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El callejón del Armado

En el siglo XVI, existió un misterioso hombre rico, callado y triste que acostumbraba salir en las noches de su hogar hacia el Convento de San Francisco para entrar a la capilla del Señor de Burgos y arrodillarse a rezarle llorando y gimiendo. Nadie le preguntó las culpas que le remordían.

El hombre solía salir del convento para visitar otras iglesias de la ciudad y hacer lo mismo que en la capilla. Sus visitas terminaban hasta altas horas de la noche cuando regresaba a su casa.

La gente rumoró que durante su juventud fue crapuloso e hizo maldades. Como este hombre siempre vestía una pesada armadura con celada sobre su fina ropa negra y portar una espada y un puñal enfundados, le apodaron El Armado.

Un día amaneció ahorcado de uno de los balcones de su hogar, cuando su única criada lo descubrió avisó a los alguaciles que llegaron a descogar el cadáver lloroso. Nunca se supo su nombre ni su linaje y a la criada nunca se le preguntó ni comentó nada.

Sin embargo tiempo después, cuando algunas personas pasaba por las ruinas de su casona durante la noche, miraban afuera el fantasma ahorcado de El Armado. Quienes se atrevieron a acercarse al fantasma, escucharon sus gemidos y vieron gotear sus lágrimas. Las apariciones de este fantasma se prolongaron hasta principios del siglo XX.

El vulgo nombró al callejón de Illescas, donde estuvo la casona como El callejón del Armado. Actualmente se llama calle de Pedro Ascencio.

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El Señor del Veneno

Don Fermín de Andueza era un hombre rico, virtuoso y estimado por la gente. Diariamente iba a misa al amanecer, cuando entraba y salía de la iglesia le rezaba a un gran crucifijo, le besaba los pies y depositaba unas monedas de oro en el plato petitorio.

Sin embargo, Don Ismael Treviño, que era egoísta y envidioso con todos, le tenía unos celos absurdos y siempre despotricaba contra Don Fermín e incluso le obstaculizaba algunos negocios y nunca pudo frustrárselos.

Su envidia se transformó en odio y un día planeó matarlo, aplicó un veneno de efecto paulatino en un pastel de hojaldre que le dio a Don Fermín con la mentira de ser obsequió de un concejal amigo suyo. Don Fermín se lo comió y Don Ismael lo espió para asegurarse de que surtiera efecto.

Al día siguiente en la mañana, Don Fermín estando en la iglesia, le rezó al crucifijo como de costumbre y al besarle los pies se ennegreció rápidamente, para absorber todo el veneno de Don Fermín. Los feligreses presentes se sorprendieron del fenómeno; Don Ismael también allí presente, se conmovió y se arrepintió de su odio. Le confesó su propósito a Don Fermín y él lo perdonó. Don Ismael abandonó la ciudad y nadie supo más de él.

Ese Cristo negro se destruyó en un incendio que sólo al Cristo perjudicó y fue reemplazado por otro que está en la Catedral de México.

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La confesión de la muerta

Una noche de hace siglos, un sacerdote apellidado Aparicio estaba cenando en casa de una noble familia, y de repente los criados le avisaron al sacerdote que un par de borrachos tocaron a la puerta rogando por su presencia.

Él los atendió, le avisaron que una moribunda necesitaba confesión y los acompañó hasta un carruaje, que lo transportó a un barrio poco poblado hasta casa ruinosa bloqueada con tablones en las ventanas y entradas. Una ancianita andrajosa y llorosa salió a recibirlo por la única puerta desbloqueada y le indicó subir al piso superior donde él encontró a una joven muchacha con fiebre, acostada sobre un petate con vestido de terciopelo y con diadema. Escuchó su confesión e inmediatamente después de absolverla de sus pecados, ella se debilitó al bajar los escalones, los superiores se derrumbaron. En el piso inferior no encontró a la ancianita y afuera de la casa ya no estaba el carruaje, al cual nunca escuchó marcharse.

El sacerdote asustado regresó apresuradamente a pie a casa de sus anfitriones a quienes les contó lo sucedido. El señor de la casa, ordenó preparar una escolta armada para acompañarlo de nuevo a aquella casa. Cuando llegó, observó que la puerta por la que entró estaba atrancada y bloqueada con clavos oxidados. Los criados irrumpieron en la casa y durante el cateo el Padre Aparicio observó por la ventana hacia el patio un pañuelo a los pies de una lápida en ruinas. Los criados escarbaron y dentro de un ataúd encontraron un cádaver con vestido terciopelo y diadema.

Desde ese entonces, el sacerdote se volvió introvertido, oraba a altas horas de la noche y padeció insomnio. Nunca confesó el nombre de la muerta ni lo confesado por ética de su oficio.

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La confesión de un muerto


Cierta noche del siglo XVII, el abad de la Antigua Basílica de Guadalupe estaba a punto de retirarse de allí con sus familiares cuando llegó un hombre elegante a confesarse. Los familiares del abad lo esperaron y después de un rato él salió espantado, cerró las puertas sin esperar al hombre y apresuró a su familia a su casa sin dar explicaciones. En casa de ellos, el abad comentó que aquel hombre elegante era un muerto venido de ultratumba y que se volvió sordo del oído derecho después de oír la confesión que nunca reveló por ética de su oficio.
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El charro y la partera


En cierta localidad a la parte norte del pais solía cabalgar un misterioso charro que se aparecía repentinamente a los habitantes. Una noche allí llegó un charro a solicitar los servicios de una partera y la llevó a su jacal, donde la partera asistió a su mujer hasta que parió. El charro regresó al lugar y le pago con varias monedas de oro, pero le advirtió que guardara en secreto el parto o se moriría. Indignada y asustada por la advertencia la partera entró a su hogar y espero a que se retirara el charro. Como no escucho las pisadas de su caballo pensó que seguía fuera de su casa y se asomó a la ventana para descubrir asombrada que no había nadie.

Ella estuvo confundida y recelosa durante varios días por la advertencia y la silenciosa desaparición del charro. Durante varias semanas estuvo absorta en sus pensamientos, y miraba extrañada a sus conocidos. Cierto día le platicó todo lo sucedido a una vecina quien le aconsejó no contárselo a nadie más y dejar las monedas en la iglesia, así lo hizo la partera. Sin embargo, a la mañana siguiente la partera amaneció muerta, pero con el aspecto de seguir durmiendo y algunos rumoraron que escucharon cabalgar al charro cerca de ahí. Se cumplió la advertencia de aquel charro, aquellas monedas desaparecieron y se rumoró que el charro regresó a recogerlas.

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La calle de la mujer herrada



En el año 1670, en una casa de la calle de la Puerta Falsa de Santo Domingo vivía un clérigo en concubinato con una mala mujer. No muy lejos de allí existió un lugar llamado la casa del Pujavante, hogar y taller de un herrador, que frecuentaba el clérigo por ser su compadre. El herrador le aconsejaba renunciar a ese concubinato pero el clérigo no quería.

Una noche, el herrador fue despertado por unos golpes a la puerta de su taller, al abrir se encontró con dos negros que le entregaron a una mula y un recado de su compadre el clérigo, suplicando que le herrara, porque en la mañana cabalgaría al Santuario de la Virgen de Guadalupe. El herrador clavó cuatro herraduras en la mula, después la entregó a los negros y le pegaron tan cruelmente al animal que los reprendió.

En la mañana fue a casa del clérigo para saber el porque de su partida al santuario le sorprendió encontrarlo dormido en la cama, lo despertó y le contó lo sucedido en la noche. El clérigo negó tal partida y enviar ningún recado, por lo que ambos supusieron que algún travieso les jugó una broma y para celebrar la broma quiso despertar a su concubina, pero no se movió, insistió y se percató de que estaba muerta. Se horrorizaron al ver las cuatro herraduras en las palmas de las manos y plantas de los pies, el freno en la boca y los golpes. Ambos se convencieron de que todo aquello era efecto de la Divina Justicia, y que los negros eran demonios.

Hubieron otros tres testigos del cadáver, el cura Dr. D. Francisco Antonio Ortiz, el R. P. Don José Vidal y un religioso carmelita, venidos al lugar de los hechos. Los tres respetables testigos acordaron el entierro de esa mujer en esa casa y guardar en secreto permanente lo sucedido. Ese mismo día aquel clérigo, abandonó la casa para cambiar de vida y no se volvió a saber de él.