delante, por detrás, como si ahora también él formara parte de la montaña que le ha aprisionado en sus entrañas…
Abre la boca.
Llena sus pulmones de aire viciado, húmedo, oscuro, con sabor a tierra. Un alarido desesperado, desgarrador, salvaje, brota de su garganta.

-Toño… por Dios, ¿qué te ocurre?
La mano de Ana, fuertemente, le sacude.
El final del alarido sale, agonizante, de sus pulmones.
-Toño… ¿qué tienes?
Mira a su alrededor. Un armario, un rectángulo de luz que viene de la calle. Lo único que toca su cuerpo es la ropa del pijama, y encima de ella la de la cama.
Ana, preocupada, le mira con cierta inquietud.
-Ha sido ese sueño otra vez, ¿verdad?
-Si… el horrible… ¡me moriré si sigo soñando eso! Mi corazón… no lo resistirá…
-Tranquilízate, cariño… mañana volveremos otra vez a ver al cardiólogo.
Y, si es necesario, a un psicoanalista. Pero tienes que dejar de soñar esas cosas horribles…
-¿"Esas", dices? No, Ana… Sólo hay una pesadilla… sólo una… siempre la misma…

El médico retira los cables, que se han calentado al contacto con el cuerpo de Toño.
Luego, tira de una larga hoja de papel y observa los grafismos de cordillera que la cabeza lectora ha impreso en ellos.
-Tenemos que cuidarnos, amigo- dice, empleando ese "nos" tan característica y paternalista de los médicos.
-¿Estoy peor?
-Bueno, no es eso exactamente… pero no hay mejoría, que es lo que nosotros esperábamos. Ese corazón está muy fatigado…

-Toma… aquí tienes las gotas…
Toño, obedientemente, las toma mientras Ana acaba de abrocharle la chaqueta del pijama y pasa cariñosamente los dedos por la piel de su pecho.
-No te desmoralices, ¿quieres? No me gusta verte deprimido…
Toño asiente, en silencio. Su frente se puebla de un sudor frío. Acaba de presentir que volverá a tener la pesadilla.
Se tumba en la cama, se arropa, aprieta las sábanas en torno a su cuerpo como para protegerse de un enemigo invisible y viscoso que caerá sobre él en cuanto Ana apague la luz de la mesilla de noche…

La cueva. La oscuridad.
Olor a humedad, un pasillo cada vez más angosto… piedras que aprisionan su pecho, su espalda, toso su cuerpo…
Un alarido. Otro más. El último.

Ana, sobresaltada, toca el cuerpo de Toño. Rígido, frío. Sus ojos están clavados en el techo, como si éste se hubiera movido, como si hubiera bajado para aplastarle…
Su corazón no late desacompasado como es habitual después de su pesadilla. Ana aplica el oído al pecho de Toño. Nada. Silencio. Su corazón se ha detenido.

Todo es oscuro. Toño abre los ojos. La pesadilla otra vez…
Sigue el olor a tierra, y el olor a humedad. Intenta mover los brazos, pero no puede. Quizá con las rodillas…
Pero, como es habitual, tampoco las rodillas sirven.
Tendrá que gritar para despertarse y acabar con aquella horrible angustia.
Abre la boca. Va a gritar. Pero, de repente, algo cruza su mente.
Hay algo distinto. ¿Qué es?
La posición… no está boca abajo, como cuando lucha desesperadamente para salir del túnel.
No. Está boca arriba. Boca arriba…
Y hay otro olor. Un olor nuevo, aparte de la humedad, la tierra… un olor a madera.
A madera recién barnizada.
Toño adivina que el barniz es de color negro. Y advierte ahora el movimiento exterior… un movimiento de balanceo…
Un golpe brusco. Es el final del viaje. Algo blando cae sobre él, sin tocarle, pero Toño oye el ruido, nota la vibración. Olor a tierra Húmeda, recién movida…
Intenta gritar, pero ningún sonido sale de su garganta. Y las paletadas de tierra, lenta e inexorablemente, caen sobre la tapa de su ataúd mientras Toño desgarra sus uñas contra la madera, en un salvaje e inútil intento por sobrevivir…
Su palabra terrible, claustrofobia, se une ahora a otra mucho más terrible aún: catalepsia…
¿Por qué no esperaron un poco entes de enterrarlo? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? …

 

Fuente: http://www.halloween.com.es/relatos-terror/claustrofobia.htm