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Leyendas Mexicanas Época Colonial

De cómo conoció México la cerveza.

La palabra “cerveza” proviene del celtolatino cerevisia. Se trata de una bebida alcohólica fabricada con granos de cebada o de algunos otros cereales, cuyo almidón debe fermentarse en agua con levadura (Saccharomyces Cerevisiae, Saccharomyces Pastorianus), a la que se puede agregar lúpulo u otras clases de plantas para aromatizarla.

Los primeros pueblos en fabricar cerveza fueron los elamitas (actual sureste de Irán), los sumerios (antigua Mesopotamia) y los egipcios, hace 3500 años a.C., según evidencias arqueológicas provenientes de Godim Tepe en Elam, hoy Irán.

A México, la cerveza llegó en el año de 1544. Dos años antes, en la Ciudad de Nájera, España, el emperador Carlos V, por medio de Cédula Real, otorgó al sevillano Alonso de Herrera el permiso para fabricar cerveza y montar una cervecería, con duración de veinte años, en la capital de la Nueva España. La Cédula estipulaba que además se le permitía fabricar aceite de naveta, jabón y rubia. De lo que ganase el fabricante debía entregar un tercio al Tesoro Real de la Corona. Ni tardo ni perezoso, Alonso de Herrera llegó a estas tierras indianas y dio comienzo a su tarea. De Flandes trajo maestros cerveceros, aparejos, calderas, y demás utensilios necesarios para la fabricación de cerveza. La Corona había convenido que el empresario correría con los gastos relativos a los trabajadores que llevase consigo. A cambio de las condiciones anteriores, Herrera contaba con la absoluta exclusividad para producir y vender los productos antes mencionados, y con la exención de pago del almojarifazgo en lo que transportara a España, y de llevar, libres de derechos, a doscientos esclavos de Portugal, Cabo Verde o Guinea, los cuales se encargarían de la mano de obra.

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Fundó una caldera en la Ciudad de México, pero según le comentaba al emperador, podrían llegar a ser cien calderas productivas, por lo extenso del territorio y por el continuo aumento de la población. Para montar su taberna, que luego serían varias, se le concedió un corregimiento en la comarca de la Ciudad de México.

Tan bien le iba en el negocio a Alonso de Herrera que con frecuencia enviaba a Carlos I de España y V de Alemania, suntuosos regalos. Por su parte, el virrey de la Nueva España, don Antonio de Mendoza, bebía continuamente la cerveza que le obsequiaba el cervecero hispano. Además, como el vino escaseaba, los colonos consumían buena cantidad de cerveza en sus comidas y aun fuera de ellas. Debemos mencionar que el virrey estaba encargado por orden del rey de España de vigilar la producción de cerveza, para comprobar que se trataba de un buen negocio, y de estar al pendiente de los manejos de Alonso. Así las cosas, Mendoza nombró el 11 de diciembre de 1543, a Hernando de Pavía como inspector de la producción de cerveza, y de vigilar que el pago a la Corona se efectuase con regularidad y honestidad.

En aquel entonces, la arroba (alrededor de 16,133 litros) de cerveza costaba ocho reales, precio bastante elevado en ese momento, a causa de la escasez de trigo y cebada que  se vivía; pero Alonso Herrera pensaba bajar el precio en cuanto la situación se compusiese. La cerveza la fabricaba Alonso Herrera en una hacienda llamada El Portal, para ser vendida en la Ciudad de México. Las ventas de cerveza se llevaban a cabo en los mercados, plazas, y en la taberna que él había montado. La producción de cerveza sufría altibajos, e incluso llegó a detenerse la producción entre 1544 y 1549, cuando algunos de los maestros cerveceros decidieron regresar a Flandes, y otros optaron por trabajar en las minas de México para hacer buen dinero. Sin embargo, a partir de 1549 la producción aumentó: al fabricarse 1,158 arrobas entre el 28 de enero y el 25 de octubre de 1549 –una media de 128,6 arrobas por mes-  y llegarse a 4,192 arrobas entre la última fecha y el 8 de mayo de 1552, que sitúa la media mensual en aproximadamente 246,5 arrobas, según constata Emilio Luque Azcona.

La cerveza siguió produciéndose en México. Hacia 1813, el señor Tuallion empezó a producir una cerveza que pronto se popularizó. Se llamaba Del Hospicio de los Pobres, porque se fabricaba en un antiguo edificio que había sido una institución de caridad localizada en las calles de Revillagigedo. En 1825, Notley sacó a la venta una cerveza elaborada con jengibre inglés, recomendada para los viajes a clima cálido, ya que se decía ser muy eficaz contra las fiebres y los malestares producidos por el sol. En 1845, el suizo Bernhard Bolgard montó una fábrica llamada La Pila Seca, la cual producía una cerveza elaborada con malta de cebada mexicana y piloncillo, que sirvió de base a los cerveceros de México de finales del siglo XIX, hasta que se empezó a fabricar en la Cervecería Toluca y México del suizo Agustín Marendaz, una cerveza tipo lager. La primera cerveza de este tipo, la elaboró el alsaciano Emil Dercher en su fábrica llamada La Cruz Blanca, en 1898. Posteriormente, empezaron a abrirse cervecerías fuera de la Ciudad de México, como por ejemplo en Guadalajara. En 1882, un señor de apellido Graf, sacó a la venta la cerveza Toluca Lager, elaborada en la Cervecería Toluca y México que había comprado a Marendaz.

A finales del siglo XIX, en 1891, se fundó la Cervecería Cuauhtémoc en Monterrey, Nuevo León, a cargo de Isaac Garza. Para 1894, surgieron cuatro pequeñas cervecerías en Orizaba, Veracruz, conocidas como La Santa Elena, La Mexicana, La Azteca, y La Inglesa. Posteriormente, nacieron la Cervecería Sonora y la Cervecería del Pacífico, en 1896 y 1900, respectivamente.

Desde entonces, la cerveza ha sido para los mexicanos una de sus bebidas predilectas y de mayor consumo en el país.

Sonia Iglesias y Cabrera
 


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La mujer herrada. Leyenda colonial.

El suceso que vamos a relatar está registrado en el capítulo octavo, de la Vida del P. don José Vidal de la Compañía de Jesús, impresa en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, que fuera escrita por el R.P. don Juan Antonio de Oviedo, basado en un relato real del que dejó constancia el P. José Vidal. De este acontecido también dio fe el señor don Francisco de Sedano en  sus Noticias de México, en 1760, quien lo escuchó de boca de un religioso jesuita. Por lo que queda comprobado que se trata de un suceso verídico y espeluznante.

En 1670, un deshonesto clérigo vivía en la casa situada en la calle de La Puerta Falsa de Santo Domingo Núm. 3, con una mujer que era su amasia. Cerca de esta casa, en la calle de Las Rejas de Balvanera, había una casa llamada Casa del Pujavante, debido a que tenía sobre la  puerta, esculpido en la cantera, un pujavante (instrumento usado por los herreros para cortar las pezuñas de los caballos antes de herrarlos) y unas tenazas cruzadas. En tal casa vivía un herrero que era buen amigo del clérigo mencionado. Como se tenían confianza, el herrero le daba consejos al clérigo para que se apartase del mal camino y dejase a la mujer con la que cohabitaba, sin ningún resultado por otra parte. Una noche, cuando el herrero estaba dormido escuchó que tocaban fuertemente  a su puerta. Alarmado, acudió a ver quién era el impertinente que tocaba a tan altas horas de la noche. Cuando abrió la puerta se encontró con dos grandes negros que le llevaban una mula y un recado de su amigote el clérigo, en el que le pedía que herrase, sin pérdida de tiempo, a la mula, ya que la necesitaría a muy temprana hora para acudir al Santuario de la Virgen de Guadalupe. Un poco molesto, el herrero aprestó sus herramientas y le puso las herraduras a las cuatro patas de la mula. Terminada la tarea, los negros se llevaron a la mula azuzándola con terribles y despiadados golpes.

Leyenda mexicana: La mujer herrada

Al día siguiente muy temprano, el herrero acudió a la casa del clérigo para enterarse la razón por la cual su amigo debía ir al Santuario de la Virgen. Entró en la casa y se encontró que el clérigo estaba acostado con su manceba en la cama. Desconcertado, el herrero dijo: -¡Cómo es eso, amigo, haberme despertado en la noche para herrar sus mulas y aún te encuentras en la cama tan tranquilo! A lo que el clérigo respondió: – Yo no he mandado herrar a ninguna mula, ni pienso ir a ninguna parte el día de hoy. Ante estas circunstancias, ambos amigos pensaron que habían sido víctimas de una broma. El clérigo trato de despertar a su mujer. La llamó, la movió, le gritó, pero la mujer no despertó; su frialdad y rigidez le indicaron al deshonesto hombre que estaba muerta.

Al levantar la sábana que cubría el cuerpo de la mujer, los amigos se dieron cuenta de que las manos y los pies estaban herrados, tenían sendas herraduras. Muertos de pánico, convinieron en que se trataba de una acto de la Justicia Divina, y que los dos negros eran dos demonios salidos del Averno. Inmediatamente le avisaron al cura de la Parroquia de Santa Catalina, quien acudió a la casa del clérigo, donde ya se encontraban el R.P. don José Vidal y un religioso carmelita, los cuales se habían dado cuenta de que la mujer llevaba un freno en la boca, y señales de los fuertes golpes que había recibido de los dos negros que la llevaron a herrar.

Ante tan macabro sucedido, se decidió que la mujer fuese enterrada en un hoyo que se hizo en la misma casa, y todos los presentes juraron mantener el más estricto secreto. El clérigo pecador abandonó la casa de La Puerta Falsa de Santo Domingo y nunca más se supo de él. El cura de Santa Catarina, decidió entrar al convento de la Compañía de Jesús, donde vivió hasta los 84 años en olor de santidad. Se ignora que fue del herrero, las crónicas no lo mencionan.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Los ojos del Nazareno. Leyenda colonial.

En el altar de la iglesia del Convento de las Capuchinas, se encontraba una imagen de Jesús de Nazareno. Era una bellísima imagen elaborada en Guatemala, que, originalmente, estaba destinada para ser venerada en la capilla de la casa de los condes de Santiago Calimaya, situada en la hoy Avenida Pino Suárez número 30. Después de permanecer en la capilla por un tiempo, uno de los condes obsequió la escultura al convento. Se trataba de una majestuosa imagen del Ecce Homo sangrienta y doliente como pocas, los fieles temblaban de dolor y pena al verla, tal era su realismo. Los ojos del Nazareno, hechos de vidrio,  expresaban una triste mirada plena de humildad y dolor, eran el rasgo sobresaliente de la escultura.

La doliente imagen salía en procesión todos los viernes santos y recorría las calles de la ciudad, seguida de penitentes que se flagelaban las espaldas hasta desfigurarlas y hacerlas sangrar. El Nazareno era el patrón de la Cofradía, y cada año le celebraban efectuando un novenario. Para tal ocasión, en el presbiterio (espacio en torno al altar mayor) de la iglesia de las capuchinas se levantaba un altar especial, en el que se remplazaban las sencillas potencias de plata del Nazareno, por otras elaboradas en oro, con los rayos cubiertos de esmeraldas, rubíes y diamantes, y con las bases adornadas con una gran amatista y perlas. Las potencias eran hermosas, valiosas, y sumamente costosas. Las telas que engalanaban el altar estaban bordadas por las manos de las diestras monjas con hilos de oro. Había candeleros de plata maciza, tallados por artistas indígenas y mestizos que eran un primor; en ellas se colocaban velas escamadas que las pacientes monjas formaban para el efecto. No faltaban las flores en jarrones de fina porcelana china.

Una tranquila tarde en que el silencio cubría el convento y las monjas dormían la siesta, la iglesia se encontraba cerrada. Domitilo Alderete, el sacristán, no dormía; aprovechaba el tiempo y el sosiego para arreglar los pliegues de una cortina de damasco carmesí que se resistía a sus acomodos estéticos. Domitilo había sido un artista de la acrobacia, pero desgraciadamente un mal día había sufrido un cruel accidente que lo alejó por completo de su peligrosa profesión, pero conservaba su agilidad y su fuerza. No le quedó otro remedio que volverse sacristán, decisión de la que no se arrepentía.

Absorto en el arreglo de la cortina, Domitilo Alderete escuchó de pronto que de la puerta que daba acceso a la iglesia llegaban unos ruidos como si alguien quisiera forzarla por medio de una ganzúa. Al poco rato, un hombre penetró al interior con mucho sigilo para no hacer ruido. Al verlo, Domitilo se escondió detrás de la cortina y vio al hombre que de puntitas se acercaba al altar del Nazareno. Subió hasta donde se encontraba la imagen y le arrancó de la cabeza una de las suntuosas potencias, que guardó en un saco que traía para tal efecto. El ladronzuelo ya se aprestaba a quitarle las otras dos potencias al Nazareno cuando el sacristán tomó uno de los jarrones del altar y le dio tremendo golpe en la cabeza, quien cayó al suelo medio atarantado; con esfuerzo consiguió abrir los ojos y su mirada chocó con la doliente y acuosa del Cristo, cuyos ojos parecía que acaban de llorar de tristeza y desencanto. Al sentir la mirada, el caco lanzó un grito desgarrador, su cuerpo empezó a temblar como el azogue, un frío mortal le recorría las venas del cuerpo, su expresión acusaba miedo y hasta terror pánico. Su rostro mostraba la palidez de los muertos y sus ojos parecían los de un demente. El criminal tenía por nombre Teodosio Liñán, desde muy temprana edad se había dedicado al robo y a la estafa, era vicioso y cruel, y la edad le había hecho refinar sus malas artes. Era un delincuente de la peor especie, que vivía en el pecado del vicio y la lujuria.

Al ver en el suelo al hombre, el sacristán levantó a Teodosio en brazos y se dirigió hacia el Palacio Virreinal. Cuando llegó, a todos los alcaldes del virrey les comunicó que el hombre que llevaba era un ladrón sacrílego que había querido desvalijar al santo Nazareno. Teodosio, por su parte, no escuchaba nada de lo que se decía, se limitaba a decir cosas incoherentes que nadie entendía sin dejar de temblar. Fue enviado a la Cárcel de la Corte. El preso gritaba furioso y sudaba de miedo ante las cosas terribles que sólo él podía ver y oír y que le perseguían causándole tal terror. Las autoridades se dieron cuenta que Teodosio había perdido la razón y decidieron trasladarlo al Hospital de San Hipólito, que en aquel entonces albergaba a la gente pobre que se volvía loca de atar. Teodosio se quedaba sentado en una esquina de la gran sala del hospital, muerto de miedo y con las manos en los ojos tratando, en vano, de librarse de la mirada acusadora del Nazareno que lo perseguía sin tregua.

Los sudores de miedo y los temblores de pánico no le dejaban vivir, su vida era un calvario. Entre las incoherencias que pronunciaba había frases que los guardianes entendían. Teodosio decía: – ¡Él me dio una bofetada aquí! Y se llevaba la mano a una de sus mejillas. El tiempo pasó; muchos años habían transcurrido desde aquel sacrílego intento de robar el altar del Nazareno. Teodosio seguía igual, si no es que peor, siempre viendo la mirada acusadora de aquellos ojos inmóviles, que a veces lloraban de tristeza. El ladronzuelo ya nunca más recobró la razón, sólo le restaba esperar la muerte y bajar a los tenebrosos y calientes infiernos. Moraleja: Nunca se debe robar un recinto sagrado, so pena de sufrir los desvaríos de Teodosio Liñán.

Sonia Iglesias y Cabrera


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Los últimos días de Hernán Cortés. Leyenda colonial.

Cuenta la leyenda que el último viaje que Cortés emprendió a España no fue tan agradable como el primero que realizara en el año de 1540. El rey le recibió bastante fríamente, sin que por ello en la corte dejaran de llevar a cabo bastantes festejos para celebrar su llegada. Las hermosas joyas en oro y plata que el Capitán le llevaba a Carlos V, de valor inestimable, se habían perdido en un naufragio. El rey, que había prometido interceder en el pleito entre Cortés y el virrey de Mendoza, no tomaba cartas en el asunto, a pesar del tiempo transcurrido. Las cosas no le iban muy bien al marqués. Así las cosas, Cortés pensó en regresar a la Nueva España a morir lejos de la tierra que le trataba tan mal a pesar de las riquezas que le había proporcionado. Para preparar su retorno se refugió en Sevilla, sin pensar que ahí le aguardaban nuevas preocupaciones, a causa del desastroso matrimonio que había hecho su hija María. Tantas vicisitudes le procuraron una fuerte diarrea y otros males no menos graves, que le llevaron a refugiarse en Castilleja de la Cuesta, a fin de evitar a los continuos visitantes que lo importunaban a más y mejor.

Don Hernán había hecho su testamento el 12 de octubre de 1547 en Sevilla, ante el notario don Melchor de Portes y cinco testigos. Las clausulas del testamento estipulaban que si moría en España su cuerpo se depositara en la capilla cercana al sitio donde muriese, para luego ser trasladado a la Nueva España y ser enterrado en Coyoacán en el monasterio de la Concepción de la orden de San Francisco, que se construiría específicamente, en donde  habría una cripta destinada a albergar sus restos mortuorios y los de sus familiares. Asimismo, disponía que al morir se les diesen a cincuenta hombres pobres “ropas largas de paño pardo y caperuzas de lo mismo”, para que con antorchas iluminasen su entierro, finalizado el cual recibirían un real cada uno. También disponía el Capitán que a su muerte en tierras españolas, todas las iglesias y monasterios efectuasen misas, y que luego se oficiaran mil más por las almas del Purgatorio, dos mil por las almas de sus compañeros de conquista, dos mil dedicadas “a quien tenía algunos cargos de que no se acordaba ni tenía noticia”. Además, pedía que a su muerte todos los criados que estuviesen a su servicio fueran regalados con vestidos de luto, se les dice de comer y beber, y a los que no se quedasen al servicio de su hijo Martín, se les pagara “enteramente lo que se les debiese de sus quitaciones”. Una de las clausulas del testamento de Cortés, ordenaba que sus huesos fuesen llevados a México de acuerdo al criterio de su esposa doña Juana de Zúñiga; y que se agregasen a la cripta los esqueletos de su madre doña Catalina Pizarro, que se encontraban en la iglesia del monasterio de Texcoco, y los de su anterior esposa doña Catalina depositados, a la sazón, en el monasterio de Cuernavaca. Agregaba el dicho testamento que en el monasterio de la Concepción, que debía ser construido expresamente para albergar su cuerpo en la capilla mayor, solamente los restos de sus descendientes directos podían ser colocados en ella.

Una vez terminadas las disposiciones de su testamento, el Capitán se retiró de Sevilla y se dirigió a Castilleja de la Cuesta, donde le cuidó fielmente su hijo Martín Cortés, el marqués que no el otro, el bastardo.

Un escritor sevillano relata que Castilleja de la Cuesta era por ese tiempo poco más que una aldea, un lugarón. Algunos caballeros de conocido solar, pero escasos de fortuna, le habían escogido por asiento, y no era extraño se viesen aparecer y descollar, entre las humildes moradas de los labriegos, vastos caserones, destartaladas viviendas, que servían de retiro a estos pobres, pero linajudos hidalgos.

En Castilleja de la Cuesta, Cortés se alojó en la casa de su amigo Alonso Rodríguez de Medina,  la más bonitas del lugar; en ella encontró la muerte en uno de los aposentos de la parte de abajo, en donde el conquistador se encontraba acostado una noche del 2 de diciembre de 1547, acompañado de su hijo Martín Cortés y de su amigo Alonso. Su confesor le había administrado los santos óleos y recibido su confesión. Cortés estaba agitado y su respiración era alto dificultosa. Pasaba de la calma a la desesperación agitada. Su hijo le consolaba. La leyenda nos dice que sus últimas palabras pronunciadas con “acento lúgubre y tristísimo” fueron: -¡Mendoza… nó… nó…Emperador… te, te lo prometo… 11 de noviembre… mil quinientos… cuarenta y cuatro! Aludiendo, sin duda, al rey de España, Carlos V,  y a sus continuos pleitos con el primer virrey de la Nueva España, don Antonio de Mendoza y Pacheco.

En la Historia general y natural de las Indias,  nos dice Gonzalo Fernandez de Oviedo y Valdés:
… que don Juan Alonso Guzmán, duque de medina Cidonia, como gran señor y verdadero amigo de Hernán Cortés, celebró sus exequias y honras fúnebres la semana antes de la Navidad de Chripsto, Nuestro Redemptor, de Sevilla, é con tanta pompa é solempnidad como pudiera hacer con muy grand príncipe. É se le hizo un mausoleo muy alto é de muchas gradas, y encima un lecho muy alto, entoldado con todo aquel ámbito é a la iglesia de paños negros, é con incontables hachas é cera ardiendo, é con muchas banderas é pendones de sus ramas del marqués, é con todas las ceremonias é oficios divinos que se pueden é suelen hacer á un grand príncipe un día á vísperas é otro á misa, donde le dixeron muchas, é se dieron muchas limosnas á pobres. É concurrieron quantos señores é caballeros é personas principales ovo en la cibdad, é con el luto el duque é otros señores é caballeros; y el marqués nuevo o segundo del Valle, su hijo, lo llevó é tuvo el ilustrísimo duque é par de sí: y en fin, se hico en esto lo posible é sumptuosamente que se pudiera hacer con el mayor grande de Castilla.

Otra versión de su muerte asegura que sus restos fueron trasladados al monasterio de San Isidro, mientras se le trasladaba a la Nueva España conforme a sus deseos.  El cuerpo fue recibido por el prior y los monjes del monasterio, ante el escribano de la villa de Santiponce, Andrés Alonso, y teniendo como testigos a ilustres señores. Se le colocó, provisionalmente, en el sepulcro de los condes de Medina Cidonia que se encontraba en el altar mayor. En tal sitio reposó el cruel Capitán hasta el 9 de junio de 1550, cuando sus restos se quitaron para colocar los de Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina Cidonia. Entonces se le trasladó al altar de Santa Catarina en el mismo monasterio. De ahí, fueron llevados sus despojos a la Nueva España en el año de 1566, como lo pidió en su testamento don Hernando Cortés, marqués del Valle de Oaxaca y capitán general de la Nueva España y del mar del Sur, donde su llegada pasó completamente inadvertida por autoridades, cronistas, pueblo, y clero. ¡Sic Transit Gloria Mundi!

Sonia Iglesias y Cabrera


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Juan Cansino y la bella esclava herrada. Leyenda colonial.

En el esplendoroso Valle de México un día, muy temprano por la mañana, una hermosa joven indígena de larga cabellera negra y ojos de obsidiana, se desataba los cordones de sus sandalias hechos con cintas de oro y guarnecidas de piedras preciosas. Ya despojada de sus cacles y con los pies libres, procedió a quitarse el suntuoso huipil de fino algodón blanco, entretejido con pelo de conejo y piececillas de oro trabajadas finamente. La joven se quedó sólo con su  cuéitl, su enagua, decorada con estampados de flores y de aves exóticas. En seguida, procedió a desatarse las gruesas trenzas para dejar caer libre a su lustrosa cabellera, y proceder a la limpieza de su melena y de su joven y fuerte cuerpo con las clarísimas aguas del arroyo junto al que se había colocado. Usando como jabón la yerba llamada amolli se aseó cabellera y cuerpo. Secóse con un lienzo de suave algodón y empezó a vestirse nuevamente. La joven no se había dado cuenta que, escondido entre los matorrales y muy cerca del arroyo, la observaba un joven soldado de Hernán Cortés llamado Juan Cansino. El muchacho era fuerte, guapo, y mujeriego. Al ver a la doncella, Juan quedó muy impresionado con su belleza. Tres días seguidos volvió al mismo lugar con la esperanza de volverla a ver, pero ella no apareció. Al cuarto día, cuando Juan ya desesperaba, la bella india regresó y procedió a asearse cabellera y cuerpo como acostumbraba. En esas estaba cuando sintió que unos fuertes brazos la aferraban y la conducían un bosque cercano el cual atravesaron hasta llegar al campamente en donde se encontraban las tropas del Capitán Cortés. Juan, sigilosamente y sin que nadie se diese cuenta, metió a la chica en una choza y la sentó en un icpalli, la silla indígena que había robado a un cacique. Ante tanta hermosura e impresionado por su increíble cabellera, Juan le declaró su amor a la asustada niña quien, sin proponérselo, había sucumbido ante la gallardía de Juan Cansino y se había enamorado de él.

Las ordenanzas oficiales de Cortés decretaban que todas las joyas, dinero, piedras preciosas, plumajes, y en fin, todas las riquezas que se encontrasen, debían serle entregadas para apartar el quinto real y distribuir lo restante, de manera equitativa, entre sus capitanes y la soldadesca; además, los esclavos indios debían ser herrados y confiscados para que Cortés dispusiera de ellos como más le conviniese. Juan y la joven india estaban muy angustiados porque no había dado parte de su hallazgo a Cortés, y en caso de ser descubierto sería ejecutado lo que implicaba que ya nunca más podría ver a su amada. Un buen día la joven le dijo a Juan que como ambos se querían con locura lo mejor sería que le herrase la cara y la convirtiera en su esclava. A la niña no le importaba perder su belleza con tal de permanecer al lado de su amante. Así se hizo Juan y herró ambas mejillas a su amada con un hierro al rojo vivo.

Culúa,  el cacique padre de la india, por mucho tiempo la estuvo buscando, hasta que alguien le informó que estaba con los españoles y era la esclava de uno de ellos, de un tal Cansino. Culúa, inmediatamente, acudió a ver Cortés para contarle lo que le habían hecho a su hija predilecta, la cual, a causa del herraje sufrido, había perdido se hermosura y se había convertido en una pobre esclava al servicio de Juan Cansino. El conquistador, conmovido ante la pena de Culúa, mandó apresar a Juan y ordenó que se instalase un cadalso en el Real, para que el desobediente joven pagara por sus delitos y fuese degollado.

Juan CansinoAnte  tan terrible situación, Juan Cansino  nombró su defensor al doctor Alonso Pérez. Sin embargo, de nada valieron las valiosas artes del letrado, ni sus argucias ni su sabiduría, pues Juan fue declarado culpable y merecedor de la pena que se le imponía. Sin muchas esperanzas, el joven le pidió a su abogado defensor que fuese a ver a Hernán Cortés para solicitarle una entrevista a solas. Cortés, magnánimo, le concedió la entrevista. Poco después, el capitán y Juan se encontraban en el sitio donde estaba ya construido el cadalso en que había de morir el enamorado raptor.

Los tambores de las capitanías estaban listos para tocar el redoble, las banderas se veían gachas en señal de luto, los conquistadores, tan sanguinarios y duros generalmente, estaban tristes y llorosos. Ante un terrible silencio, Hernán Cortés tomó la palabra: -Capitanes y soldados, Juan Cansino desobedeció y no hizo caso de mis ordenanzas, por lo cual le he sentenciado a  ser degollado. Ya está listo el cadalso, el hacha y el verdugo para que sea cumplida la sentencia. Sin embargo, yo soy una persona agradecida y siempre recordaré con gratitud que cuando me encontraba en la Isla La Española, preso y vejado, Juan Cansino me liberó con riego de perder su propia vida, la arriesgó para salvarme de una muerte segura. Por este hecho, del que siempre estaré agradecido, hoy yo le perdono la vida y conmutó la pena a ser desterrado a España.

Juan, emocionado y lleno de gratitud, abrazó a Cortés, al cacique Culúa y a la hermosa india de espectacular cabellera negra y lacia. Los tambores redoblaron alegres, las banderas ondearon al viento, todos los capitanes reían y se abrazaba de contento, y Juan Cansino fue llevado en hombros por todo en campamento Real. Culúa también perdonó a Juan.

Poco tiempo después, el soldado de Cortés y la bella esclava herrada, llegaron a Castilla, se establecieron en una modesta pero bonita y confortable casa, donde vivieron muy felices y tuvieron muchos mesticitos…

Sonia Iglesias y Cabrera

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Cuauhtlatoatzin. Leyenda colonial.

Juan Diego Cuauhtlatoatzin, El Águila que Habla, nació posiblemente el 5 de abril (o de mayo) del año de 1474, en Cuautitlán, -localidad que formaba parte del dominio mexica, asentada a veinte kilómetros de Tenochtitlan-, en el barrio de Tlayácac. Sus padres le pusieron el nombre de Cuauhtlatoatzin. Juan Diego pertenecía a la etnia chichimeca, era un pobre macehualli, gente del pueblo; no era ni noble ni sacerdote ni esclavo, era un pobre artesano que fabricaba mantas que vendía en su pueblo o en el mercado de Tlatelolco. Recibió el bautizo cristiano a manos de los padres franciscanos de Tlatelolco en el año de 1524. El encargado de bautizarlo fue fray Toribio de Benavente, llamado por los indios “Motolinia”; es decir, “el pobre”. En su bautismo recibió el nombre de Juan Diego y su esposa el de  María Lucía. Juan Diego era un hombre muy piadoso, razón por la cual los frailes le apreciaban. Cada semana, Cuauhtlatoatzin acudía a la iglesia de Tlatelolco a oír misa y a recibir el catecismo. Salía de Tultepec, su pueblo, muy de mañana, y siempre pasaba por el cerro del Tepeyac.

Según testimonio de los ancianos vecinos de Cuautitlán, recopilados en las informaciones jurídicas de 1666, en el Proceso Apostólico, Juan Diego llevó siempre una vida absolutamente ejemplar. Un testigo que le conoció, Marcos Pacheco, afirmaba que: era un indio que vivía honesta y recogidamente, buen cristiano y temeroso de Dios y de su conciencia, de muy buenas costumbres y modo de proceder. Otra persona que le conoció de nombre Andrés Juan, afirmaba que Juan Diego era un “santo varón”, elogios con los que concordaban todos los que le conocieron. Su carácter era reservado y místico. Le gustaba el silencio y las penitencias. Cuando su esposa murió en 1529, Cuauhtlatoatzin se fue a vivir con un tío suyo de nombre Juan Bernardino  que vivía en el pueblo de Tolpétlac, distante catorce kilómetros de la iglesia de Tlatelolco.

Leyenda ColonialSegún cuenta la leyenda, el sábado 9 de diciembre de 1531, cuando Juan Diego contaba con 57 años, se escuchó en el cerro del Tepeyac el hermoso canto de un pájaro tzinitzcan, que anunciaba la aparición de la Virgen María. Como es sabido la Virgen le pidió al indio Juan Diego que pidiese a las autoridades se le construyese un santuario. Fueron cuatro las apariciones divinas que tuvieron lugar entre el 9 y el 12 de diciembre. De este hecho quedaron algunos testimonios indígenas escritos, como la Crónica de Juan Bautista en la que se relatan algunos hechos acontecidos entre 1528 y 1586, y que constata: In Ypan xihuitl 1555 años icuac monextitzino in Santa Maria de Quatalupe in ompac Tepeyacac. Es decir, En el año de 1555 fue cuando se digno aparecer Santa María de Guadalupe, allá en Tepeyácac.

Otro documento importante en que se narra lo acontecido al indio Cuahtlatoatzin en el cerro del Tepeyac lo tenemos en el Nican Nipohua, escrito originalmente en náhuatl y posteriormente traducido al español. El Nican es una de las más importantes fuentes religiosas de dicho acontecimiento. Este documento fue escrito por don Antonio Valeriano (1520-1605), sabio indígena y alumno de fray Bernardino de Sahagún. En esta relación podemos leer:
Aquí se narra se ordena, cómo hace poco, milagrosamente se apareció la perfecta virgen santa maría madre de dios, nuestra reina, allá en el Tepeyac, de renombre Guadalupe.
Primero se hizo ver de un indito, su nombre Juan Diego; y después se apareció su Preciosa Imagen delante del reciente obispo don fray Juan de Zumárraga. (…)
Diez años después de conquistada la ciudad de México, cuando ya estaban depuestas las flechas, los escudos, cuando por todas partes había paz en los pueblos, así como brotó, ya verdece, ya abre su corola la fe, el conocimiento de Aquél por quien se vive: el verdadero Dios.
En aquella sazón, el año 1531, a los pocos días del mes de diciembre, sucedió que había un
Indito, un pobre hombre del pueblo. Su nombre era Juan Diego, según se dice, vecino de Cuauhtitlan, y en las cosas de Dios, no todo pertenecía a Tlatilolco.

Era sábado, muy de madrugada, venía en pos de Dios y de sus mandatos.
Y al llegar cerca del cerrito llamado Tepeyac ya amanecía. Oyó cantar sobre el cerrito, como el canto de muchos pájaros finos; al cesar sus voces, como que les respondía el cerro, sobremanera suaves, deleitosos, sus cantos sobrepujaban al del coyoltototl y del tzinitzcan y al de otros pájaros finos.
Se detuvo a ver Juan Diego. Se dijo: ¿Por ventura soy digno, soy merecedor de lo que oigo? ¿Quizá nomás lo estoy soñando? ¿Quizá solamente lo veo como entre sueños?
¿Dónde estoy? ¿Dónde me veo? ¿Acaso allá donde dejaron dicho los antiguos nuestros antepasados, nuestros abuelos: en la tierra de las flores, en la tierra del maíz, de nuestra carne de nuestro sustento; acaso en la tierra celestial?

Hacia allá estaba viendo, arriba del cerrillo, del lado de donde sale el sol, de donde procedía el precioso canto celestial, Y cuando cesó de pronto el canto, cuando dejó de oirse, entonces oyó que lo llamaban, de arriba del cerrillo, le decían: «Juanito,Juan Dieguito».
Luego se atrevió a ir a donde lo llamaban; ninguna turbación pasaba en su corazón ni ninguna cosa lo alteraba, antes bien se sentía alegre y contento por todo extremo; fue a subir al cerrillo para ir a ver de dónde lo llamaban. Y cuando llegó a la cumbre del cerrllo, cuando lo vio una doncella que ahí estaba de pie, lo llamó para que fuera cerca de ella Y cuando llegó frente a Ella mucho admiró en qué manera sobre toda ponderación aventajaba su perfecta grandeza. Su vestido relucía como el sol, como que reverberaba, y la piedra, el risco en el que estaba de pie, como que lanzaba rayos; el resplandor de ella como preciosa piedra, como ajorca… parecía la tierra como que relumbraba con los resplandores del arco iris en la niebla…

En referencia a la petición de la Virgen consta en el Nican Nipohua que le dijo: Sábelo ten por cierto, hijo mío el más pequeño… mucho deseo que aquí se levante mi casita sagrada.

Su deseo se cumplió, como lo podemos afirmar cinco siglos después…

Sonia Iglesias y cabrera

 


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Leyendas Mexicanas Época Colonial

Martín, el Mestizo y Martín, el Marqués.

Martín Cortés, el Mestizo, nació en 1523 o a principios de 1524. Fue hijo natural de Hernán Cortés y de la muy discutida Malitzin, doña Marina para los españoles. Martín contaba con dos años cuando se le separó de su madre y se le  entregó a Juan de Altamirano, primo del Capitán. Poco tiempo después, el jovencito de seis años marchó con su padre a España, cuando al Capitán acudió ante Carlos V para pedirle la aprobación de sus conquistas. En España su padre hizo que le nombrasen Caballero de la Orden de Santiago, de carácter religiosa y militar. Posteriormente, ocupó el cargo de paje de Felipe II, cuando aún no accedía al trono. En el año de 1563, regresó a la Nueva España junto con sus dos medios hermanos. Se le recibió como era debido por ser hijo de quien era, máxime que Cortés había obtenido, en 1529, que el papa Clemente VII legitimizara a los hijos bastardos.  Después de fungir como paje, el Mestizo  se convirtió en soldado de la milicia española. Hizo la guerra en el Piamonte y la Lombardía, participó en la batalla de San Quintín, y en la toma de Argel contra  piratas berberiscos.

El conquistador don Hernán Cortés tuvo a bien nombrar su heredero en el marquesado a su hermanastro del mismo nombre, considerado por la historia como un personaje estúpido y pleno de arrogancia. A Martín le benefició con una cuantiosa renta vitalicia.

En 1562, de regreso en la Nueva España, Martín, el Mestizo,  formó parte de la llamada Conspiración de Martín Cortés que lideraba su medio hermano, como protesta de las Leyes Nuevas, promulgadas en 1542, las cuales impedían a los encomenderos heredar a sus hijos las tierras que había recibido en encomienda. Los tres principales conspiradores fueron detenidos. Los tres eran hijos de don Hernán: el marqués que había heredado el título de marqués de Oaxaca, Luis, y Martín, el Mestizo. Además, participaron los hermanos González de Ávila, Alonso y Gil, quienes fueron sentenciados a morir degollados en el patíbulo de la Plaza Mayor. Después de un terrible revuelo que implicó más muertos y la restitución del virrey Gastón de Peralta, los revoltosos fueron apresados. Su aprensión quedó registrada en el siguiente documento de la época.

Luego como el marqués fue preso, sin que afuera se entendiese enviaron a llamar los oidores a Juan de Sámano, alguacil mayor, y le dieron mandamiento para prender los hermanos del marqués; el cual fue luego y halló a don Martín Cortés, que estaba muy descuidado, y llegó a él y le dijo: «Aquellos señores llaman a vuesa merced». Y él luego pidió la capa y la espada, y se la trajeron, y al ponerse la espa¬da, se la pidió el alguacil mayor y le dijo: «Esta no puede vuesa merced llevar, porque va preso». Y él le dijo: «Pues ¿por qué?» (que creyó lo mismo que su hermano el marqués). Y respondióle Juan de Sámano: «No lo sé, más de que me mandaron llevase a vuestra merced preso, y como a tal le llevaré». Y así bajaron.

Martín, el Mestizo, recibió terrible tormento. Se le aplicó el llamado “cordeles y jarras de agua” que consistía en apretarle las pantorrillas, los muslos, los brazos y los dedos con una cuerda, y en hacerle beber agua con la ayuda de un embudo. Martín no confesó ni acusó a nadie. Solamente repetía, adolorido: –¡He dicho la verdad, no tengo más que decir! Pasado el tormento se le condenó a pagar una fuerte multa que le arruinó, y al destierro en España junto con sus hermanos. En 1574, el rey decidió que los tres hermanos fuesen perdonados y exonerados de toda culpa

El Mestizo contrajo matrimonio con doña Bernaldina de Porras, con la cual tuvo un hijo de nombre Hernando Cortés, y una hija, doña Ana Cortés. Bajo las órdenes de Juan de Austria, hermano del rey Felipe II, hizo la guerra contra los moros en la famosa Rebelión de las Alpujarras, -cuando la población morisca del Reino de Granada se protestó contra la Pragmática Sanción de 1567, que se oponía a la práctica de la cultura mora- y en la cual participó también el Inca Garcilaso de la Vega (Gómez Suárez de Figueroa), escritor e historiador peruano, hijo de española e indígena. A finales del siglo XVI, posiblemente en 1595, Martín Cortés, el Mestizo murió.

Martín Cortés Zúñiga nació en el año de 1533 en Cuernavaca. Fue el Segundo Marqués del Valle de Oaxaca. Hijo de don Hernando Cortés y de Juana de Zúñiga, fue el único hijo legítimo del Capitán, y hermano menor de Martín Cortés, el Mestizo. En 1540 viajó a España en compañía de su padre para servir al rey Carlos I, y a su sucesor Felipe II. El 10 de agosto de 1557, convertido en militar, participó en la Batalla de San Quintín contra el ejército francés, comandado por el duque de Guisa,  y en la guerra contra los Países Bajos.

En España contrajo nupcias con doña Ana Ramírez de Arellano III, condesa de Morata de Jalón. En su regreso al virreinato de la Nueva España, lo acompañaron sus hermanos Martín, el Mestizo, y Luis.  Al llegar fue recibido con bombo y platillos, por su importancia como heredero del Marquesado de Oaxaca que contaba con mucho más poder económico que el virrey. En la Ciudad, la aristocracia lo agasajó con fiestas y banquetes. A poco después de su llegada, intentó aumentar las rentas de sus encomiendas, lo que le valió un cierto enfrentamiento con el virrey, quien le acusó con el rey de España, por lo que la Corona decidió quitar la perpetuidad de las encomiendas que en adelante sólo gozarían los hijos de los conquistadores, pero no sus nietos. Debido a ello, encabezó la famosa Conspiración de Martín Cortés, junto con su hermano del mismo nombre y otros compinches. En 1564, se le nombró capitán general, lo que le valió un fuerte enfrentamiento con la Audiencia de la ciudad que derivó en la sublevación de 1564, en la cual se le intentó coronar como rey de la Nueva España. A resultas de la frustrada rebelión, en 1567 fue procesado por las autoridades del virreinato y se le trasladó a la Península Ibérica para ser sentenciado. Se le quitaron sus propiedades, se le hizo pagar una multa y se le desterró a Orán, ciudad del noroeste de Argelia. Años después, en 1574, se le dio permiso de abandonar Orán, pero no de volver a la Nueva España.

Documentos de la época dan constancia del momento de su aprensión: Llegado que llegó el marqués y entró por las salas, iba diciendo: «Ea, que buenas nuevas hemos de tener». Acuérdome que llevaba vestida una ropa ele damasco larga, de verano, que era esto por julio, y encima un herreruelo negro, y su espada ceñida, y en entrando en el acuerdo, donde los oidores estaban, lo recibieron y dieron su asien¬to, y en sentándose, se levantó un oidor y se llegó a él y le dijo: «Déme vuesa señoría esa espada». Y dibsela, y luego le dijo: «Sea preso por Su Majestad». Juzgue aquí cada uno cuál quedaría el marqués, y qué sentirla; y dicen que respondió: «¿Por qué?» «Luego se dirá». No entendió que aquella prisión era por lo que fue, sino que debía haber venido en aquel pliego provisión del rey para prenderle.

Martín Cortés Zúñiga murió en Madrid, España, el 13 de agosto de 1589 a los 53 años de edad.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Leyendas Mexicanas Época Colonial

Pedro de Alvarado, el cruel. Leyenda colonial.

Pedro de Alvarado y Contreras nació en Badajoz, Extremadura, España, en el año de 1485. Conquistador de corazón, participó en varias conquistas antes de tomar parte en la de Mexico-Tenochtitlan al lado de su rival en crueldad don Hernán Cortés. Su carácter era enérgico, violento, y sanguinario. Por ser alto y rubio, los indígenas de México le dieron el apodo de Tonatiuh, el Sol, considerándolo, en un principio, la encarnación de dicha deidad. Pero su deificación pronto quedó borrada al destacarse como poseedor de los más terribles pecados y desenfrenos.

A la edad de 27 años, llegó a la isla La Española, situada en el Archipiélago de las Antillas Mayores, descubierta por Cristóbal colón en 1492. Lo acompañaban sus hermanos Jorge, Gonzalo, Gómez, Hernando, y Juan. En 1512, Pedro de Alvarado formaba parte del séquito de Diego Colón, hijo de Cristóbal Colón, virrey de las Indias, cuyo gobierno se encontraba en Santo Domingo. Transcurrido un año, Alvarado emprendió la conquista de Cuba bajo las órdenes de don Diego Velázquez. En 1518, junto con Juan de Grijalva, Pedro de Alvarado llegó a las costas de Yucatán y del Golfo de México; descubrió Cozumel y fundó, en la desembocadura del río Papaloapan, una villa a la que llamó Alvarado.

Poco tiempo después, se convirtió en el primer capitán de Hernán Cortés. Peleó contra los tlaxcaltecas dirigidos por Xicoténcatl Axayacatzin, tlatoani del señorío de Tizatlán, a quien venció. Como regalo por la victoria hispana, los tlaxcaltecas obsequiaron a Hernán Cortés una de las hijas de Xicoténcatl El Viejo, a quien se bautizó con el nombre de doña Luisa; pero éste la rechazó y se la otorgó a don Pedro. Con Luisa Alvarado procreó una hija, Leonor; y un hijo al que le puso su mismo nombre: Pedro. Leonor acabaría casándose con el duque de Albuquerque don Francisco de la Cueva.
En 1520, Alvarado que había quedado al mando de las tropas, pues Cortés había ido a combatir a Pánfilo de Narváez, futuro gobernador de Florida. Alvarado se quedó con una compañía de ochenta soldados para resguardar a Moctezuma Xocoyotzin ya hecho prisionero y pelele de los españoles. Alvarado consideró que su posición militar era débil con tan poca tropa y además rodeado de los mexicas enojados y exacerbados por la tibieza de su tlatoani. Ante esta situación, Tonatiuh decidió llevar a cabo la terrorífica Matanza del Templo Mayor de Tenochtitlan llamada la Matanza de Tóxcatl. El nefasto día del 20 de mayo de 1520, los mexicas se encontraban celebrando, tranquilamente, la ceremonia a los dioses Tezcatlipoca, Espejo Humeante, y Huitzilopochtli, Colibrí Zurdo.

Según relata Bernal Díaz del Castillo, los mexicas trataban de asesinar a don Pedro durante la fiesta Tóxcatl, quien se encontraba sumamente disgustado por la celebración de la tal fiesta de carácter francamente pagano. Por otra parte, Alvarado estaba resentido porque los mexicas habían quitado para la ceremonia las imágenes de la Virgen María y de la Cruz que habían colocado los conquistadores en el templo de Huitzilopochtli. Sin embargo, los mexicas habían solicitado con tiempo el permiso a Pedro de Alvarado para efectuar la celebración, y éste había lo había autorizado escondiendo, solapadamente, sus verdaderos propósitos. Cuando los señores mexicas danzaban completamente desarmados, las tropas hispanas cerraron las salidas del Templo Mayor y dispararon contra los nobles tenochcas. Tasajeaban y acuchillaban con las espadas, atacaban por la espalda; cabezas y brazos volaban por doquier, desgarraban cuerpos, herían muslos y pantorrillas, destrozaban abdómenes y arrastraban los intestinos. Los nobles corrían, pero no lograban ponerse a salvo. Habían caído en una trampa mortal. Los muertos fueron incontables. Los españoles se refugiaron en las casas que los mexicas habían puesto a su disposición, y procedieron a apresar a Moctezuma Xocoyotzin. Veintidós años después, Fray Bartolomé de las Casas en una relación enviada a Carlos V, relataría:
[…] e comienzan con las espadas desnudas a abrir aquellos cuerpos desnudos y delicados, e a derramar aquella generosa sangre, que uno no dejaron a vida […] Fue una cosa ésta que a todos aquellos reinos y gentes puso en pasmo y angustia y luto e hinchó de amargura y dolor; y de aquí a que se acabe el mundo o ellos del todo se acaben, no dexarán de lamentar y cantar […] aquella calamidad e pérdida de la sucesión de toda su nobleza […]

Una vez cumplida la terrible matanza, Alvarado fue “amonestado” por Hernán Cortés quien acudió presuroso a Tenochtitlan a preparar la defensa de la ciudad, y a sufrir la derrota que el 30 de junio de 1520 padecieran en las afueras de Tenochtitlan y conocida como la Batalla de La Noche Triste. Alvarado se salvó por un pelo saltando con su lanza los puentes de la acequia de Tacuba; a esta acción se la conoce como el Salto de Alvarado, la cual dio origen al nombre de la calle Puente de Alvarado, situada en la antigua calzada que conducía al señorío de Tlacopan.

Poco después de la caída de Mexico-Tenochtitlan, Pedro de Alvarado participó en la Conquista de Guatemala, en 1524, pertrechado con tropas formadas por españoles e indios tlaxcaltecas y cholultecas. Vencida Guatemala Tonatiuh fue nombrado alguacil mayor de los Caballeros de Guatemala, El Salvador, y Honduras.

En 1527, Alvarado marchó a España a fin de entrevistarse con Carlos V de quien recibió los nombramientos de gobernador, capitán general y adelantado de Guatemala. Cuando regresó a América en 1529, el entonces gobernador de Nueva España le apresó y sometió a juicio. Pero Tonatiuh contaba con la protección de Hernán Cortés quien  intervino para que quedase en  libertad.
Después de un fracasado intento de participar en la conquista de los Andes, en 1541 participó en la llamada Guerra del Mixtón emprendida contra grupos indígenas chichimecas de Nueva Galicia. En la contienda Pedro de Alvarado fue arrollado por el caballo de un compañero torpe en el momento que las tropas españolas huían de los indios comandados por el caxcán Francisco de Tenamaxtle, en Nochistlán, al sur del actual estado de Zacatecas. Malherido, Tonatiuh murió unos cuantos días después del accidente, el 4 de julio de 1541. Se le enterró en la iglesia de Tiripetio, Michoacán. Poco tiempo después, su hija, doña Leonor Alvarado Xicoténcatl le traslado a una cripta de la Catedral de San José de Santiago de Guatemala, junto a la Sinventura, la mujer que fuera su esposa: doña Beatriz de la Cueva.

Sonia Iglesias y Cabrera


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Leyendas Mexicanas Época Colonial

Ixtolinque, el cacique traidor.

Don Juan de Guzmán Ixtolinque gobernó en Coyoacán en los inicios de la etapa colonial de México. Coyoacán formaba parte de los principales tlahtocáyotin, señoríos al mando de un tlatoani, cuando acaeció la conquista española. Don Juan estaba unido por lazos de parentesco con los linajes de la ciudad de Mexico-Tenochtitlan, en ese momento gobernada por el indeciso Moctezuma Xocoyotzin.

El padre de Ixtolinque fue Cuauhpopoca (¿-Tenochtitlan 1519), Águila Humeante, Señor de Coyoacán hasta su bárbara ejecución a manos de Hernán Cortés y sus compinches en 1519, por habérsele acusado de la muerte a soldados españoles durante la batalla de Nautla. Cuauhpopoca se presentó ante Cortés acompañado de su hijo y de quince principales participantes del consejo mexica, y el Capitán procedió a apresarlo. Se le quemó en la hoguera frente al Palacio de Moctezuma, sito en la Plaza del Templo mayor en Tenochtitlan, junto a los otros presos. Antes de quemarlo Hernán Cortés le puso grilletes y le dijo: -Quien mata, merece que muera, según ley de Dios. Esto sucedía poco tiempo antes de la batalla de la Noche Triste.

La madre de don Juan  se llamó Huitzilatzin y muy poco se sabe de ella, aunque se conoce que pertenecía al linaje de Huitzilopochco (hoy Churubusco). Cuando murió su hermano, Hernando Cetochtzin, quien había gobernado Coyoacán por muy poco tiempo y fue muerto durante una expedición de Hernán Cortés a Guatemala en 1525, Ixtolinque tomó el mando del Señorío de Coyoacán de 1525 a 1569. Cetochtzin también fue víctima de la crueldad hispana, pues después de participar en la heroica defensa de Mexico-Tenochtitlan, lo apresaron los españoles junto con Cuauhtémoc, y le ahorcaron el 28 de febrero de 1525.

Ixtolinque

Como Ixtolinque se hizo muy amigo y aliado de Hernán Cortés, a quien le fue fiel a pesar de los crímenes que cometió contra su padre y hermano, y a insistencia suya, en Coyoacán se estableció el segundo ayuntamiento que conoció la Nueva España, y la primera sede del gobierno colonial. En Coyoacán se estableció Cortés mientras se edificaba la Ciudad de México, y formó el marquesado del Valle. Tanta era la lealtad que le tenía don Juan que en una ocasión salvó al capitán del ataque de los indios sublevados en Cuernavaca. Arteramente, dio muerte con una flecha al jefe de los indios. Asimismo, ayudó a los españoles en las batallas libradas en la conquista de Oaxaca, y en el Valle de México derrotó a los indios que se habían escondido en las montañas.

A fin de quedar bien con Cortés y, por ende, con el rey de España Carlos V, se convirtió al catolicismo, recibió el bautizo y le fue otorgado el nombre de Juan de Guzmán Ixtolinque. Ante tanta servidumbre disfrazada de lealtad, la Corona Española le devolvió las tierras que habían sido de su familia y recibió el nombramiento de Gobernador de Coyoacán. Además, por Cédula Real del 18 del 6 de enero de 1578, se le otorgaron el escudo de armas y el título de nobleza por haber matado de un flechazo al principal de Cuernavaca, enemigo acérrimo del Capitán, La descripción del escudo consta en un documento de la época y empieza: …en el cuarto superior dos tigres empinados en campo de oro, y en el quarto inferior un León de oro… barreado de negro que es la divisa que el dicho príncipe que vos matasteis llevada vestida con un plumaje verde y oro en la cabeza y dos saetas de oro en las manos. En campo colorado, y en el quarto de abajo un peñón, y enzima de él una águila rampante puesta al vuelo en campo colorado y en el otro quarto tres flores de lis blancas…

Las tierras de Juan Guzmán Ixtolinque abarcaban un gran territorio, pues comprendían desde Tizapán hasta Churubusco; en el este llegaban hasta las orillas de Xochimilco; y por el norte colindaban con Tacubaya. Además, poseía una enorme finca en Chimalistac, “el lugar del escudo blanco”, lugar dependiente del Señorío de Coyoacán.
Este cuestionable personaje contribuyó a la construcción de un convento de padres dominicos en Coyoacán, mismo que se edificó sobre las ruinas de un Calmecac, la tradicional escuela para nobles indígenas. El convento se inauguró en 1529, y el templo adjunto recibió el nombre de San Juan Bautista, el cual aún existe en el centro de Coyoacán. Debido a que la ideologización católica les era imprescindible a los dominicos para ejercer mayor control entre los indios, pidieron permiso a Ixtolinque para edificar más iglesias y otro convento en la zona de Coyoacán, ya que la de San Juan Bautista pronto fue insuficiente. El gobernador accedió a las demandas, pues siempre quería quedar bien con las autoridades religiosas y seglares. Así, surgieron una ermita fabricada en adobe dedicada a la Virgen del Rosario, que en 1554 se agrandó con un convento; y en 1596, se edificó la iglesia Santo Domingo.

Ixtolinque se casó con una sobrina de Carlos Ometochtzin, Señor de Texcoco, miembro de la nobleza acolhuacana, ejecutado en la hoguera en 1539, por no querer acoger la religión católica y seguir practicando la religión mexica. Don Juan de Guzmán Ixtolinque murió en 1569. Su gobierno había durado cuarenta y cuatro años.
Don Juan vivió mucho tiempo, tuvo una larga vida. Le sucedió en el cacicazgo de Coyoacán su hijo Felipe de Guzmán Ixtolinque, quien murió, en 1573, a los cuatro años de ejercer la gubernatura. Antes de pasar a mejor vida, cumplió con los deseos de su padre de entregar a la orden carmelita parte del terreno de una huerta situada junto a Chimalistac, donde se encontraba, en su límite con San Jacinto, una ermita dedicada a San Felipe.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Leyendas Mexicanas Época Colonial

Las apariciones de la Virgen de Guadalupe.

La compuesta de flores maravilla.
Divina protectora Americana,
Que a ser se pasa Rosa Mexicana
Apareciendo Rosa de Castilla.

Sor Juana Inés de la Cruz

La mañana del día 9 de diciembre de 1531, muy tempranito, un indio mexicano, natural de Cuautitlán, llamado Cuahtlatoatzin, bautizado Juan, y por sobrenombre Diego, acudía desde su pueblo Tolpétlac a oír misa al templo de Santiago el Mayor, Patrón de España, ubicado en el barrio de Tlatelolco. Cuando al llegar el alba arribó al pie del cerro del Tepeyac, oyó que de la cima provenía un dulce y melodioso canto de pajarillos que se esparcía por todo el lugar.

Asombrado, volteó hacia el sitio de donde procedía tal prodigio y vio una nube blanca y resplandeciente rodeada de un colorido arco iris. Súbitamente, escuchó una dulcísima voz que le hablaba en lengua náhuatl, al tiempo que vio una hermosa señora que decía:

-Hijo mío, Juan Diego, a quien amo tiernamente como a pequeñito y delicado, a dónde vas?
A lo que Juan Diego le respondió:

-Voy, noble dueña y señora mía, a México al barrio de Tlatelolco a oír la misa que nos muestran los ministros de Dios y sustitutos suyos.

Seguido lo cual, la Virgen hizo su famosa petición:

-Sábete, hijo mío, muy querido, que soy yo la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios, Autor de la Vida, Creador de Todo y Señor del Cielo y de la Tierra, que está en todas partes, y es mi deseo que se me labre un templo en este sitio, donde, como Madre piadosa tuya y de tus semejantes, mostraré mi clemencia amorosa, y la compasión que tengo de los naturales y de aquellos que me aman y buscan y de todos los que solicitaren mi amparo, y me llamaren en sus trabajos y aflicciones; y donde oiré sus lágrimas y ruegos, para darles consuelo y alivio; y para que tenga efecto mi voluntad, has de ir a la ciudad de México, y al palacio del Obispo, que allí reside, a quien dirás que yo te envío, y como es gusto mío que me edifique un templo en este lugar, le referirás cuanto has visto y oído, y ten por cierto tú, que te agradeceré lo que por mí hicieras en esto que te encargo, y te afamaré y sublimaré por ello; ya has oído, hijo mío mi deseo; vete en paz, y advierte que te pagaré el trabajo y diligencia que pusieres; así harás en esto todo el esfuerzo que pudieres.

Ante esta divina petición, Juan Diego acudió presto a entrevistarse con fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México, quien desconfiado del relato del indio, no le creyó y le despidió pidiéndole que volviese en unos días. Desalentado Juan Diego por la poca credibilidad que otorgó Zumárraga a su relato, por la tarde regresó al Tepeyac para informar a la Virgen del fracaso de su misión y pedirle que encomendara la tarea a alguien más importante y respetado que un simple indio. Sin embargo, María Santísima insistió en que debía regresar al otro día a llevar de nueva cuenta su petición al obispo. El indio aceptó con profunda humildad y al día siguiente, domingo 10 de diciembre, después de oír misa, Juan Diego volvió al palacio del obispo, humillado y con lágrimas en los ojos. Ante tanta insistencia Zumárraga empezó a dudar y formuló ciertas preguntas al indio, al tiempo que le pedía  algún prodigio o señal que le indicase que, efectivamente, se trataba de la Madre de Dios. Entonces, Juan Diego se marchó, seguido de cerca por frailes menores encargados por el obispo de espiarle en sus pesquisas; pero, misteriosamente le pierden la pista una vez llegado al cerro. El indio le hizo saber a la Virgen la petición del prelado y le instó a regresar al día siguiente, para darle la señal demandada. Pero, el 11 de diciembre Juan Diego faltó a la cita con la Virgen debido a que su tío Bernardino, a quien quería mucho y era como su padre, tuvo fiebre muy alta causada por la enfermedad llamada por los indios cocoliztli. Fue tan mal curado por los médicos indios que fue necesario llamar a los religiosos de Tlatelolco para que le diesen la Extremaunción. Así, la madrugada del 12 de diciembre, Juan acudió a Tlatelolco evitando pasar por el sitio de las apariciones. La Virgen, al darse cuenta de la maniobra, se le apareció por el paraje por donde iba Juan Dieguito y lo interceptó preguntándole hacia dónde se dirigía. El indio, apenado, le explicó a la Madre del Señor la razón de su incumplimiento, a lo cual la Virgen le ordenó que fuese a lo alto del cerro a recoger rosas en su ayate y se las entregase a Zumárraga y díjole:

-Ves aquí la señal que has de llevar al obispo, y le dirás que por señas de estas rosas, haga lo que le ordeno…

Maravillado Juan Diego de encontrar rosas en un cerro tan yermo, agarró las más que pudo y se dirigió a la ciudad de México. Llegó ante Zumárraga, desplegó la tilma, cayeron las rosas al suelo, y apareció la imagen de la Virgen de Guadalupe tal como la conocemos hoy en día, plasmada en la más humilde de las vestimentas.

Más tarde, el obispo y otros clérigos acompañaron a Juan Diego a su casa, donde el tío Bernardino, sano y contento, relató que se le había aparecido la Virgen para devolverle la salud e indicarle que, de ahora en adelante, la nombraran la Virgen María de Guadalupe.

En cuanto al divino ayate, fue guardado por el Obispo de México en su capilla particular y, poco después, llevado al altar mayor de la Catedral, para que todo el pueblo pudiese admirar tal portento.

Hoy, la sagrada imagen de la Virgen aparece en el interior de los hogares, en comercios, en los talleres, en los transportes, en las fachas de las casas y aun en los altares de muertos. Con su nombre se llama a miles de mujeres mexicanas. En todo México su presencia se enraíza profundamente, cohesiona y da identidad a los mexicanos. La devoción guadalupana es profunda, impulsa constantemente a los peregrinos a asistir a la Villa de Guadalupe desde los más remotos confines de México y aun del extranjero. La asistencia a la Basílica constituye una forma de venerarla, sobre todo el 12 de diciembre cuando diversas manifestaciones de la religiosidad popular se congregan confundidas en un sincretismo ancestral en que se funden lo indígena con lo español, para dar vida a la fiesta más importante de nuestro calendario ritual.

Sonia Iglesias y Cabrera