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El Árbol de los Colgados

Una leyenda de Tlalpan, una de las delegaciones de la Ciudad de México, relata que en el Jardín Principal, situado en la Plaza de la Constitución en el centro de Tlalpan, existe un árbol que se conoce con el nombre de El Árbol de los Colgados. Por las noches se pueden escuchar desgarradores lamentos de mujeres, y se aparecen fantasmas, por lo cual los vecinos no se aventuran a cruzar el jardín pasadas las doce de la noche.

Todo comenzó en el tiempo en el que reinaba el archiduque austriaco Maximiliano de Habsburgo en México. Como había muchos ladrones y malhechores en la zona, el general Tomás O’Horan, que era el prefecto de Tlalpan y que posteriormente fuera fusilado por las tropas de Benito Juárez por traidor a la Patria, decidió que para darles un escarmiento a los criminales, se les colgara en los árboles de lo que ahora es el Jardín Principal.

Así las cosas, en 1866, se descubrió una conspiración contra Maximiliano, que tenía el propósito de librar al país del dominio europeo. Los conspiradores, todos ellos juaristas, fueron apresados, fusilados y colgados de un árbol.

El Árbol de los Colgados de Tlalpan

Ante tal hecho la población de Tlalpan y de México se indignó sobremanera, y las ansias libertarias se acrecentaron. El deseo de la libertad bullía y se dejaba sentir. La muerte de los insurgentes había servido de ejemplo.

El árbol donde fueron colgados los patriotas persiste hasta la fecha, se le conoce como El Árbol de los Colgados, y se mantuvo en su sitio cuando hicieron el Jardín Principal, en el año de 1872. Bajo el árbol se puede ver una placa en la que están inscritos los nombres de los conspiradores de la libertad: los coroneles doctor Felipe Muñoz y Vicente Martínez, el mayor Manuel Mutio, el capitán Lorenzo Rivera, y el teniente José Mutio.

Al final, como todos sabemos, el emperador fue fusilado en Querétaro, y Benito Juárez pudo gobernar al país.

Sonia Iglesias y Cabrera

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El Gato Montés y el Tecolote

Cuenta una leyenda que hace muchos siglos, antes de la llegada de los conquistadores españoles a estas tierras del Anáhuac, una noche un Gato Montés buscaba una presa para comerla, pues el hambre le arreciaba. Aguzaba sus ojos buscándola por los arbustos y la hierba. Desde las ramas de un árbol, un Tecolote de brillantes ojos le observaba, con el fin de abalanzarse sobre el Gato y picarle los ojos. Cuando vio que el Gato se encontraba distraído en su búsqueda de alimento, el Tecolote se echó sobre el felino y le dijo que tenía hambre y que le iba a sacar los ojos para saciarla, y que de paso salvaría la vida de algún animal que pudiera cazar el Gato. Éste, muy asustado, le contestó que menudo susto le había dado, y le rogó que solamente le sacase un ojo, pues si se llevaba los dos, sería muy desgraciado, ya no podría cazar y se moriría de hambre.

Al escuchar sus palabras, el Tecolote aceptó lo que le pedía el felino, pero le advirtió que a la otra noche regresaría por el otro ojo, y le pidió la dirección de su casa; el Gato Montés se la dio. El Gato perdió uno de sus ojos, ni luchar pudo para impedirlo debido a la tremenda oscuridad en que se encontraba el campo. Antes de irse, el Tecolote le preguntó cómo se llamaba, a lo que el gatito tuerto le contestó: – Me llamo Escarmentarás. -¡Qué extraño nombre el tuyo, replicó el Tecolote y se echó a volar.

Escarmentarás, el Gato Montés

A la noche siguiente, el Tecolote se encontraba en el mismo lugar, a la misma hora, esperando que llegase el Gato Montés, quien no se presentó. Sumamente disgustado por la ausencia del Gato, el ave se dirigió a la casa del impuntual. Cuando llegó vio que se trataba de un agujero, al cual no se atrevió a entrar, no fuera a ser que en su intento perdiera la vida. Consideró más prudente gritarle al Gato: -¡Escarmentarás, aquí estoy, he venido a que cumplas con lo prometido! El Gato le contestó desde su guarida que estaba tan escarmentado que no siquiera salía para ir a hacer sus necesidades.

Muy enojado el Tecolote se quedó vigilando el agujero con la esperanza de que Gato saliese. Pero empezó a amanecer y a Tecolote le empezaron a molestar los rayos del Sol que le impedían ver bien. Así que decidió irse. El Gato Montés se asomó y al ver que Tecolote ya no estaba, se alegró mucho, porque había podido conservar su ojo y podría cazar para no morir de hambre.

Desde entonces los gatos monteses no salen a cazar de noche, solamente se aventuran de día, pues lo que le sucedió a Gato, ¡los escarmentó para siempre!

Sonia Iglesias y Cabrera

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Beatriz y la enana

Beatriz Ponce de León era una rubia y bella muchacha que vivía en la capital de la Nueva España. Contaba con diecisiete años de edad y era hija de don Alfonso, rico comerciante que poseía una casa enorme en las calles de Moneda, cerca de la  Catedral. El acaudalado hombre era viudo desde hacía cinco años, pues su esposa, doña Clara, había muerto a causa de una terrible epidemia que asoló a la ciudad, allá por los años de 1570.

Como es de suponer, Beatriz estaba muy consentida por su padre, y sumamente vigilada. Cuando salía a hacer compras por los Portales de la Plaza Mayor o a misa a la Catedral, siempre iba acompañada de su dueña, Fernanda, quien la había criado con a una hija. Aun cuando tenía muchos enamorados, casi nadie se le acercaba por temor a molestar a don Alfonso y porque la chica era seria y recatada.

En una cierta ocasión en que Beatriz y Fernanda salieron a oír misa un domingo del mes de noviembre, al terminar la ceremonia vieron a in indio que llevaba una larga vara en los hombros, de la cual colgaban ramilletes de amarillas y frescas flores de calabaza. Alejándose un poco de Beatriz, que permaneció en el atrio de la iglesia, la dueña se acercó al vendedor, a fin de adquirir varios ramos de flor, para que la cocinera de la casa le hiciese a don Alfonso una ricas quesadilla de flor de calabaza con epazote, que tanto le gustaban. Tardó la mujer unos siete minutos en comprar lo deseado, cuando terminó, regresó al atrio por la muchacha… pero no la encontró. Asustadísima, la buscó adentro de la Catedral, alrededor de ella, fue a los Portales que rodeaban la Plaza Mayor sin poder  dar con ella. Enloquecida de miedo y dolor, se fue a la casa de Moneda y avisó a su patrón lo acontecido. Furioso contra la dueña, el padre inició una exhaustiva búsqueda por toda la Traza de la Ciudad, sin ningún resultado positivo.

La horripilante enana raptora

Pasaron los años, y cuando don Alfonso era ya un anciano, una misteriosa mujer pidió hablar con él. Al tenerlo frente, le dijo que sabía dónde se encontraba su hija, y que por unas monedas de oro, le diría su paradero. Sin pensarlo dos veces el hombre accedió. Y la mujer le contó que ese día que se perdió, una enana india se la había llevaba con ella. Se trataba de una mujer que tan solo medía ochenta centímetros de altura y sus brazos alcanzaban los veintiún centímetros. Tenía doble coyunturas en su cuerpo, el pelo lacio enmarañado y seco como si estuviera mezclado con sangre, y era fea de una manera absoluta. Le dijo que la enana se había llevado a Beatriz con el fin de sacrificarla a los dioses de los indios, y que ella conocía la casa en que se encontraba.

Salió don Alfonso acompañado por varios criados y la mujer. Llegaron hasta las afueras de la traza, donde se encontraban los barrios de los indígenas. Entraron a una casa, cuyo sótano estaba oscuro y húmedo, y la mujer le dijo al rico español: – ¡Mire, don Alfonso, ahí está su hija! Al mirar el hombre hacia el lugar señalado, sólo vio unos huesos sobre una mesa de madera podrida, al tiempo que escuchaba una burlona carcajada de la mujer. Fue tal el impacto que sufrió el pobre hombre, que quedó loco para siempre. Su hija había sido sacrificada al dios Huitzilopochtli por sacerdotes clandestinos.

Sonia Iglesias y Cabrera

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La hija maldita

Cuenta una leyenda que en el  año de 1828, en el barrio de San Pablo de la Ciudad de México, en el antiguo barrio de Tenochtitlan conocido con el nombre de Teopan, Lugar de Dios, se forjó una leyenda que aún las abuelas cuentan a sus espantados nietos.

En esta época, pasada ya la guerra de Independencia, vivía en una casa colonial una viuda con su hija de diecisiete años. Vivían las dos solas, pues el marido de doña Catalina había muerto de unas fiebres que los doctores nunca pudieron curar ni determinar a qué se debían. Al morir don Pancracio había dejado una buena fortuna a su familia, razón por la cual las mujeres se encontraban en buena situación económica.

El horripilante monstruo del Barrio de San Pablo

La madre cumplía todos los caprichos de Delia, la hija, le compraba vestidos, zapatos, tápalos y chucherías para que adornara su arreglo personal. En una ocasión la chica vio en el Portal de Mercaderes un hermoso collar de rubíes, y como se acercaba la fiesta de su cumpleaños, deseó tenerlo para lucirlo ante su familia y amigos que acudirían a felicitarla. Así pues, acudió presurosa a la recámara de su madre, en la que se encontraba rezando, y le contó lo hermoso que era el collar y lo bien que le quedaría con su nuevo vestido rojo de satín. Al oírla doña Catalina le respondió que lo que pedía era exagerado. Por un lado el collar costaba demasiado dinero, y por otro, le dijo que era muy joven para llevar joyas de esa categoría. Delia armó un soberano berrinche: lloró, suplicó, se tiró al suelo y juró matarse si la madre no le cumplía el capricho. Pero Catalina se mostró inflexible y se negó rotundamente a comprarle el collar deseado. Al verse frustrada en sus deseos, Delia, se levantó del suelo donde se hallaba llorando, y le propinó dos fuertes cachetas a su madre que la hicieron sangrar y caer al suelo. Sentida y furiosa, doña Catalina le dijo a su hija: -¡Por estos golpes que me has dado, yo te maldigo, y lo pagarás con el primer hijo que tengas!

Pasaron dos años, hija y madre nunca más se volvieron a dirigir la palabra. Delia se casó y se fue a vivir a una gran casa que se encontraba en el mismo barrio de San Pablo. Un año después de su matrimonio, dio a luz a su primer hijo, pero ¡Oh, desgracia! El hijo era un monstruo. En el periódico El Iris, con fecha 3 de junio de 1828, se pudo leer la siguiente noticia. …en el barrio de San Pablo, una mujer parió a un monstruo de figura de marrano, liso y sin pelo, de color tostado, cabeza grande, redonda, cerdas en la frente, boca grande rasgada, dos dientes, nariz chata, orejas de mono, rabo corto, los pies con pezuñas, la mano ferecha con cinco dedos y la izquierda con cuatro, su tamaño regular de marranillo… ¡La maldición materna se había cumplido!

Sonia Iglesias y Cabrera

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Beatriz, La Quemada

En la Calle de Jesús María de la Ciudad de México, en la época colonial, vivía una joven llamada Beatriz de veinte años de edad. Su padre, Gonzalo Espinoza de Guevara, hombre rico y de buena posición, estaba orgulloso de su pequeña. Beatriz era bella, simpática, muy alegre, y sobresalía porque tenía un alma muy noble que todos alababan por sus bondades. Siendo como era siempre estaba rodeada de muchos jóvenes que la pretendían, y ponían a su disposición la riqueza con que contaban. La chica se portaba amable con sus pretendientes, sin nunca aceptar a ninguno.

Cierto día, Beatriz conoció a Martín de Seópolli, noble italiano que se impresionó con la belleza y el alma de la joven, y empezó a pretenderla. Cada noche acudía a la casa de Beatriz, esperaba que llegara algún pretendiente, provocaba camorra, se batían los enamorados con sus sendas espadas, y siempre ganaba el conde. Cada mañana en la puerta de la casa de la bella niña aparecía un cadáver.

Esta situación tenía muy afligida a Beatriz, ya que se sentía responsable de la trágica muerte de sus pretendientes. Una mañana en que se padre no se encontraba en casa, la mujer acudió a la cocina, y tomó unos carbones encendidos del anafre, los llevó con ella hasta su recámara y, llorando de pena y miedo, se quemó con ellos su hermosa cara. Pensaba que así pondría fin a tanta muerte por causa de su belleza.

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El terrible dolor hizo que Beatriz lanzara tremendos gritos que se escucharon en toda la casa. Los sirvientes acudieron en tropel hasta la habitación de la infeliz, con el fin de ayudarla. El padre, puesto al corriente de lo que pasaba por uno de los criados, acudió presto a la casa, para ayudar a su pobre hija en tan terrible trance.

Enterado Martín de Seópoli de lo que había sucedido a su amada, acudió a la casa y le dijo: -¡Querida Beatriz, yo te amo mucho, y no por tu belleza, sino por tus cualidades espirituales! Al darse cuenta la chica de que Martín la amaba verdaderamente, cayó rendida de amor por él. Al poco tiempo contrajeron matrimonio. A la boda Beatriz acudió con un espeso velo blanco que tapaba su pobre cara quemada. Y cuando salía por la Ciudad de México, siempre llevaba un velo negro que la cubría discretamente.

Sonia Iglesias y Cabrera.

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La monja Sor Juana y la llave mágica

Hace mucho tiempo, en los inicios de la ocupación española en la Nueva España, una niña de ocho años llamada Catalina vivía en las afueras de la Ciudad de México, cerca de donde empezaban los barrios de los indígenas. Todas las mañanas salía a caminar por el campo para hacer ejercicio. Un cierto día se fue por un camino diferente al acostumbrado y se encontró con un viejo y enorme ahuehuete. De un hueco del tronco del árbol salió otra niña de catorce años de nombre Matilde, que se acercó a Catalina para decirle que se dedicaba a ayudar a los niños pobres que no tenían casa y que abundaban en la ciudad. Le dijo que quería que se los llevara para darles casa y comida. A Catalina le pareció una buena obra de caridad, y empezó a llevarle niños y niñas a Matilde. Así continúo Catalina bastante tiempo, llevando niños desamparados para que Matilde los ayudara.

Un día en que Catalina se acercaba al ahuehuete para entregarle a su amiga una niñita desnutrida de cuatro años, vio que del Cielo bajaba una hermosa monja parada en una nube de cristal. Toda ella resplandecía como si estuviera iluminada por dentro. Cuando llegó cerca de Catalina le dijo con una voz dulcísima: -¡No te asustes, querida niña, soy una monja y mi nombre es Sor Juana, tengo que comunicarte algo importante! Esa niña a la que conoces como Matilde, es en realidad un chaneque muy malo. Todos los niños que tú le has llevado, los tiene encerrados en jaulas en una palapa que se encuentra situada en el interior del bosque a espaldas del ahuehuete por donde Matilde sale. Los tiene encerrados en jaulas y se dedica a engordarlos para comérselos ella y sus amigos los chaneques que habitan en los ríos y lagunas del campo. Has hecho muy mal en obedecerla sin saber quién era, pero no te preocupes. Ten está llave de plata, ve a la palapa y abre los candados de las jaulas.

La monja Sor Juana

Catalina tomó la bella llave de plata con incrustaciones de obsidiana y corrió por el bosque hasta encontrar la palapa. La abrió y entró sigilosamente. Entonces Catalina vio a todos los niños que le había llevado a la perversa Matilde, y con la mágica llave que abría todos los candados, liberó a todos los niños que estaban ya bastante gordos y a punto de ser guisados en mole.

Los niños corrieron tan rápido como se los permitía su gordura y llegaron sanos y salvos a la ciudad de México. Se habían salvado todos gracias a la buena monja llamada Sor Juana y a la llave de plata. Desde entonces, cuando alguien llega a pasar cerca del ahuehuete, oye los lamentos de la malvada Matilde que llora de rabia por haberse quedado sin comida.

Sonia Iglesias y Cabrera

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La Llorona

 

Hace mucho tiempo, cuando los soldados españoles conquistaron la Ciudad de México,  existió una bonita muchacha india que se enamoró de uno de esos soldados. Se amaban tanto que tuvieron tres hijitos muy bonitos.

La mamá quería mucho a sus niños y los cuidaba muy bien. El papá no quería casarse con la mamá, porque le avergonzaba que fuera una india. Y un día, el papá decidió casarse con una joven española. Cuando la mujer se enteró de la traición del padre de sus hijos se quitó la vida ahogándose en un río junto con los chicos, porque sufría mucho.

Así lo hizo, y desde entonces empezaron a escucharse por todo el centro de la ciudad, los gritos desesperados de una mujer muy delgada y toda vestida de blanco, y su voz que decía: -¡Ay, mis hijos! ¿Dónde están mis queridos hijos?

La Llorona
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Pasaron diez años, y un día la Virgen de los Remedios, a la que adoraban los españoles, se enteró de la desgracia de la pobre mujer y se apiadó de ella. La Virgen la buscó por la ciudad, y cuando la encontró le dijo que la iba a revivir, con la condición de que tenía que ir al campo y plantar un rosal, y esperar a que crecieran las primeras rosas. Así lo hizo la pobre mujer.

Pasado un tiempo, el rosal floreció y brotaron tres maravillosas rosas blancas. Junto a cada una de ellas apareció uno de sus hijos en perfecto estado de salud. La madre los abrazó, y los tres juntos se fueron a la capilla que estaba destinada a la Virgen de los Remedios para rezar y agradecerle que los hubiera vuelto a la vida. No se olvidaron de llevarle un hermoso y grande ramo de rosas blancas.

Cuando acabaron de rezar, los cuatro se fueron a vivir a una pequeña casa que estaba en la afueras de la ciudad y vivieron muy felices para siempre. ¡Nunca más se volvieron a escuchar los lamentos de La Llorona¡

Sonia Iglesias y Cabrera

 

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La tragedia de la Calle de Chavarría (Hoy Justo Sierra)

En la calle de Chavarría de la Ciudad de México, en el número 18, existía una casa abandonada conocida como La Tenebrosa Casa del Inquisidor y a la que todos los habitantes del centro de la Ciudad le temían. En el mes de noviembre del año 1692, un médico joven de nombre don Andrés Camargo llegó para ejercer su oficio a la ciudad. Al conocer la casa mencionada, decidió comprarla, a pesar de saber que ahí  había vivido un inquisidor hacía tan solo setenta años.

La tragedia de la calle de chevarria

La casa en cuestión mantenía los muebles lujosos de su antiguo dueño, aunque un tanto cuanto deteriorados por el paso de los años. Al entrar en la casa, el joven vio un sillón que le pareció cómodo, y como estaba algo cansado se sentó en él para reponer sus gastadas energías. De pronto, sintió una extraña sensación, como si alguien estuviese parado a sus espaldas, y un horrendo escalofrío recorrió su cuerpo. En seguida se levantó del sillón, pero no había nadie, solamente vio que de la pared colgaba el retrato de un hombre de aspecto truculento.

 

Andrés al darse cuenta de que la limpieza de la casa dejaba mucho que desear, salió a la calle a buscar quién le hiciese la faena. Tocó en suerte que pasara una humilde pareja, y el médico se dirigió a ellos con la petición de que le ayudaran a asear la casa mediante el correspondiente pago. Pero la pareja se negó rotundamente y se alejaron más que asustados.

Después de mucho buscar y de recibir muchas negaciones, Andrés se encontró con una pareja de léperos borrachines que accedieron a limpiar la casa. Al finalizar la tarde, ya casi concluida la tarea, uno de los borrachines estaba limpiando el cuadro del inquisidor cuando se dio cuenta que se le movían los ojos. Le avisó a su compinche. Ambos se dieron cuenta que el retrato movía los ojos y salieron huyendo despavoridos de la casa, sin siquiera cobrar su paga. Andrés no pudo alcanzarlos, y decidió ponerse a descansar de todas las actividades del día. En eso estaba cuando escuchó un terrible alarido. Pensó que eran los léperos que regresaban por su dinero. Pero no. Entonces, el joven médico tomó su espada y salió de su cuarto ver quien profería tan tremendo grito. Vio un búho que profería esos terribles alaridos y que se trepaba en una cuerda amarrada a una campana. Azorado, Andrés escuchó una voz que le decía que la campana tocaría la hora de su muerte. Al volverse a ver el retrato del inquisidor vio que eran los mismos ojos del búho. Regresó a su recamara y se quedó dormido.

Al siguiente día, Andrés se fue a la Taberna del Toro a platicar lo que le había pasado y a tratar de que alguien le explicase los fenómenos que había vivido. El joven le dio al tabernero unos cuantos ducados de oro para que le contase la historia de la casa que rentaba y éste habló. Le dijo que en esa casona había vivido un inquisidor de nombre don Pedro Sarmiento de Tagle, quien había sido uno de los más crueles y temidos de la Nueva España, hombre malvado que gozaba con los tormentos aplicados a los reos y con sus sufrimientos cuando eran quemados en la hoguera. Todos le temían al tañer de su campana, pues eran indicio de que su maldad había encontrado nuevas formas de atormentar a los prisioneros de la Inquisición. Y cuando la campana sonaba siempre moría alguien de forma novedosa y por demás sanguinaria. El inquisidor había muerto y nadie sabía en donde estaba enterrado.

Regresó a su casa Andrés. Por la noche volvió a sentir el mismo terrible escalofrío y vio al búho que emitía los mismos alaridos. Quiso matarlo, pero no pudo. En esta situación pasaron varias noches: Andrés muerto de miedo, y tratando de matar a un búho que no se dejaba atrapar. Una noche, alumbrado con una vela, el médico se percató de que en el retrato el inquisidor no estaba. Se volvió y vio que el malvado  se encontraba detrás de él y le señalaba un banquillo donde sentarse. El joven obedeció aterrado. Aparecieron tres personajes igualmente siniestros con candelabros en las manos, que junto con el inquisidor murmuraban y le señalaban. De pronto, una fuerte corriente de aire apagó las luces de las velas. Todo quedó oscuro. Andrés vislumbró que el inquisidor sacaba un enorme libro, y que estaba rodeado de ratas que  empezaron a morderlo.

Pasada la media noche salieron los últimos clientes de la taberna y escucharon unos terribles gritos de dolor que provenía de la casa del médico. Al otro día regresaron a la casa a ver qué había sucedido y se encontraron con el cuerpo de Andrés que colgaba de la campana completamente mutilado por los roedores, mientras que la campana dejaba oír sus fúnebres sonidos.

Sonia Iglesias y Cabrera

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La tragedia de Casilda Baena

En el siglo XVII, vivía en la Ciudad de México, en la Calle de Santo Domingo, una muchacha de nombre Casilda Baena la cual provenía de una adinerada familia. Leía mucho, y su sueño era convertirse en actriz. Amaba tanto la lectura que todo su dinero lo gastaba en libros, haciendo a un lado las frivolidades como las joyas y los vestidos bonitos, que suelen gustar tanto a las jóvenes de su edad. No solamente leía los libros, sino que los actuaba, tomando las características de los personajes e imitándolos, cual si estuviera actuando en un teatro.

La tragedia de Cadilda Baena

A fuerza de tanto insistir, los padres accedieron a que fuese actriz de teatro, cosa más bien insólita para la época, pero los padres sabían que la inclinación de Casilda era innegable y que de nada serviría contrariarla en su vocación. La joven dejó el Colegio de Niñas al que asistía y lo cambió por el Coliseo de la Ciudad de México al que acudía para ver y rozarse con los actores que en él trabajaban. Tiempo después, Casilda debutaba en el teatro Coliseo con mucho éxito.

En la segunda función, sus compañeros de actuación y los espectadores se dieron cuenta de que la joven actuaba de extraña manera, sus movimientos no correspondían a los marcados por el director, hacía gestos que no tenía por qué hacer, y decía “morcillas” que no venían al caso. Sin embargo, las funciones mal que bien continuaron.

Un día, cuando la Plaza Mayor de la ciudad estaba llena de gente porque eran tiempo de posadas y se formaba una verbena, vieron correr por entre los puestos a una mujer desquiciada, con el pelo alborotado y con los ojos desorbitados. La perseguían unos gendarmes, pues la mujer enloquecida era Casilda que acababa de prender fuego en la bodega del Coliseo, rociando en la utilería y el vestuario de actuación alcohol con trementina. Mientras corría, la infortunada Casilda decía: Amor es llama divina/ que me ha robado el sosiego, / porque todo lo que es fuego/ me subyuga y me domina.

Estas palabras formaban parte de los versos de la primera obra con la cual había debutado Casilda. Cuando la apresaron, la llevaron directamente a la institución para mujeres demente del Divino Salvador. Los padres de la joven sufrieron terriblemente con la tragedia de la hermosa joven que se volvió loca de tanto leer…

Sonia Iglesias y Cabrera

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Doña Angustias

Miguel Perea trabajaba en la Real Casa de Moneda de la Ciudad de México como tercer ayudante del operador de la Balanza. Era un hombre de talla pequeña, muy gordo y muy agradable. Estaba casado con doña Angustias, quien hacía honor a su nombre, ya que siempre estaba preocupada por todo y esperando que sucediera lo peor. Un día, la mujer vio a su esposo arrodillado en el altar domestico dedicado a San Antonio. La esposa se puso muy contenta al verlo muy devoto la mayor parte de los días de la semana.

Doña Angustias

 

Una mañana cuando doña Angustias estaba limpiando la imagen del santo, se dio cuenta de que estaba hueco, metió la mano y se encontró con muchos papeles. Curiosa, empezó a leerlos y concluyó que don Miguel tenía una amante pues en ellos se leía: “Diez pesos para la Santiaguita” o “Cincuenta pesos para la Santiaguita” o “Cien pesos para la Santiaguita” Muy afligida y celosa, decidió escribirle  a su esposo un mensaje, que rezaba: “Querido Miguel, sal porque tengo algo muy importante y urgente que decirte. Con amor La Santiaguita” Hubo vez escrito el mensaje la mujer se dirigió a la Real Casa de Moneda, y entregó la misiva a un portero con la orden de que se lo entregara al infiel marido. Cuando la leyó don Miguel, quedó desconcertado y salió a la calle, donde se encontró con su mujer vuelta una furia. Al verlo, la mujer le dio una bofetada y le reclamó por tener una amante llamada La Santiaguita a la que mantenía mejor que a ella, pues le daba mucho dinero. El hombre, con la mano en la mejilla, se apresuró a sacarla del error y le dijo: ¡Pero querida esposa, estás equivocada, La Santiaguita no es una mujer, es una mina de Pachuca. Esos papeles que leíste son las cantidades que voy anotando de los pagos de las acciones que compré, las puse dentro del San Antonio para que nos haga el milagro de hacernos ricos y poder comprarte buenos vestidos a ti y a nuestros hijos, y para vivir en una casa mejor.

Doña Angustias ante la explicación de su marido, se sintió muy avergonzada y le pidió perdón a su marido por haber dudado de él.

Sonia Iglesias y Cabrera