Una leyenda muy antigua del estado de Durango nos relata que, en la cárcel de la ciudad, la cárcel vieja que existió durante la época del presidente Porfirio Díaz a finales del siglo XIX, que estaba situada en la hoy nombrada Calle de 20 de noviembre, había una celda muy famosa que se la conocía con el nombre de La Celda de la Muerte. Debía su nombre al hecho de que cada preso que le tocaba en suerte dicha celda moría misteriosamente a los pocos días de haber entrado.
Nadie sabía lo que sucedía y el porqué los presos morían sin razón aparente. Las autoridades de la cárcel habían hecho correr la voz de que aquel que averiguase la causa de la muerte de tanto preso, sería puesto en libertad sin más averiguaciones.
En cierta ocasión, le tocó en turno entrar a la celda a un maleante de nombre Juan, que por cierto tenía fama de valiente. Sabedor de que si lograba descubrir la causa de las extrañas muertes saldría en libertad, Juan decidió encontrar la respuesta a la incógnita.
Durante la primera noche, el preso tomó la determinación de no dormir y se puso en vela. Pasado un tiempo, como a la una de la mañana, escuchó un extraño y sospechoso ruido en una de las paredes de la celda. Al escucharlo, inmediatamente encendió un cerrillo y revisó las paredes que alguna vez fueron blancas. Cuál no sería su sorpresa que en una de ellas encontró un enorme alacrán de los verdaderamente venenosos y mortales.
Al ver que el peligroso bicho se aprestaba a atacarle, Juan rápidamente tomó su sombrero y lo cazó, atrapándole con él en el piso de la celda. Al amanecer, el hombre dio aviso a los celadores de que había matado a un enorme alacrán, causa de tanta muerte de tanto preso. Al enterarse el director del penal, puso a Juan inmediatamente en libertad como lo había prometido, pues era un hombre de palabra. Así se dio término a las defunciones de La Celda de la Muerte
Sonia Iglesias y Cabrera