Cerca de la Iglesia de San Francisco en Morelia, Michoacán, había una casa en donde espantaban, situada en un callejón. Un comerciante en paños, sedas y mantones, después de mucho viajar por las ciudades de la Nueva España, decidió asentarse y vivir en Valladolid, con el fin de contraer matrimonio con una bella y rica joven, para luego regresar a natal Santander, España. En su tienda conoció a doña Inés de la Cuenca y Fragua, una hermosa y caritativa huérfana y heredera de una de las haciendas más ricas de Tierra Caliente. Cautivado por sus perfecciones, don Diego Pérez de Estrada la enamoró. Inés lo amaba sinceramente, pero Diego no, a él lo movía el interés más mezquino.
Don Diego era parrandero y muy mujeriego, vestía con elegancia y lucía costosas joyas. En confianza era muy mal hablado, pero solía mostrar una imagen muy diferente ante las personas que no eran sus amigotes.
Un día, don Diego le pidió a la joven matrimonio; antes de resolverle Inés acudió a su confesor fray Pedro de la Cuesta, a fin de consultarle la conveniencia de tal casorio. Fray Pedro, que era un hombre muy virtuoso y bondadoso, decidió informarse de la clase de individuo que era el tal Diego Pérez. Así supo que pertenecía a una buena familia de Santander, pero que era la oveja negra de la familia y que había llegado a la Nueva España con parte de la herencia que le correspondía. Cuando la herencia se terminó porque Diego la derrochó en sus continuas juergas, se puso a vender telas y mantones de Manila, hasta que llegó a Valladolid.
Fray Pedro se enteró de la mala catadura de don Diego y de que además se jactaba de que nunca sentía amor por ninguna mujer a causa de haber llevado una vida tan disipada. El fraile aconsejó a la bella Inés que no se casase, y la niña le obedeció y rechazó al supuesto enamorado.
Al verse rechazado, colérico y despiadado, juró vengarse de fray Pedro. Vendió su tienda y se fue a vivir a un cuarto sito en una callejuela por el lado norte del cementerio de San Francisco, junto con un empleado suyo. Una cierta noche en que una terrible tormenta asolaba la ciudad, un embozado llegó hasta la portería del convento, tocó la puerta y le abrió un encapuchado portero. El embozado hombre se dirigió a él con estas palabras: -¡Hermano portero, cerca de aquí un pobre hombre que agoniza desea ser confesado por fray Pedro de la Cuesta!
Fray Pedro y el embozado caminaron hasta el cuartucho que alumbraba una débil vela, el cura se acercó al lecho de muerte, pero al dirigirse a él, el supuesto moribundo, que no era otro que don Diego, no respondía. El padre, desesperado, le gritaba, y cuando lo destapó le encontró muerto de una puñalada hecha con la misma daga con la que pensaba matar al podre fray. Al verlo, fray Diego se alejó del muerto al tiempo que exclamaba: -¡Yo confieso a los vivos, pero nunca a los muertos! Y salió corriendo.
Al día siguiente el hecho era conocido por toda Valladolid… y desde ese momento la callejuela recibió el nombre de El Callejón del Muerto.
Sonia Iglesias y Cabrera