La luna llena placidamente las inmensas y obscuras rocas del monte… Los bosques a lo lejos se esfuman con largas sombras. Canta el cenzontle; negras aves aleteando lentamente pasan ocultando a veces con fugitiva marcha el rostro redondo y blanco del astro nocturno.
Y allá en el fondo del valle silencioso y pálido, brillan los grandes lagos en cuya superficie de plata bruñida irase la sombría silueta de la Gran Tenochtitlan.
De pronto unese al murmullo de la noche, vago y enorme, un canto tristísimo, doloroso, que vibraba en las soledades como un gemido de muerte. Súbitamente se apagó.
Por entre los matorrales una sombra gigantesca que avanzaba monstruosa al ras del suelo, se detuvo en el instante en que la voz doliente que cantaba se extinguía.
¿De quién era aquél acento melancólico? ¿De quién era la sombra gigantesca?
−¡Oh! Virgen de blanco huipilli, ¿por qué tan sola?…
Tu eres maravillosamente bella ¿cómo es posible que vagues en estos desiertos montes sola, sin temor a las fieras ni a los vagabundos espías enemigos de nuestro Gran Tecutli, el poderoso mexica?
Tu traje albo, tu belleza gentil y tu adorable juventud, me demuestran claramente que perteneces a las jóvenes doncellas de noble estirpe, que se educan para bien de la patria, en el sagrado Czlmecac, donde los sacerdotes del sol preparan el porvenir de la valiente raza Tenochca. Di encantadora doncella, ¿qué dios maligno te arrebato del sacro donde en este momento tus compañeras nubiles, hunden sus gallardas formas en el Czapan, la primorosa alberca de cristalinas aguas?…
Alto mancebo de noble porte, llevando el Cahuipilli gris sin mangas y cuyos brazos teñidos de negro de obsidiana, eran fuertes y hermosos, era el que hacía proyectar sobre malezas del monte la sombra larga y fantástica, y era el también que con ceremoniosas palabras y frases delicadamente escogidas, habiase dirigido
a una mujer airosa y joven, vestida de primoroso huipilli blanco.
−¡Desdichado mancebo!, tres veces sea maldita la hora en que recibió el baño del bautismo: el sacerdote oráculo me aseguró que el hombre que encontraría en noche azul y blanca como esta, tendría que ser mi esposo… y no sabes quien soy, infeliz yaoquisque, de humilde raza! Pobre guerrero sin nobles padres, no
gloriosas hazañas, que aún te enseñan el arte de los combates en el Teocalli, el colegio de los jóvenes plebeyos!… Yo soy la hija mayor de Moctezuma, pero tan infausta fue la suerte que para mi predijo el Augur−sacerdote en las solemnidades de mi nacimiento, que soy la única doncella de sacro Calmecac que vaga sola por los bosque en las noches de luna para encontrar el esposo que me puede dar la felicidad…
Pero, ¡hay de mi y de ti!, no siendo tu educado con los principales mancebos de la casa sacerdotal, ni hijo de Teeuhtli, ni de señor noble laguno, tenemos que sucumbir en el sacrificio de la fiesta del sol, dentro de cuatro
lunas… aterrado escuchó el joven yaoquisque −guerrero humilde aún− las palabras de la misericordiosa doncella vagabunda, sujeta por el augur de su destino a abandonar el sagrado recinto del Calmecac insigne, para vagar por los montes, las noches en que pura y radiante y en su plena gloria de esplendor, la luna iluminase los campos, leguas y leguas fuera de Tenochtitlan.
Comprende el mancebo que su humilde origen no le permitía desposar libremente a la hija del Teculli con su regio Cacli de oro, el único que bebía el Octli blanco de los festines, en jícaras incrustadas de ópalos y perlas. Y, sin embargo, ¡oh terrible voluntad de los dioses!. Tenia que cumplirse su destino, desposándose con ella,
aunque no pudiera nadie asistir al banquete familiar, ni dar con su propia mano en la boca de su esposo, el primer bocado que marcaban los divinos rituales de su región!
Por el contrario, abominada ella por el pueblo, por las doncellas del Calmecac, en que se había educado con tanto esmero; el befado, lapidado por sus compañeros los mancebos que se adiestraban para la guerra de los dioses y la patria, en el fuerte de Tepuchcalli, iría al templo de Quetzalcóatl una sola doncella…¡que afrenta!
Muchos instantes permanecieron absortos los infelices jóvenes, bajo el peso del cruel augurio de su destino, anonadados, sin intentar revelarse, mirando en sus imaginaciones torturadas por el dolor, el día fatal de su muerte sin gloria, ni provecho para la patria… ¡Desventurados!
Al fin el joven yaoquisque levantó su cabeza, tan solo adornada por una pluma de águila, y sacudiendo los brazos pintados de negro exclamó: