Doña María y don Pedro formaban una pareja que se quería mucho. Estaban casados desde hacía treinta años. Vivían en la ciudad de Aguascalientes con sus siete hijos, cinco hombres y dos mujeres.
Cuando los padres murieron, poco a poco todos los hijos fueron dejando la ciudad para hacer sus vidas en otros lugares con más oportunidades de ganarse la vida. Todos menos uno que continuó viviendo en Aguascalientes. Aunque alejados los unos de los otros, los hijos de María y Pedro seguían manteniéndose en contacto, a pesar de la distancia.
Se acercaba ya la Fiesta de Día de Muertos y todos los hermanos decidieron reunirse en Aguascalientes para conmemorar el día agasajando con un altar y ofrenda a sus progenitores, pues se daba al caso de que hacía más de diez años que no se reunían para nada y menos para celebrar al Día de Muertos en el cementerio donde se encontraban enterrados sus padres.
Así pues, se pusieron de acuerdo y fueron llegando a la casa del hermano que vivía en dicha ciudad, para ponerse de acuerdo en lo que harían.
Ya estaban reunidos todos menos Lola que brillaba por su ausencia. Por la noche decidieron hablarle por teléfono para enterarse del porqué de su tardanza, o si es que pensaba llegar directamente al panteón. Así lo hicieron y cuando Lola respondió al llamado telefónico su voz era muy triste, y con mayor tristeza aún les contó a sus hermanos que no iría al festejo ya que su marido se oponía totalmente, pues consideraba que si sus padres estaban muertos ya no tenía ningún caso ofrendarles comida que no tocarían, a más de que el viaje a Aguascalientes costaba mucho dinero que bien podían emplear en alguna cosa mucho más útil.
Cuando Lola colgó el teléfono se fue a su recámara enojada y triste para dormirse y olvidar el mal comportamiento de su esposo. Al poco rato el descreído la alcanzó y se acostó. A la medianoche, el hombre escuchó pasos cansinos muy cerca de donde se encontraba, y fuertes ruidos en el piso como si arrastraran algo en el suelo de madera. Se incorporó mosqueado y prestó atención. En esas estaba cuando distinguió dos sombras que se fueron aclarando hasta que se dio cuenta de que se trataba de los fantasmas de sus suegros. Lo miraban con mucho odio y coraje, al tiempo que sonaban sus bastones en la madera del suelo como protestando.
Al otro día, el hombre preparó las maletas antes de que su esposa despertase, y en cuanto lo hizo le dijo a Lola, arrepentido y solícito: – ¡Apúrate mujer, que tenemos que irnos a Aguascalientes a poner la ofrenda en la tumba de tus padres!
Sonia Iglesias y Cabrera