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Leyendas Cortas

Aparición de un anima del Purgatorio

Leyenda de la epoca colonial

En la villa de Toluca (que es del marques del Valle), una mujer española, llamado Isabel Hernández, viéndose atribulado, fué á su confesor, que se decia Fr. Benito de Pedroche, cómo estando acostada en su cama, habia visto al amanecer un hombre colgado en su aposento, con el hábito de la misericordia. El confesor le dijo, que lo conjurase si tenia ánimo para ello, y le enseño el modo como lo habia de hacer. Aparecióle este hombre otras dos ó tres veces, hasta que un día, á la misma hora, estando ella acostada en su cama con otras mujeres, por el temor que tenía, vió la misma visión, y lo conjuró y preguntó qué era lo que queria.

El hombre le dijo quién era, y cómo habia que estaba en purgatorio, porque habia levantado un falso testimonio á una doncella que queria casar un sacerdote honrado, llamado Antonio Fraile, por lo cual la doncella no se casó. Y que se había confesado de aquel pecado y tenido de él contricción; mas por cuanto no le habia restituido la honra, penaba todavia en el purgatorio. Y que para muestra de la verdad que decia, que le preguntasen al Antonio Fraile si esto era asi. Y que por morir fuera de México no le habia vuelto la honra; que de su parte se la volviesen y le mandase decir algunas misas, porque luego saldria de purgatorio, y asi se las dijeron, y nunca más pareció.

Hízose averiguación de esto en México, y hallóse ser todo así, y á aquella mujer se le volvió la honra, aunque ya era casada cuando sucedio. No se descubre el nombre del difunto por su honra.

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Leyendas Mexicanas Época Colonial

Aparición de un anima del Purgatorio

Leyenda de la epoca colonial

En la villa de Toluca (que es del marques del Valle), una mujer española, llamado Isabel Hernández, viéndose atribulado, fué á su confesor, que se decia Fr. Benito de Pedroche, cómo estando acostada en su cama, habia visto al amanecer un hombre colgado en su aposento, con el hábito de la misericordia. El confesor le dijo, que lo conjurase si tenia ánimo para ello, y le enseño el modo como lo habia de hacer. Aparecióle este hombre otras dos ó tres veces, hasta que un día, á la misma hora, estando ella acostada en su cama con otras mujeres, por el temor que tenía, vió la misma visión, y lo conjuró y preguntó qué era lo que queria.

El hombre le dijo quién era, y cómo habia que estaba en purgatorio, porque habia levantado un falso testimonio á una doncella que queria casar un sacerdote honrado, llamado Antonio Fraile, por lo cual la doncella no se casó. Y que se había confesado de aquel pecado y tenido de él contricción; mas por cuanto no le habia restituido la honra, penaba todavia en el purgatorio. Y que para muestra de la verdad que decia, que le preguntasen al Antonio Fraile si esto era asi. Y que por morir fuera de México no le habia vuelto la honra; que de su parte se la volviesen y le mandase decir algunas misas, porque luego saldria de purgatorio, y asi se las dijeron, y nunca más pareció.

Hízose averiguación de esto en México, y hallóse ser todo así, y á aquella mujer se le volvió la honra, aunque ya era casada cuando sucedio. No se descubre el nombre del difunto por su honra.

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Leyendas Cortas

Leyenda de Juan de Ruiz

Leyenda de la epoca colonial

Existe una peña por el camino a Tlamacas donde según nos cuenta esta leyenda se aparece el demonio.

Se dice que hasta ahí se llegó un hombre pobre llamado Juan Ruiz y que hizo un pacto con el demonio firmándolo con su propia sangre. Después de este hecho, se dice que lo visitaba en su casa un hombre muy elegante y que se escuchaba como si descargara dinero. De ahí, Juan Ruiz se hizo rico. Al pasar el tiempo, él empezó a comportarse muy extraño e inquieto. Sus familiares, alarmados, lograron que confesara los motivos de su inquietud, él les dijo entonces que pagaría con su alma el pacto con el demonio. Pero lo más alarmante era que también parte de su familia entraba en el pacto. Poco después Juan Ruiz huyó al monte, sus familiares y vecinos se lanzaron en su búsqueda, armados de ceras, palmas y agua bendita. Casi lo alcanzaron cuando aún se hallaba muy lejos de la peña maldita, pero se dice que cuando estaban cerca de lograrlo, se apareció una nube negra y al desaparecer ésta, él ya iba muy lejos nuevamente.

Siguiendo sus huellas, descubrieron con mucho temor que una de sus pisadas era humana y que la otra era de un macho cabrío. Después encontraron uno de sus huaraches, y al llegar a la cueva de la peña encontraron el otro; las pisadas que hallaron eran totalmente de bestia. En la peña, a la entrada de la cueva, había un letrero escrito con sangre que decía: "aquí en esta cueva se da de alta Juan Ruiz". La gente regresó al pueblo ya que nada pudieron hacer .

Con el paso del tiempo, la familia de Juan Ruiz volvió a quedar muy pobre.

Un día, en el Río de la Verdura, a la altura de la calle Xicoténcatl, el puente, de los cuales dos eran de Juan Ruiz. De manera inexplicable la corriente se llevó únicamente a los dos niños de Juan. Dos cuadras adelante lograron rescatar a uno de ellos y al otro lo rescataron hasta el pueblo vecino, donde se ensancha el río.

Nos dice la leyenda que muchos descendientes de Juan Ruiz han muerto en forma trágica. Los lugareños dicen que debido al pacto que él hizo con el, demonio.

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Puebla

Leyenda de Juan de Ruiz

Leyenda de la epoca colonial

Existe una peña por el camino a Tlamacas donde según nos cuenta esta leyenda se aparece el demonio.

Se dice que hasta ahí se llegó un hombre pobre llamado Juan Ruiz y que hizo un pacto con el demonio firmándolo con su propia sangre. Después de este hecho, se dice que lo visitaba en su casa un hombre muy elegante y que se escuchaba como si descargara dinero. De ahí, Juan Ruiz se hizo rico. Al pasar el tiempo, él empezó a comportarse muy extraño e inquieto. Sus familiares, alarmados, lograron que confesara los motivos de su inquietud, él les dijo entonces que pagaría con su alma el pacto con el demonio. Pero lo más alarmante era que también parte de su familia entraba en el pacto. Poco después Juan Ruiz huyó al monte, sus familiares y vecinos se lanzaron en su búsqueda, armados de ceras, palmas y agua bendita. Casi lo alcanzaron cuando aún se hallaba muy lejos de la peña maldita, pero se dice que cuando estaban cerca de lograrlo, se apareció una nube negra y al desaparecer ésta, él ya iba muy lejos nuevamente.

Siguiendo sus huellas, descubrieron con mucho temor que una de sus pisadas era humana y que la otra era de un macho cabrío. Después encontraron uno de sus huaraches, y al llegar a la cueva de la peña encontraron el otro; las pisadas que hallaron eran totalmente de bestia. En la peña, a la entrada de la cueva, había un letrero escrito con sangre que decía: "aquí en esta cueva se da de alta Juan Ruiz". La gente regresó al pueblo ya que nada pudieron hacer .

Con el paso del tiempo, la familia de Juan Ruiz volvió a quedar muy pobre.

Un día, en el Río de la Verdura, a la altura de la calle Xicoténcatl, el puente, de los cuales dos eran de Juan Ruiz. De manera inexplicable la corriente se llevó únicamente a los dos niños de Juan. Dos cuadras adelante lograron rescatar a uno de ellos y al otro lo rescataron hasta el pueblo vecino, donde se ensancha el río.

Nos dice la leyenda que muchos descendientes de Juan Ruiz han muerto en forma trágica. Los lugareños dicen que debido al pacto que él hizo con el, demonio.

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El Callejón del Muerto

Leyenda de la epoca colonial

Corría el año de 1600 y a la capital de la Nueva España continuaban llegando mercaderes, aventureros y no pocos felones, gentes de rompe y razga que venían al Nuevo Mundo con el fin de enriquecerse como lo habían hecho los conquistadores. Uno de esos hombres que llegaba a la capital de la Nueva España con el fin de dedicarse al comercio, fue don Tristán de Alzúcer que tenía un negocio de víveres y géneros en las Islas Filipinas, pero ya por falta de buen negocio o por querer abrirle buen camino en la capital a su hijo del mismo nombre, arribó cierto día de aquél año a la ciudad.

Después de recorrer algunos barrios de la antigua Tenochtitlán don Tristán de Alzúcer se fue a radicar en una casa de medianía allá por el rumbo de Tlaltelolco y allí mismo instaló su comercio que atendía con la ayuda de su hijo, un recio mocetón de buen talante y alegre carácter.

Tenía este don Tristán de Alzúcer a un buen amigo y consejero, en la persona de su ilustrísima, el Arzobispo don Fray García de Santa María Mendoza, quien solía visitarlo en su comercio para conversar de las cosas de Las Filipinas y la tierra hispana, pues eran nacidos en el mismo pueblo. Allí platicaban al sabor de un buen vino y de los relatos que de las islas del Pacífico contaba el comerciante.

Todo iba viento en popa en el comercio que el tal don Tristán decidió ampliar y darle variedad, para lo cual envió a su joven hijo a la Villa Rica de la Vera Cruz y a las costas malsanas de la región de más al Sureste.

Quiso la mala suerte que enfermara Tristán chico y llegara a tal grado su enfermedad que se temió por su vida. Así lo dijeron los mensajeros que informaron a don Tristán que era imposible trasladar al enfermo en el estado en que se hallaba y que sería cosa de medicinas adecuadas y de un milagro, para que el joven enfermo de salvara.

Henchido de dolor por la enfermedad de su hijo y temiendo que muriese, don Tristán de Alzúcer se arrodilló ante la imagen de la Virgen y prometió ir caminando hasta el santuario del cerrito si su hijo se aliviaba y podía regresar a su lado.

Semanas más tarde el muchacho entraba a la casa de su padre, pálido, convalesciente, pero vivo y su padre feliz lo estrechó entre sus brazos.

Vinieron tiempos de bonanza, el comercio caminaba con la atención esmerada de padre e hijo y con esto, don Tristán se olvidó de su promesa, aunque de cuando en cuando, sobre todo por las noches en que contaba y recontaba sus ganancias, una especie de remordimiento le invadía el alma al recordar la promesa hecha a la Virgen.

Al fin un día envolvió cuidadosamente un par de botellas de buen vino y se fue a visitar a su amigo y consejero el Arzobispo García de Santa María Mendoza, para hablarle de sus remordimientos, de la falta de cumplimeinto a la promesa hecha a la Virgen de lo que sería conveniente hacer, ya que de todos modos le había dado las gracias a la Virgen rezando por el alivio de su v&aacutestago.

-Bastará con eso, -dijo el prelado-, si habéis rezado a la Virgen dándole las gracias, pienso que no hay necesidad de cumplir lo prometido.

Don Tristán de Alzúcer salió de la casa arzobispal muy complacido, volvió a su casa, al trabajo y al olvido de aquella promesa de la cual lo había relevado el Arzobispo.

Más he aquí que un día, apenas amanecida la mañana, el Arzobispo Fray García de Santana María Mendoza iba por la calle de La Misericordia, cuando se topó a su viejo amigo don Tristán de Alzúcer, que p&aacutelido, ojeroso, cadavérico y con una túnica blanca que lo envolvía, caminaba rezando con una vela encendida en la mano derecha, mientras su enflaquecida siniestra descansaba sobre su pecho.

El Arzobispo le reconoció enseguida, y aunque estaba más p&aacutelido y delgado que la última vez que se habían visto, se acercó para preguntarle.

– A dónde váis a estas horas, amigo Tristán Alzúcer?

– A cumplir con la promesa de ir a darle gracias a la Virgen-, respondió con voz cascada, hueca y tenebrosa, el comerciante llegado de las Filipinas.

No dijo más y el prelado lo miró extrañado de pagar la manda, aun cuando él lo había relevado de tal obligación .

Esa noche el Arzobispo decidió ir a visitar a su amigo, para pedirle que le explicara el motivo por el cual había decidido ir a pagar la manda hasta el santuario de la Virgen en el lejano cerrito y lo encontró tendido, muerto, acostado entre cuatro cirios, mientras su joven hijo Tristán lloraba ante el cadáver con gran pena.

Con mucho asombro el prelado vio que el sudario con que habían envuelto al muerto, era idéntico al que le viera vestir esa mañana y que la vela que sostenían sus agarrotados dedos, también era la misma.

-Mi padre murió al amanecer -dijo el hijo entre lloros y gemidos dolorosos-, pero antes dijo que debía pagar no sé qué promesa a la Virgen.

Esto acabó de comprobar al Arzobispo, que don Tristan Alzúcer estaba muerto ya cuando dijo haberlo encontrado por la calle de la Misericordia.

En el ánimo del prelado se prendió la duda, la culpa de que aquella alma hubiese vuelto al mundo para pagar una promesa que él le había dicho que no era necesario cumplir.

Pasaron los años…

Tristán el hijo de aquel muerto llegado de las Filipinas se casó y se marchó de la Nueva España hacia la Nueva Galicia. Pero el alma de su padre continuó hasta terminado el siglo, deambulando con una vela encendida, cubierto con el sudario amarillento y carcomido.

Desde aquél entonces, el vulgo llamó a la calleja de esta historia, El Callejón del Muerto, es la misma que andando el tiempo fuera bautizada como calle República Dominicana

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El Puente del Clérigo

Leyenda de la epoca colonial

Allá por el año de 1649 en que ocurre esta verídica historia que los años trasformaron en macabra leyenda, el sitio en que tuvieron lugar estos hechos consignados en las antiguas crónicas eran simplemente unos llanos en los que se levantaban unas cuantas casucas formando parte de la antigua parcialidad de Santiago Tlatelolco; sin embargo cruzando apenas la acequia llamada de Texontlali, cuyas aguas zarcas iban a desembocar a la laguna (junto al mercado de La Lagunilla siglos después), había unas casas de muy buena factura en una de las cuales y cruzando el puente que sobre la dicha acequia existía fabricado de mampostería con un arco de medio punto y alta balaustrada, vivía un religioso llamado don Juan de Nava, que oficiaba en el templo de Santa Catarina. Este sacerdote tenía una sobrina a su cuidado, muy linda, muy de buen ver y en edad en que se sueña con un marido, llamada doña Margarita Jáuregui.

El tercer personaje de esta increíble, pero verídica historia que aparece a fojas 231 de las memorias de Fray Marcos López y Rueda, que fuera obispo de Yucatán y Virrey provisional de la Nueva España, lo fue un caballero y portugués de muy buena presencia y malas maneras llamado don Duarte de Zarraza.

Por decirse de familia ilustre el galán portugués asistía a los saraos y fiestas virreinales y como doña Margarita Jáuregui, por haber sido hija de afortunado caballero también tenía acceso a los salones palaciegos, cierta vez se conocieron en una de esas fiestas.

Conocer a tan hermosa dama y comenzar a enamorarla fue todo uno para el enamoradizo portugués, que indagó y fue hasta la casa del fraile situada al cruzar el puente de la acequia antes mencionada. Sus requiebros, su presencia frecuente, sus regalos y sus cartas encendidas pronto inflamaron el pecho de doña Margarita Jáuregui que estaba en el mero punto de edad para el casorio, por lo que pronto accedió a los requerimientos amorosos del portugués.

Pero don Fray Juan de Nava también indagó muchas cosas de don Duarte de Zarraza y supo que allá en su tierra además de haber dejado muchas deudas, también abandonó a dos mujeres con sus respectivos vástagos, que aquí en la capital de la Nueva España llevaba una vida disipada y silenciosa y que vivía en la casa gaya y se exhibía con las descocadas barraganas. Además tenía varias queridas en encontrados rumbos de la ciudad y andaba en amoríos con diez doncellas.

Por todos estos motivos, el cura Juan de Nava prohibió terminantemente a su sobrina que aceptara los amores del porfiado portugués, pero ni doña Margarita ni don Duarte hicieron caso de las advertencias del clérigo y continuaron con sus amoríos a espaldas del ensotanado tío.

Dos veces el cura Juan de Nava habló con el llamado Duarte de Zarraza ya en tono violento prohibiéndole que se acercara tan solo a su casa o al puente de la acequia de Tezontlali, pero en contestación recibió una blasfemia, burlas y altanería de parte del de Portugal.

Y tanto se opuso el sacerdote a esos amores y tantas veces reprendió a la sobrina y a Zarraza, que este decidió quitar del medio al clérigo, porque según dijo, nadie podía oponerse a sus deseos.

Siguiendo al pie de la letra añejas y desleídas crónicas, sabemos que el perverso portugués decidió matar al clérigo precisamente el 3 de abril de ese año de 1649 y al efecto se fue a decirle a doña Margarita Jáuregui, que ya que su tío-tutor no los dejaría casarse, deberían huir para desposarse en La Puebla de los Angeles. La bella mujer convino en seguir al galán burlando la voluntad del cura.

El día señalado estaba conversando por la ventana de la casa a eso de la caída de la tarde, cuando Duarte de Zarraza vio venir al cura, acercarse al puente sobre la acequia de Texontlali y sin decirle nada a Margarita, se alejó del balcón y corrió hacia el puente.

No se sabe lo que dijeron, mejor dicho discutieron clérigo y portugués, pero de pronto, Duarte de Zarraza sacó un puñal en cuyo pomo aparecía grabado el escudo de su casa portuguesa y clavó de un golpe furioso en el cráneo al cura

El cura cayó herido de muerte y el portugués lo arrastró unos cuantos pasos y lo arrojó a las aguas lodosas de la acequia por encima de la balaustrada del puente.

Como era de muchos conocida la oposición del clérigo a sus amoríos con Margarita su sobrina, Duarte de Zarraza decidió ocultarse primero y después huir a Veracruz, en donde permaneció cerca de un año.

Pasado ese tiempo, el portugués regresó a la capital de la Nueva españa y decidió ir a ver a Margarita Jáuregui, para pedirle que huyera con él, ya que estaba muerto el cura su tío.

Esperó la noche y se encaminó hacia el rumbo norte, por el lado de Tlatelolco…

Llegó al puente de la acequia, pero no pudo pasarlo, de hecho jamás llegó a cruzarlo vivo. Al día siguiente viandantes mañaneros lo descubrieron muerto, horriblemente desfigurado el rostro por una mueca de espanto, como espanto sufrieron los descubridores, ya que don Duarte de Zarraza yacía estrangulado por un horrible esqueleto cubierto por una sotana hecha jirones, manchada de limo, de lodo y agua pestilente. Las manos descarnadas de aquél muerto, en el cual se identificó en el acto al clérigo don Juan de Nava, estaban pegadas al cuello de Zarraza, mientras brillaba a los primeros rayos del sol de la mañana, la hoja de un puñal que estaba hendiendo su mondo cráneo y en cuyo pomo aparecía el escudo de la casa de Zarraza.

No había duda, el clérigo había salido de su tumba pantanosa en la que permaneció todo el tiempo que el portugués estuvo ausente y al volver a la ciudad emergió para vengarse.

Esto dicen las crónicas, esto contó años más tarde la leyenda y por eso, al puente sin nombre y a la calle que se formó andando el tiempo, se le conoció por muchos años, como la calle del Puente del Clérigo, hoy conocida por 7a., y 8a., de Allende dando como referencia el antiguo callejón del Carrizo.

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El Fantasma de la Monja

Leyenda de la epoca colonial

Cuando existieron personajes en esa época colonial inolvidable, cuando tenemos a la mano antiguos testimonios y se barajan nombres auténticos y acontecimientos, no puede decirse que se trata de un mito, una leyenda o una invención producto de las mentes de aquél siglo. Si acaso se adornan los hechos con giros literarios y sabrosos agregados para hacer más ameno un relato que por muy diversas causas ya tomó patente de leyenda. Con respecto a los nombres que en este cuento aparecen, tampoco se ha cambiado nada y si varían es porque en ese entonces se usaban de una manera diferente nombres, apellidos y blasones.

Durante muchos años y según consta en las actas del muy antiguo convento de la Concepción, que hoy se localizaría en la esquina de Santa María la Redonda y Belisario Domínguez, las monjas enclaustradas en tan lóbrega institución, vinieron sufriendo la presencia de una blanca y espantable figura que en su hábito de monja de esa orden, veían colgada de uno de los arbolitos de durazno que en ese entonces existían. Cada vez que alguna de las novicias o profesas tenían que salir a alguna misión nocturna y cruzaban el patio y jardínes de las celdas interiores, no resistían la tentación de mirarse en las cristalinas aguas de la fuente que en el centro había y entonces ocurría aquello. Tras ellas, balanceándose al soplo ligero de la brisa noctural, veían a aquella novicia pendiente de una soga, con sus ojos salidos de las órbitas y con su lengua como un palmo fuera de los labios retorcidos y resecos; sus manos juntas y sus pies con las puntas de las chinelas apuntando hacia abajo.

Las monjas huían despavoridas clamando a Dios y a las superioras, y cuando llegaba ya la abadesa o la madre tornera que era la más vieja y la más osada, ya aquella horrible visión se había esfumado.

Así, noche a noche y monja tras monja, el fantasma de la novicia colgando del durazno fue motivo de espanto durante muchos años y de nada valieron rezos ni misas ni duras penitencias ni golpes de cilicio para que la visión macabra se alejara de la santa casa, llegando a decir en ese entonces en que aún no se hablaba ni se estudiaban estas cosas, que todo era una visión colectiva, un caso típico de histerismo provocado por el obligado encierro de las religiosas.

Más una cruel verdad se ocultaba en la fantasmal aparición de aquella monja ahorcada, colgada del durazno y se remontaba a muchos años antes, pues debe tenerse en cuenta que el Convento de la Concepción fue el primero en ser construído en la Capital de la Nueva España, (apenas 22 años después de consumada la Conquista y no debe confundirse convento de monjas-mujeres con monasterio de monjes-hombres), y por lo tanto el primero en recibir como novicias a hijas, familiares y conocidas de los conquistadores españoles.

Vivían pues en ese entonces en la esquina que hoy serían las calles de Argentina y Guatemala, precisamente en donde se ubicaba muchos años después una cantina, los hermanos Avila, que eran Gil, Alfonso y doña María a la que por oscuros motivos se inscribió en la historia como doña María de Alvarado.

Pues bien esta doña María que era bonita y de gran prestancia, se enamoró de un tal Arrutia, mestizo de humilde cuna y de incierto origen, quien viendo el profundo enamoramiento que había provocado en doña María trató de convertirla en su esposa para así ganar mujer, fortuna y linaje.

A tales amoríos se opusieron los hermanos Avila, sobre todo el llamado Alonso de Avila, quien llamando una tarde al irrespetuoso y altanero mestizo, le prohibió que anduviese en amoríos con su hermana.

-Nada podeís hacer si ella me ama -dijo cínicamente el tal Arrutia-, pues el corazón de vuestra hermana ha tiempo es mío; podéis oponeros cuanto queráis, que nada lograréis.

Molesto don Alonso de Avila se fue a su casa de la esquina antes dicha y que siglos después se llamara del Relox y Escalerillas respectivamente y habló con su hermano Gil a quien le contó lo sucedido. Gil pensó en matar en un duelo al bellaco que se enfrentaba a ellos, pero don Alonso pensando mejor las cosas, dijo que el tal sujeto era un mestizo despreciable que no podría medirse a espada contra ninguno de los dos y que mejor sería que le dieran un escarmiento. Pensando mejor las cosas decidieron reunir un buen monto de dinero y se lo ofrecieron al mestizo para que se largara para siempre de la capital de la Nueva España, pues con los dineros ofrecidos podría instalarse en otro sitio y poner un negocio lucrativo.

Cuéntase que el metizo aceptó y sin decir adiós a la mujer que había llegado a amarlo tan intensamente, se fue a Veracruz y de allí a otros lugares, dejando transcurrir los meses y dos años, tiempo durante el cual, la desdichada doña María Alvarado sufría, padecía, lloraba y gemía como una sombra por la casa solariega de los hermanos Avila, sus hermanos según dice la historia.

Finalmente, viendo tanto sufrir y llorar a la querida hermana, Gil y Alonso decidieron convencer a doña María para que entrara de novicia a un convento. Escogieron al de la Concepción y tras de reunir otra fuerte suma como dote, la fueron a enclaustrar diciéndole que el mestizo motivo de su amor y de sus cuitas jamás regresaría a su lado, pues sabían de buena fuente que había muerto.

Sin mucha voluntad doña María entró como novicia al citado convento, en donde comenzó a llevar la triste vida claustral, aunque sin dejar de llorar su pena de amor, recordando al mestizo Arrutia entre rezos, angelus y maitines. Por las noches, en la soledad tremenda de su celda se olvidaba de su amor a Dios, de su fe y de todo y sólo pensaba en aquel mestizo que la había sorbido hasta los tuétanos y sembrado de deseos su corazón.

Al fin, una noche, no pudiendo resistir más esa pasión que era mucho más fuerte que su fe, que opacaba del todo a su religión, decidió matarse ante el silencio del amado de cuyo regreso llegó a saber, pues el mestizo había vuelto a pedir más dinero a los hermanos Avila.

Cogió un cordón y lo trenzó con otro para hacerlo más fuerte, a pesar de que su cuerpo a causa de la pasión y los ayunos se había hecho frágil y pálido. Se hincó ante el crucificado a quien pidió perdón por no poder llegar a desposarse al profesar y se fue a la huerta del convento y a la fuente.

Ató la cuerda a una de las ramas del durazno y volvió a rezar pidiendo perdón a Dios por lo que iba a hacer y al amado mestizo por abandonarlo en este mundo.

Se lanzó hacia abajo…. Sus pies golpearon el brocal de la fuente.

Y allí quedó basculando, balanceándose como un péndulo blanco, frágil, movido por el viento.

Al día siguiente la madre portera que fue a revisar los gruesos picaportes y herrajes de la puerta del convento, la vio colgando, muerta.

El cuerpo ya tieso de María de Alvarado fue bajado y sepultado ese misma tarde en el cementerio interior del convento y allí pareció terminar aquél drama amoroso.

Sin embargo, un mes después, una de las novicias vió la horrible aparición reflejada en las aguas de la fuente. A esta aparición siguieron otras, hasta que las superiores prohibieron la salida de las monjas a la huerta, después de puesto el sol.

Tal parecía que un terrible sino, el más trágico perseguía a esta familia, vástagos los tres de doña Leonor Alvarado y de don Gil González Benavides, pues ahorcada doña María de Alvarado en la forma que antes queda dicha, sus dos hermanos Gil y Alonso de Avila se vieron envueltos en aquella conspiración o asonada encabezada por don Martín Cortés, hijo del conquistador Hernán Cortés y descubierta esta conjura fueron encarcelados los hermanos Avila, juzgados sumariamente y sentenciados a muerte.

El 16 de julio de 1566 montados en cabalgaduras vergonzantes, humillados y vilipendiados, los dos hermanos Avila, Gil y Alonso fueron conducidos al patíbulo en donde fueron degollados. Por órdenes de la Real Audiencia y en mayor castigo a la osadía de los dos Avila, su casa fue destruída y en el solar que quedó se aró la tierra y se sembró con sal.

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Leyendas Mexicanas Época Colonial

La Calle de la Quemada

Leyenda de la epoca colonial

Muchas de las calles, puentes y callejones de la capital de la Nueva España tomaron sus nombres debido a sucesos ocurridos en las mismas, a los templos o conventos que en ellas se establecieron o por haber vivido y tenido sus casas personajes y caballeros famosos, capitanes y gentes de alcurnia. La calle de La Quemada, que hoy lleva el nombre de 5a. Calle de Jesús María y según nos cuenta esta dramática leyenda, tomó precisamente ese nombre en virtud a lo que ocurrió a mediados del Siglo XVI.

Cuéntase que en esos días regía los destinos de la Nueva España don Luis de Velasco I., (después fue virrey su hijo del mismo nombre, 40 años más tarde), que vino a reemplazar al virrey don Antonio de Mendoza enviado al Perú con el mismo cargo. Por esa misma fecha vivían en una amplia y bien fabricada casona don Gonzalo Espinosa de Guevara con su hija Beatriz, ambos españoles llegados de la Villa de Illescas, trayendo gran fortuna que el caballero hispano acrecentó aquí con negocios, minas y encomiendas. Y dícese en viejas crónicas desleídas por los siglos, que si grande era la riqueza de don Gonzalo, mucho mayor era la hermosura de su hija. Veinte años de edad, cuerpo de graciosas formas, ojos glaucos, rostro hermoso y de una blancura de azucena, enmarcado en abundante y sedosa cabellera bruna que le caía por los hombros y formaba una cascada hasta la espalda de fina curvadura.

Asegurábase en ese entonces que su grandiosa hermosura corría pareja con su alma toda bondad y toda dulzura, pues gustaba de amparar a los enfermos, curar a los apestados y socorrer a los humildes por los cuales llegó a despojarse de sus valiosas joyas en plena calle, para dejarlas en esas manos temblorosas y cloróticas.

Con todas estas cualidades, de belleza, alma generosa y noble cuna a lo cual se sumaba la inmensa fortuna de su padre, lógico es pensar que no le faltaron galanes que comenzaron a requerirla en amores para posteriormente solicitarla como esposa. Muchos caballeros y nobles galanes desfilaron ante la casa de doña Beatríz, sin que esta aceptara a ninguno de ellos, por más que todos ellos eran buenos partidos para efectuar un ventajoso matrimonio.

Por fin llegó aquel caballero a quien el destino le había deparado como esposo, en la persona de don Martín de Scópoli, Marqués de Piamonte y Franteschelo, apuesto caballero italiano que se prendó de inmediato de la hispana y comenzó a amarla no con tiento y discreción, sino con abierta locura.

Y fue tal el enamoramiento del marqués de Piamonte, que plantado en mitad de la calleja en donde estaba la casa de doña Beatríz o cerca del convento de Jesús María, se oponía al paso de cualquier caballero que tratara de transitar cerca de la casa de su amada. Por este motivo no faltaron altivos caballeros que contestaron con hombría la impertinencia del italiano, saliendo a relucir las espadas. Muchas veces bajo la luz de la luna y frente al balcón de doña Beatriz, se cruzaron los aceros del Marqués de Piamonte y los demás enamorados, habiendo resultado vencedor el italiano.

Al amanecer, cuando pasaba la ronda por esa calle, siempre hallaba a un caballero muerto, herido o agonizante a causa de las heridas que produjera la hoja toledana del señor de Piamonte. Así, uno tras otro iban cayendo los posibles esposos de la hermosa dama de la Villa de Illescas.

Doña Beatriz, que amaba ya intensamente a don Martín, por su presencia y galanura, por las frases ardientes de amor que le había dirigido y las esquelas respetuosas que le hizo llegar por manos y conducto de su ama, supo lo de tanta sangre corrida por su culpa y se llenó de pena y de angustia y de dolor por los hombres muertos y por la conducta celosa que observaba el de Piamonte.

Una noche, después de rezar ante la imagen de Santa Lucía, vírgen mártir que se sacó los ojos, tomó una terrible decisión tendiente a lograr que don Martín de Scúpoli marqués de Piamonte y Franteschelo dejara de amarla para siempre.

Al dia siguiente, después de arreglar ciertos asuntos que no quiso dejar pendientes, como su ayuda a los pobres y medicinas y alimentos que debían entregarse periódicamente a los pobres y conventos, despidió a toda la servidumbre, después de ver que su padre salía con rumbo a la Casa del Factor.

LLevó hasta su alcoba un brasero, colocó carbón y le puso fuego. Las brasas pronto reverberaron en la estancia, el calor en el anafre se hizo intenso y entonces, sin dejar de invocar a Santa Lucía y pronunciando entre lloros el nombre de don Martín, se puso de rodillas y clavó con decisión, su hermoso rostro sobre el brasero.

Crepitaron las brasas, un olor a carne quemada se esparció por la alcoba antes olorosa a jazmín y almendras y después de unos minutos, doña Beatriz pegó un grito espantoso y cayó desmayada junto al anafre.

Quiso Dios y la suerte que acertara a pasar por allí el fraile mercedario Fray Marcos de Jesús y Gracia, quien por ser confesor de doña Beatriz entró corriendo a la casona después de escuchar el grito tan agudo y doloroso.

Encontró a doña Beatriz aún en el piso, la levantó con gran cuidado y quiso colocarle hierbas y vinagre sobre el rostro quemado, al mismo tiempo que le preguntaba qué le había ocurrido.

Y doña Beatriz que no mentía y menos a Fray Marcos de Jesús y Gracia que era su confesor, le explicó los motivos que tuvo para llevar al cabo tan horrendo castigo. Terminando por decirle al mercedario que esperaba que ya con el rostro horrible, don Martín el de Piamonte no la celaría, dejar&iacuta; de amarla y los duelos en la calleja terminarían para siempre.

El religioso fue en busca de don Martín y le explicó lo sucedido, esperando también que la reacción del italiano fuera en el sentido en que doña Beatriz había pensado, pero no fue así. El caballero italiano se fue de prisa a la casa de doña Beatriz su amada, a quien halló sentada en un sillón sobre un cojín de terciopelo carmesí, su rostro cubierto con un velo negro que ya estaba manchado de sangre y carne negra.

Con sumo cuidado le descubrió el rostro a su amada y al hacerlo no retrocedió horrorizado, se quedó atónito, apenado, mirando la cara hermosa y blanca de doña Beatriz, horriblemente quemada. Bajo sus antes arqueadas y pobladas cejas, había dos agujeros con los párpados chamuscados, sus mejillas sonrosadas, eran cráteres abiertos por donde escurría sanguaza y los labios antes bellos, carnosos, dignos de un beso apasionado, eran una rendija que formaban una mueca horrible.

Con este sacrificio, doña Beatriz pensó que don Martín iba a rechazarla, a despreciarla como esposa, pero no fue así. El marqués de Piamonte se arrodilló ante ella y le dijo con frases en las que campeaba la ternura:

-Ah, doña Beatriz, yo os amo no por vuestra belleza física, sino por vuestras cualidades morales, sóis buena y generosa, sóis noble y vuestra alma es grande…

El llanto cortó estas palabras y ambos lloraron de amor y de ternura.

-En cuanto regrese vuestro padre, os pediré para esposa, si es que vos me amáis. Terminó diciendo el caballero.

La boda de doña Beatriz y el marqués de Piamonte se celebró en el templo de La Profesa y fue el acontecimiento más sensacional de aquellos tiempos. Don Gonzalo de Espinosa y Guevara gastó gran fortuna en los festejos y por su parte el marqués de Piamonte regaló a la novia vestidos, alhajas y mobiliario traídos desde Italia.

Claro está que doña Beatriz al llegar ante el altar se cubría el rostro con un tupido velo blanco, para evitar la insana curiosidad de la gente y cada vez que salía a la calle, sola al cercano templo a escuchar misa o acompañada del esposo, lo hacía con el rostro cubierto por un velo negro.

A partir de entonces, la calle se llamó Calle de la Quemada, en memoria de este acontecimiento que ya en cuento o en leyenda, han repetido varios autores, siendo estos datos los auténticos y que obran en polvosos documentos.

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Leyendas Mexicanas Prehispanicas

Los xocoyoles

Leyenda náhualt – Leyenda prehispanica

Cuentan los que vivieron hace mucho tiempo, que había un hombre que no creía en la palabra de sus antepasados. Le contaban que al caer una tormenta con truenos y relámpagos salían unos niños llamados xocoyoles.

Los xocoyoles son los niños que mueren al nacer o antes de ser bautizados. A esos niños les salen alas y aparecen sentados encima de los cerros y los peñascos.

Cuentan que esos pequeñitos hacían distintos trabajos: unos regaban agua con grandes cántaros para que lloviera sobre la tierra; otros hacían granizo y lo regaban como si fueran maicitos; otros hacían truenos y relámpagos con unos mecates. Por eso oímos ruidos tan fuertes y nos espantamos.

Pero el hombre no creía. Un día, después de una gran tempestad, se fue a cortar leña a un cerro de ocotes. Cuando llegó vio a un niño desnudo, que tenía dos alas, atorado en la rama de un ocote.

Imagen de la leyenda mexicana de los XocoyolesEl hombre se sorprendió, sobre todo cuando el niño le dijo:

– Si me das mi mecate que está tirado en el suelo, te cortaré toda la leña que salga de este ocote.

– ¿En verdad lo harás? – le preguntó el hombre.

– Sí, en verdad lo haré.

Como pudo, fue uniendo varios palos. Al terminar puso el mecate en la punta y se lo dio. Cuando el niño tuvo el mecate en sus manos, le dijo al hombre que se fuera y regresara al día siguiente a recoger su leña. El hombre se fue y el xocoyol comenzó a hacer rayos y relámpagos. EL ocote se rompió y se hizo leña. Cuando el niño terminó su trabajo se fue volando al cielo a alcanzar a sus hermanos xocoyoles.

Al día siguiente el hombre llegó al bosque y vio mucha leña amontonada; buscó al xocoyol y no lo encontró por ningún lado.

A partir de ese día comenzó a creer lo que le decían sus abuelos.

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Leyendas Mexicanas Prehispanicas

La leyenda del Sol y la Luna

Leyenda prehispanica

Antes de que hubiera día en el mundo, se reunieron los dioses en Teotihuacan.

-¿Quién alumbrará al mundo?- preguntaron.

Un dios arrogante que se llamaba Tecuciztécatl, dijo:

-Yo me encargaré de alumbrar al mundo.

Después los dioses preguntaron:

-¿Y quién más? -Se miraron unos a otros, y ninguno se atrevía a ofrecerse para aquel oficio.

-Sé tú el otro que alumbre -le dijeron a Nanahuatzin, que era un dios feo, humilde y callado. y él obedeció de buena voluntad.

Luego los dos comenzaron a hacer penitencia para llegar puros al sacrificio. Después de cuatro días, los dioses se reunieron alrededor del fuego.

Iban a presenciar el sacrificio de Tecuciztécatl y Nanahuatzin. entonces dijeron:

-¡Ea pues, Tecuciztécatl! ¡Entra tú en el fuego! y Él hizo el intento de echarse, pero le dio miedo y no se atrevió.

Cuatro veces probó, pero no pudo arrojarse

leyenda mexicana del sol y la luna

Luego los dioses dijeron:

-¡Ea pues Nanahuatzin! ¡Ahora prueba tú! -Y este dios, cerrando los ojos, se arrojó al fuego.

Cuando Tecuciztécatl vio que Nanahuatzin se había echado al fuego, se avergonzó de su cobardía y también se aventó.

Después los dioses miraron hacia el Este y dijeron:

-Por ahí aparecerá Nanahuatzin Hecho Sol-. Y fue cierto.

Nadie lo podía mirar porque lastimaba los ojos.

Resplandecía y derramaba rayos por dondequiera. Después apareció Tecuciztécatl hecho Luna.

En el mismo orden en que entraron en el fuego, los dioses aparecieron por el cielo hechos Sol y Luna.

Desde entonces hay día y noche en el mundo.