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El Señor del Veneno

Hace ya muchos siglos, en la Nueva España vivían dos caballeros españoles. Ambos residían en la Ciudad de México. Don Fermín Andueza, uno de los caballeros, era un hombre muy rico, tan rico como devoto. Cada maña se levantaba antes de que saliese el sol y se dirigía a la Catedral de la ciudad para asistir a misa. Siempre salía de su casa correctamente vestido de negro y envuelto en una majestuosa capa andaluza también negra, pero forrada de seda roja. Al terminar la misa, don Fermín se detenía en el altar donde se encontraba un hermoso Cristo, grande y sufrido. Al detenerse, depositaba en una bandeja una moneda de oro, y procedía a besar los pies del Santo Cristo. Nunca faltaba a misa el devoto don Fermín, siempre realizaba las mismas acciones después de la liturgia: dejar la moneda de oro para ayudar a los pobres y besar los pies ensangrentados del Salvador.

El otro caballero se llamaba don Ismael Treviño. Era un hidalgo tan rico como don Fermín, pero tenía mal alma, era envidioso y truculento. Nunca ayudaba a nadie que se encontrara en desgracia, ni amigos ni familiares. Su mezquindad le destacaba, a la vez que su codicia y tacañería le hacían odioso. Le molestaba infinitamente que don Fermín dejara la tradicional moneda de oro para los pobres. No soportaba que nadie hiciese el bien, aunque no se tratara de su dinero. Envidiaba terriblemente a don Fermín por el que sentía una creciente antipatía que ya llegaba al odio. A cualquiera que deseara oírlo, le hablaba mal del devoto y caritativo caballero.

A don Fermín todo lo que emprendía le salía bien. Tenía suerte. En cambio a Ismael todo le salía mal. Y renegaba de su mala suerte todo el tiempo. Tanto odiaba Ismael a Fermín, que un mal día deseó verlo muerto. Acudió con un hombre que era alquimista y le solicitó que le preparase un buen veneno. Mediante algunas monedas de oro, el alquimista le entregó al mal hombre un veneno azul, que se distribuía por todo al cuerpo pasados unos días de su ingesta, y la persona moría sin sufrir en demasía y sin dejar rastro.

El Milagroso Señor del Veneno

Inmediatamente, don Ismael envió a uno de sus criados a la casa de don Fermín con un delicioso pastel impregnado del terrible veneno, diciendo que se lo enviaba el regidor del Ayuntamiento. Agradecido por el obsequio, el buen hombre se desayunó el pastel acompañándolo de un sabroso chocolate. En seguida, se marchó a misa, siempre seguido por Ismael.

Don Fermín realizó lo que todas las mañanas hacía: oyó misa, se acercó al Cristo de su devoción, dejó la consabida moneda de oro,  y beso los heridos pies… en seguida, una macha negra se extendió por todo el Cristo. Al ver lo que sucedía, don Fermín se asombró y asustó, y don Ismael, que espiaba desde un rincón de la capilla, corrió a arrodillarse ante el caritativo caballero, le confesó su delito y le pidió perdón a gritos destemplados.

El Santo Cristo había absorbido el veneno que llevaba don Fermín en el cuerpo y se había puesto completamente negro. Ante su confesión y arrepentimiento, don Fermín perdonó a su agresor, e impidió que se lo llevaran preso. El envenenador huyó para siempre de la Nueva España, y jamás se le volvió a ver.

El Cristo fue objeto de veneración por parte de las habitantes de la Ciudad de México que le ponían muchas velas en su altar. Un mal día el Cristo se chamuscó completamente, pero fue sustituido por otro de color negro, para que siempre se recordarse lo acontecido con el Señor del Veneno.

Sonia Iglesias y Cabrera