Cuenta una leyenda yucateca que en el siglo XIX ocurrió un terrible hecho en una ciudad localizada en el Municipio de Maní y cabecera del mismo. En este lugar había una hacienda donde vivía y trabajaba un capataz con su esposa y sus dos hijos: Ricardo y Armando, de diez y once años, respectivamente.
A los jovencitos su madre les tenía prohibido que por la noche fuesen a jugar al monte, ya que era de todos conocido que ahí espantaban. Una noche que los hermanos jugaban en el patio de la hacienda sin darse cuenta de pronto se encontraron en el bosque, y decidieron regresar cuanto antes a su casa, con el fin de no enojar a su madre. De retorno a su casa se encontraron en el camino con un antiguo pozo que les llamó la atención, pues nunca le habían visto.
Al verlo, decidieron meter el cubo al interior para ver qué encontraban. Cuando lo sacaron se dieron cuenta que no contenía nada y tan solo vieron que en el fondo estaban escritas dos palabras: – ¡Tengo hambre! Creyendo que era algún vagabundo que se había introducido al pozo para guarecerse del frío, corrieron a su casa por un pedazo de pollo cocido para llevárselo.
Al día siguiente, picados por la curiosidad, decidieron regresar al pozo. Metieron el cubo y se encontraron que en el fondo había una moneda de oro. Al regresar a su casa, su padre les preguntó la procedencia de dicha moneda y ellos le contaron lo acontecido. Al escuchar, picado por la curiosidad y la ambición, el hombre decidió ir al pozo al día siguiente e introducirse en él, esperanzado de encontrar un buen tesoro.
Dicho y hecho, el capataz se introdujo en el pozo. Al poco tiempo sus hijos escucharon gritos desgarradores. Asustados, Ricardo y Armando acudieron a su casa y avisaron a su madre, quien ya se había percatado de que su esposo no había pasado la noche en casa. Al saber lo ocurrido, la mujer acudió al pozo, pues sabía que se trataba de un lugar maldito. Al borde del pozo la mujer vio el sombrero de su marido.
Rápidamente sacaron el cubo y vieron que en su interior había muchas monedas de oro, partes de la ropa del capataz hecha jirones, huesos y algunos pedacitos de carne humana. Hasta el mero fondo del cubo se podían leer las siguientes palabras: – ¡Gracias por la comida!
Este fue el terrible final de un hombre que creyó haber encontrado la fortuna de manera fácil, sin darse cuenta que estaba tratando con el Diablo.
Sonia Iglesias y Cabrera