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«Sobre las Olas»

José Juventino Policarpo Rosas Cadenas compuso un vals que le dio fama mundial: Sobre las olas. Aunque nació en Santa Cruz, Guanajuato en el año de 1868, de joven vivó en la Ciudad de México en el famoso barrio de Tepito. Como su padre, don José de Jesús Rosas, le había enseñado a tocar el violín desde pequeño, trabajo en la iglesia de San Sebastián como violinista. Cantor y campanero. Su padre les había enseñado música a todos sus hijos y había formado un trío que tocaba amenizando diferentes eventos sociales. Manuel, su hermano tocaba la guitarra, Juventino el violín y don José el arpa.

Como el trabajo en el pueblo no era suficiente, la familia Rosas decidió partir a la Ciudad de México en el año de 1875. El trío se volvió cuarteto cuando se agregó al grupo Patrocinio, su hermano, quien fue el encargado de cantar. En México, Juventino formó parte de dos grupos musicales: el de los hermanos Aguirre y el de los hermanos Elvira, el cual abandonó a raíz de la muerte de su padre y hermano, quienes murieron en una fiesta donde se armó una trifulca.

Poco después, Rosas tocó en la orquesta que acompañaba a Ángela Peralta, pero quiso la mala fortuna que el cólera los atrapara en Mazatlán, y que la orquesta se desintegrara, pues la cantante murió víctima de ese terrible mal.Don Juventino Rosas

Juventino estudio en el Conservatorio Nacional de Música en 1885, pero no por mucho tiempo. Empezó a tocar para los riquillos de la época, y en el año ’87 tomó parte en un festival en el Teatro Nacional, organizado a fin de conmemorar la Batalla de Puebla. Gustó tanto su actuación que empezaron a aparecer mecenas que querían ayudarlo económicamente. Sin embargo. la ayuda llegó muy tarde, pues Juventino se había convertido en alcohólico, debido a su miseria y mala suerte en la vida. Su pobreza nunca le impidió componer valses, mazurcas, danzas, polcas y canciones.

Entre las obras que compuso le dedicó un vals a Carmen Romero Rubio, la esposa del presidente Porfirio Díaz, al que llamó Carmen. A esta composición le siguieron Cuauhtémoc, una marcha y el vals Junto al Manantial, que inspiró la mujer de la cual estaba enamorado, cuando la vio lavando: Mariana Carvajal, hermana de un amigo suyo en cuya casa vivía, pues Juventino era muy pobre, y su esposa le había abandonado. Después, dicho vals cambio de nombre y fue nombrado Sobre las Olas. Este vals, Rosas se lo regaló a doña Calixta Gutiérrez de Alfaro, esposa de uno de los dueños de los sitios de recreo don actuaba el compositor con el grupo musical que había formado a instancias de sus amigos. El nombre del vals fue cambiado por Miguel Ríos Toledano, quien hizo un arreglo al piano y lo vendió a la casa Wagner & Lieven.

Dado el éxito de su vals, Porfirio Díaz le regaló un piano, que Juventino Rosas vendió para poder pagar sus múltiples deudas y los miserables cuarenta y cinco pesos que por derecho de autor le había pagado, anticipadamente, la casa Wagner & Lieven. El vals se hizo inmediatamente famoso, aunque Juventino nunca obtuvo mayor fortuna de su obra, era famoso, pero pobre.

A causa de un desengaño amoroso y buscando nuevas oportunidades, en el año de 1894 Juventino Rosas partió hacia La Habana, Cuba, como parte de una compañía de zarzuela. A mitad de la jira en Cuba la compañía se desintegró. Para entonces el músico estaba muy enfermo del hígado y acudió a la Casa de Salud de Nuestra Señora del Rosario en Batabanó, que era gratuita. Pero el mal había avanzado demasiado y Juventino murió en junio de 1894 a la edad de veintisiete años.

Actualmente sus restos descansan en la Rotonda de los Hombres Ilustres del Panteón Civil de Dolores de la Ciudad de México.

Sonia Iglesias y Cabrera

 

 

 

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Los títeres se divierten

José Oviedo vivía en Celaya, Guanajuato. Era un hombre muy simpático, contaba con muchos amigos quienes le pusieron el mote de Capitán. Hubiera sido actor, a no ser porque en aquellos remotos tiempos del siglo XIX, la profesión no estaba muy bien vista: por los tanto, optó por ser titiritero y así satisfacer sus ansias artísticas que le habían acompañado desde muy joven.

En su casa ubicada en la Calle de Hidalgo montó su teatro de títeres y daba funciones los sábados y domingos. Escogió las obras que iba a representar, las estudio, y encargó a un artesano de la ciudad de Guanajuato que le hiciese los muñecos necesarios. De vestir a los títeres se encargó una señora, ya vieja, quien empleó lo mejor en su manufactura. Los títeres eran preciosos.

Ya con todo lo necesario preparado, sus amigos se encargaron de anunciar por toda la ciudad el espectáculo que se llevaría a cabo. El día de la inauguración fue todo un éxito, las obras gustaron mucho y los títeres fascinaron a todos los asistentes. Al poco tiempo, Oviedo decidió alquilar un local, pues su casa era demasiado pequeña para el público que se presentaba a admirar sus representaciones.Los títeres de José Oviedo

Una cierta noche en que el titiritero se encontraba descansando y leyendo una obra de teatro, se dio cuenta que el soporte donde colgaban los muñecos se movía y se oía como entrechocaban sus cuerpos de madera. Se incorporó de la cama, y el movimiento y los ruidos de los títeres continuaron. Desconcertado, Oviedo no se movió y se percató que los muñecos se estaban moviendo solos en la tarima que servía de foro. El titiritero pasó una mala noche, pues estaba muerto de miedo. Al día siguiente, se dio cuenta de que los muñecos estaban movidos y en desorden y los que tenía en una caja se encontraban fuera de ella. ¡Todos habían estado bailando!

José se dirigió inmediatamente a ver a un cura para contarle lo sucedido, pues se encontraba muy asustado e impresionado. El sacerdote le escuchó y le tranquilizó argumentando que todo había sido producto de su cansancio e imaginación. El titiritero se fue y continuó con sus funciones. Pero en una ocasión, cuando se encontraba dando una función, uno de sus muñecos que era un juez, volteó a verlo y le clavó la mirada como si le quisiera decir algo. Aterrado, José dejó de dar funciones, y dijo a sus fanáticos que se ausentaba para conseguir más obras y más títeres.

Pero José dejó su oficio para siempre. En una ocasión en que se encontraba muy triste y preocupado porque había perdido su casa en un juicio, se acordó del títere que le mirara tan penetrantemente y comprendió que el muñeco le estaba avisando lo que pasaría.

Tiempo después, los habitantes de Celaya afirmaban que en la casa del antiguo titiritero don José Oviedo, se escuchaban las danzas que ejecutaban los títeres y el sonido que producían sus pies de madera. Se oían aplausos, vítores y todo cuanto ocurre en una función de títeres. Todos decían que en esa casa de la Calle de Hidalgo, espantaban y ya nadie quería pasar por la que empezaron a llamar La Casa de los Títeres, pues el susto que se llevaba quien escuchaba el alboroto de los muñecos era tremendo y hasta se podía enfermar gravemente.

Sonia Iglesias y Cabrera

 

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Florentino el parrandero

Florentino Montenegro vivía en Guanajuato y se dedicaba a buscar yacimientos de plata y oro. Le iba muy bien en su trabajo y era apreciado por las personas que le rodeaban dada su simpatía innata. Como era parrandero le gustaba acudir a una taberna de no muy buena reputación para emborracharse con sus amigos y gastar el dinero que obtenía en su trabajo de minero.

Una cierta noche, Florentino salió de la cantina muy borracho y se dirigió a su casa por el Callejón de los Perros. De pronto, escuchó una voz que le llamaba por su nombre, se volvió a ver de donde procedía y vio a una mujer parada junto a una puerta. La mujer le invitaba insistentemente a pasar a su casa, alegando que hacía mucho frío y que quería proporcionarle algo de calor. Florentino se acercó a la mujer y se la quedó viendo. Se trataba de una mujer muy guapa, rubia y vestida de blanco. El minero, al verla, aceptó de inmediato la invitación. El cuarto era pobre, había una mesa con botellas de vino, una cama y un anafre en el cual estaba una cafetera. Las paredes estaban adornadas con calaveras. La mujer le ofreció una copa de vino que Florentino aceptó gustoso. La bella mujer le dijo al borrachales que le iba a llevar a un lugar donde se divertiría mucho; lo tomó del brazo y le llevó hacia una puerta que conducía a un subterráneo. Conforme bajaban todo se oscureció y Florentino se empezó a asustar, aun cuando siguió adelante para no quedar mal con aquella muchacha que harto le gustaba. Siguieron bajando y el lugar era cada vez más frío y se sentía un fuerte olor a azufre. Los escalones nunca terminaban. Florentino pudo darse cuenta que el lugar era como una especie de mina con socavones y con entes que gemían horriblemente. Florentino estaba aterrado y muy cansado de tanto bajar; quería regresar, pero su machismo se lo impedía. Por fin llegaron a una gran sala en donde unos seres endemoniados se peleaban y se pegaban. El pobre minero no sabía qué hacer, pues al mismo tiempo que veía esos horrores, la bella mujer le miraba con amor y no soltaba su mano. De repente, la mujer le soltó y se fue convirtiendo en calavera, la carne se le cayó y solamente quedó su esqueleto.Callejones de Guanajuato

La lava escurría por las paredes y Florentino se trataba de librar de ella como podía, cuando vio a un enorme diablo que llevaba cargando el esqueleto de lo que creyó una guapa joven. Ambos, demonio y esqueleto, miraban a Florentino y le insultaban. Tratando de escapar, el minero dio con las escaleras y empezó a subirlas rápidamente, hasta que llegó al cuarto desvencijado a donde la mujer le había invitado a entrar. Saliendo de aquel antro precipitadamente, el minero corrió hacia su casa.

Como su estado era lamentable, pues Florentino parecía un idiota que no podía hablar y sólo miraba al espacio, su esposa fue a buscar a un curandero. El hombre estaba hechizado y había que hacerle una limpia. Pero no conforme con ello, la mujer acudió a ver al sacerdote de la iglesia, quien acudió a la casa de la esposa y obligó a Florentino a relatarle lo que la había sucedido.

Al oír el relato, el cura le dijo a Florentino que le llevara a la casa de la bella mujer. Al llegar a la casa el sacerdote se acordó que en aquella casa había vivido una mujer hacía ya treinta años, y que él la había ayudado a bien morir. Entraron ambos al cuartucho, donde seguía la mesa con las botellas de vino y el anafre. La puerta que conducía al subterráneo se encontraba donde Florentino la recordaba, pero los escalones daban a una salida a otro callejón. Entonces, el cura le dijo al gambusino que lo que le había pasado era una experiencia demoníaca por llegar una vida tan desordenada y por gastar su dinero en parrandas y en mujeres de la vida fácil.

Arrepentido Florentino de sus malos hábitos, juró ante la Virgen que dejaría las malas costumbre para siempre. Y lo cumplió, transformándose en un hombre serio y responsable, que ahorro mucho dinero y se volvió muy rico.

Por su parte el sacerdote exorcizó la casa de la bella mujer, para que nunca más se le apareciera a ningún borrachín parrandero. Sin embargo, por las noches se aparece una mujer bella vestida de blanco por el famoso Callejón del Diablo, que gime y se lamenta e invita a los trasnochados a entrar en su humilde casa.

Sonia Iglesias y Cabrera

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¡A las momias se les respeta!

En el estado de Guanajuato se cuenta una leyenda no muy antigua, que nos relata lo acontecido a un galancete llamado Alberto del Río. Este joven un día conoció a una bonita turista en el Parque de la Unión, y la invitó a ver el lugar donde se encuentran las famosas momias en exhibición. De carácter narcisista Alberto se propuso impresionar a la joven que procedía de Guadalajara y había ido con sus padres a conocer la ciudad de Guanajuato y sus atracciones. La joven aceptó.

Cuando llegaron al museo donde se exhiben las momias, Alberto fue relatándole las historias de cada una de ellas, por supuesto todas inventadas.

Cuando llegó a una momia especialmente horrible, le contó que esa momia se había transformado en lo que era por haberle faltado al respeto a un sacerdote, en el momento se encontraba en su lecho a punto de morir, y necesitaba de la confesión. Sin ninguna consideración a la momia, Alberto lo toqueteó largo rato para impresionar a la chica, e incluso llegó a tomarse fotografías con su celular con la momia, al tiempo que hacía chistes nada graciosos.La Momia ofendida

Cuando terminó el tiempo de visitas al museo, Alberto le dijo a la muchacha que si aceptaba ser su novia él le ofrecía quedarse a pasar la noche en el largo recinto donde se encontraban las momias. A pesar de que la mujer sabía que no podían ser novios ya que ella vivía en Jalisco, aceptó el ofrecimiento para ver de lo que era capaz su pretendiente.

La advirtió que para comprobar de que efectivamente se había quedado en el museo, Alberto debía tomarse fotos con su celular para que quedara testimonio de la veracidad de lo ofrecido. La chica le dijo que se quedara en el sitio y que a la mañana siguiente ella regresaría con sus padres para que le mostrara las fotografías. Alberto, que conocía bien el lugar, se aprestó a esconderse en un rinconcito para pasar la noche. Para darse valor, sacó de su chamarra una anforita llena de tequila y dio unos tragos. Tomó su celular y le envió unos cuantos textos a la chica para que viera que sabía cumplir su palabra, e incluso sacó varias fotos. En una de las fotografías que el galán le envió por el celular, la muchacha vio claramente que se encontraba atrás de Alberto una persona, entonces le preguntó si algún amigo le estaba acompañando por si le daba miedo. El joven se apresuró a contestarle que no, que se encontraba solo como lo habían acordado.

Una vez terminada la conversación, la señal se perdió y Alberto se sentó en el suelo a esperar el día, En esas estaba cuando de pronto una persona se apareció a su lado. Al sentirla, Alberto le preguntó si se trataba del velador, pero solamente escuchó una grotesca y fúnebre carcajada. En seguida, escuchó una voz cavernosa que le decía: – ¡Tú asqueroso y despreciable hombre, te has burlado de mí! ¡No solamente me estuviste manoseando a tu antojo, sino que inventaste una sucia historia acerca de mí! Al darse cuenta que el que estaba junto a él era la momia que había ofendido, cayó muerto al momento debido a un infarto cardíaco.

Cuando le encontraron los custodios encargados de abrir el recinto de las momias, se encontraron con un joven muerto y con la cara deformada por el terror pánico que había pasado. ¡A las momias se les debe respetar!

Sonia Iglesias y Cabrera

 

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Don Ernesto y los naipes

Existe una leyenda del estado de Guanajuato que nos narra la triste historia de un rico caballero al que le gustaba mucho el juego. Este caballero llevaba por nombre don Ernesto y acostumbraba salir a jugar todas las noches. Su lugar preferido era la llamada Casa del Juego. Se trataba de un lugar que en la ciudad de Guanajuato era muy conocido y al que solamente podían acceder las personas que contasen con un buen capital, pues se jugaba fuerte y había que ser rico para poder participar.

Como es de todos sabido, el juego es un vicio que hace que las personas apuesten dinero, joyas, casas y hasta grandes haciendas con tal de jugar. Don Ernesto casi siempre ganaba en los juegos de azar, en este caso juegos de naipes, y si no ganaba al menos sus pérdidas no eran muy onerosas ni le causaban problemas.

Sin embargo, una cierta noche el caballero jugador empezó a perder como nunca. Perdió cuatro propiedades importantes, y se encontraba a la vez que nervioso muy enojado con dichas pérdidas a las que no estaba acostumbrado.

La Calle del Truco

Siguió jugando y perdió todo el dinero que tenía y dos propiedades más. Ya no tenía nada que apostar. Estaba desesperado y deseaba irse, cuando uno de los contrincantes del juego le detuvo por la manga de su chaqueta y le susurró que se mantuviese en la mesa de juego, que no lo había perdido todo y que aún le quedaba una cosa muy valiosa que le permitiría apostar y reponer parte de lo perdido, si no es que todo, si intentaba una jugada más.

Al escuchar tales palabras, don Ernesto se volvió presto hacia el hombre que le hablaba, molesto por el atrevimiento. Preguntó al misterioso hombre a qué se refería con lo dicho, puesto que había perdido todo su capital. Sentado nuevamente, el hombre que lucía un traje negro y era pálido como la cera y con ojos negros y profundos, volvió a susurrarle unas palabras cerca del oído.

Inmediatamente, don Ernesto lanzó un grito de espanto, enrojeció y luego se puso color papel y profirió un extraño grito de rechazo y asombro: – ¡No, no, ella no, eso no puede ser! Pero después de indignarse, el jugador quedó callado y pensativo. Después de unos momentos aceptó seguir jugando y pidió nuevas cartas.

Ya solamente quedaban dos jugadores, el hombre de negro y él desgraciado don Ernesto. Dio comienzo el juego. Se pidieron cartas. Empezó el albur… y don Ernesto volvió a perder. Quedó el hombre sin habla. No podía moverse de la silla. ¡Había perdido nada menos que a su esposa! ¡Y la había perdido jugando con el Diablo! A los pocos días murió el desdichado.

Desde entonces en la Calle del Truco se aparece el fantasma de don Ernesto, vestido con una capa negra y un sombrero que le cubre su pálida cara en la que se pueden ver sus triste y centellantes ojos cargados y dolor y de culpa por haber jugado y perdido a su bella esposa, a quien ni decir tiene que se la llevó el Diablo. Al llegar a media calle toca a una puerta tres veces. ¡Es la puerta del garito donde jugó a su mujer! Genio y figura… hasta la sepultura.

Sonia Iglesias y Cabrera

 

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Los Carcamanes y la Mancornadora

En el siglo XIX llegaron a la Ciudad de Guanajuato dos hermanos procedentes de Europa. cuyo apellido era Karkaman. Ambos se dedicaban al comercio con gran éxito. Decidieron habitar el entresuelo de una casona de tres pisos que aún se encuentra en la Plazuela de San José, cercana a la iglesia del mismo nombre.

Todo iba bien, los hermanos se encontraban en buena situación económica por sus negocios que les producían buenas ganancias y habían sabido ganarse el aprecio de sus vecinos. Una cierta mañana del mes de junio de 1803, el barrio sufrió una fuerte conmoción. Todos los habitantes estaban azorados, pues se habían enterado de que los dos hermanos estaban muertos, los famosos hermanos Carcamanes, como eran conocidos por el pueblo.

Los cadáveres de Arturo y Nicolás, como se les llamaba, habían sido encontrados por la sirvienta que llegó por la mañana temprano para dar comienzo a sus faenas. La puerta de entrada se encontraba abierta, lo cual extraño a la sirvienta. Se dio aviso a las autoridades, las cuales pensaron que se trataba de un robo. Pero no era así, pues además, en el piso superior de la casa, se encontró el cuerpo sin vida de una bella dama.

Un rincón de la bella Ciudad de Guanajuato

Más adelante se supo la terrible verdad. En la misma casona, pero en otro piso, vivía una joven que llamaba la atención por su increíble belleza. Alta, rubia, delgada y de ojos color violeta no pasó inadvertida por los hermanos. Los Carcamanes acabaron enamorados de ella a poco de haberla conocido. Ninguno de los dos estaba enterado del amor que cada uno le profesaba a la joven. Sin embargo, en un momento dado Arturo se enteró de que Nicolás amaba a la bella criatura y sostenía con ella relaciones amorosas al mismo tiempo que la damisela se entregaba a él.

Lleno de cólera y de desbordantes celos, Arturo esperó, pacientemente, en la sala la llegada de su hermano Nicolás. Al verlo entrar, le reclamó sus relaciones ocultas con la muchacha. Nicolás airado, le dijo que eso no era de su incumbencia. La discusión se caldeó, y llegaron a los golpes. Arturo sacó una daga y se la clavó a su hermano quien falleció en el acto. Se encontraba muy mal herido, pues en la pelea había caído golpeándose en la cabeza con el filo de la esquina de una mesa. Pero a pesar de encontrase en mal estado, sacó fuerza de flaqueza y se dirigió a donde se encontraba la coqueta muchacha. Ella aún permanecía en su cama. Arturo entró en su recámara y le clavó un puñal al tiempo que le reclamaba su infidelidad. Hecho lo cual, regresó a su casa, y en la sala, junto a su hermano se dio muerte con el mismo puñal con el que matara a su amada.

Las autoridades decidieron que el cuerpo de Nicolás se enterrase en el cementerio del templo de San Francisco, y el de su hermano Arturo fuera sepultado en el Panteón de San Sebastián.

Desde entonces, los fantasmas de los hermanos Carcamanes caminan por las noches por la casona y por la Plazuela de San José, lamentando la mala suerte de haberse enamorado de una infame y mancornadora mujer.

Sonia Iglesias y Cabrera

 

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La Carreta de la Muerte

A los diez años la madre de maría la envió a vivir con su tía, una mujer muy enferma e incapacitada que tenía un hijo de mala entraña, y vivía en el pueblo de La Noria, Guanajuato. María se fue a la casa de su tía muy contenta por poder ayudarla, pues su hijo no lo hacía para nada. La enferma mujer era dueña de un terreno muy grande que el mal hijo estaba ansioso por heredar. La llegada de su prima no le gustó para nada y empezó a hacerla la vida pesada.

 Una cierta noche, el hijo llegó borracho a la casa y arremetió contra su madre y su prima. La madre lo corrió y le dijo que no se apareciera hasta que se le hubiese bajado la borrachera. El hijo se alejó diciéndole a su progenitora que ojalá se muriera pronto. Al otro día, cuando María fue por las tortillas, escuchó que todo el pueblo se había dado cuenta del escándalo y que había escuchada a la Carreta de la Muerte. La pequeña no entendió a que se referían las personas con esos de la Carreta de la Muerte. Cuando llegó a la casa de su tía le preguntó. Al escucharla, la mujer se santiguó y le contestó que cuando pasaba la famosa carreta por el pueblo era porque alguien seguro iba a morir. María se asustó mucho, pues pensó que la que podría morir sería su enferma tía. Por la tarde regresó el hijo muy enojado y reclamándole a su madre el haberlo corrido para después haberlo ido a buscar gritándole por los montes y las calles del pueblo. La tía negó que lo hubiese ido a buscar. El joven, indignado, abandonó la casa y no regresó a dormir.

Al otro día, María fue por las tortillas y oyó que las personas comentaban que la Carreta de la Muerte se había dirigido a la cabaña del huerto de la casa de su tía, Cuando regresó, estaba muy preocupada, pues suponía que la muerte se acercaba cada vez más a la casa de su tía. Entonces pensó que debía comunicarle el hecho a su primo, pues se estaba quedando en la cabaña del huerto, y si llegaba a ver la Carreta de la Muerte, ésta se lo llevaría, pues nadie podía verla sin morir. Cuando llegó con su primo y le comunicó su temor, éste la corrió de mala manera. Por la noche, el muchacho fue a la casa de su madre, y tomando del pelo a María le prohibió que lo siguiera molestando con sus cuentos tontos. La tía trató de defender a su sobrina, pero no pudo y cayó al suelo. El mal hijo salió huyendo creyéndola muerta y no volvió por varios días.

Una tarde volvió reclamándole a su madre que no lo anduviese buscando, cosa que la mujer no había hecho. Le pidió a su hijo que cuando estuviera en la cabaña del huerto no le abriese la puerta a nadie. Pero esa noche los perros empezaron a aullar en el huerto y el muchacho, furioso, salió a asustarlos y a amenazarlos. Como no vio a nadie, volvió a entrar en la casa. Un fuerte aire soplaba. Todo el pueblo escuchó el escándalo que provocó un fortísimo grito que provenía de la cabaña. La tía le pidió a María que fuera a buscar a los vecinos para ver qué sucedía. Cuando llegaron a la cabaña se encontraron en la puerta al joven con el cuello partido y con una mueca de terror absoluto. La tía y la sobrina comprendieron que la Carreta de la Muerte lo había matado.

Desde entonces, cada vez que una persona va a morir se escuchan los ruidos de las ruedas de la carreta, las patas de los caballos al pegar en las piedras del suelo… y los terribles aullidos del mal hijo que deseaba la muerte de su madre para heredar sus tierras.

Sonia Iglesias y Cabrera

 

 

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El Señor de Araró

Araró es un pueblo del estado de Michoacán, situado en el Municipio de Zinapécuaro. Su nombre completo es San Buenaventura de las Aguas Calientes de Araró. Este poblado es famoso, además de por aguas termales, porque en él se encuentra la imagen del Señor de Araró, cuya fiesta patronal se celebra el segundo viernes de cuaresma y el jueves de ascensión, cuyas fechas son variables. La imagen es muy bella, hecha de tamaño natural y muy ligera, pues está elaborada con una pasta llamada tatzingueni: una mezcla de caña de maíz pulverizada a la que se agregan los bulbos de una orquídea conocida como tatziqui. Esta pasta fue empleada por los antiguos purépecha para labrar muchas de las imágenes de sus dioses originales.

En el siglo XVI, el obispo don Vasco de Quiroga, hizo que viniese a tierras michoacanas  don Matías de la Cerda, para que aprendiese a realizar imágenes con dicha pasta, desconocida en España. Uno de sus descendientes, Luis de la Cerda, antes de comenzar a trabajar la pasta con la que daría vida a sus esculturas, se confesaba y rezaba para que todo saliese con esperaba, pues se trataba de un hombre muy devoto.

Hasta la fecha, el Señor de Araró sigue siendo muy venerado y querido. Una leyenda nos cuenta que a finales del siglo XIX, una joven muy bella que vivía en la Ciudad de Guanajuato, contrajo una enfermedad misteriosa que le empezó a carcomer la nariz. La niña de nombre Consuelo, estaba próxima a casarse con el hijo de una de los más ricos mineros de la región. Ambos se amaban mucho; sin embargo cuando Diego, el prometido, vio que su novia se iba quedando sin nariz, empezó a alejarse de la desgraciada Consuelo.

El Milagroso Señor de Araró

Ni que decir tiene que los padres de la chica trajeron a todos los médicos famosos del estado de Guanajuato con el fin de que curaran a su pequeña. Pero todo fue inútil.

Un cierto día, la tía María le dijo a la madre de Consuelo que en Araró existía una imagen de Jesucristo crucificado que era muy milagrosa, que llevase a la joven para que le pidiese un milagro que la salvara de su tragedia. Decidida, la familia emprendió el viaje al santuario de Araró. Al llegar Consuelo se postró inmediatamente ante el Cristo, y le pidió con toda la fuerza que le dio su dolor que la curarse. Así pasó una semana. Regresaron a Guanajuato. Pasó otra semana más y Consuelo empezó a notar que su nariz se curaba y ahí donde había llagas brotaba carne nueva y sana.

Al mes, estaba completamente curada y Consuelo pudo casarse con Diego, quien vivió siempre agradecido al milagroso Señor de Araró. Desde entonces nunca faltaron a las misas de celebración del Cristo, y siempre se cuidaron de ayudar a los necesitados.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Vicenta y Manolo

La Ciudad de Guanajuato, En el Cerro de la Rana, es la capital del estado del mismo nombre. Se encuentra ubicada en el centro norte de la República Mexicana. Se trata de una ciudad muy antigua, cuyos orígenes se remontan a la época prehispánica, donde recibía el nombre chichimeca de Mo-o-ti que significa Lugar de Metales. Los mexicas la denominaron Paxtitlan, Lugar de la Paja. Esta hermosa ciudad colonial cuenta con muchas leyendas que enriquecen su tradición oral.

Una de tales leyendas relata que en la ciudad de Guanajuato vivía una pareja de enamorados que se amaban tanto que decidieron contraer matrimonio. Ella se llamaba Vicenta y él Manolo. La chica vivía con su tía en la Calle de la Paz. Su recámara daba a la calle, y las dos ventanas con que contaba estaban protegidas por una reja de hierro forjado, en donde la pareja de enamorados solía platicar al atardecer.

Un día primero de julio del año de 1888, los novios se encontraban platicando como de costumbre reja de por medio. Se despidieron muy amorosos y fijaron la fecha de la boda. Por la noche empezó a llover terriblemente, y las calles de la ciudad comenzaron a inundarse de manera increíble. Manolo se encontraba en su casa y al ver lo que pasaba trató de ir en busca de su querida Vicenta, pero sus padres no le dejaron salir por ningún motivo dado el gran peligro que implicaba.

La Calle de la Paz en la Ciudad de Guanajuato.

Finalmente, después de mucho forcejear con sus padres, logró salir y se fue en busca de su amada a la Calle de la Paz. Librando los escombros de la casa medio derruida y separando el terrible lodazal que invadía la calle por doquier, encontró los cadáveres de Vicenta y de su anciana tía. Inmediatamente la limpió del lodo como pudo, la abrazó, la besó en los pálidos labios, y la amortajó. Una vez terminada su tarea, Manolo, desesperado y loco de dolor, se suicidó.

A partir de entonces, cuando el día comienza a declinar, algunas personas aseguran que han visto a una bella joven vestida de novia, pasar sin pisar el suelo por la Calle de la Paz y llegar hasta el jardín de San Juan de Dios. Su expresión es de dolor y de asfixia; dolor por haber perdido a su amado, y asfixia por el terrible lodo y la cruel agua que la ahogó.

Sonia Iglesias y Cabrera

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La mano

En La ciudad de Celaya, Tierra Llana en idioma euzkera, localizada en el estado Guanajuato, se cuenta una leyenda que sirve de ejemplo para todos los hijos desobedientes. Esta antigua ciudad fue fundada en el año de 1570 sobre un pueblo indio que se llamaba Nat Tha HI, cuyo significado en lengua otomí significa “a la sombra del mezquite”, es rica en tradición oral.

Así pues, una de tantas leyendas que abundan en esa ciudad tan famosa por su cajeta, relata que hace ya muchos años, en una casa pequeña pero acogedora y muy bonita, vivía una señora con su hijo Pablo de diez años de edad. El niño estaba sumamente consentido, por lo que era retobado y muy desobediente. Le daba muchos problemas a su pobre madre, quien no tenía madera para enseñarle a comportarse correctamente. Pablo era tan majadero que en cierta ocasión en que su madre lo reprendió porque no quería bañarse, en la acalorada discusión le pegó una bofetada a la atribulada mujer.

Seis meses después de este hecho, al niño majadero le dio tosferina y murió, pues los médicos nada pudieron hacer para salvarle la vida. Lo enterraron en el panteón de la ciudad. Cada semana que su madre le llevaba flores a su tumba, que solamente contaba con una cruz de metal, el niño muerto sacaba una mano de la tierra. La madre se asustaba mucho, pues a todas luces no le parecía una cosa natural. Debido a ello, la mujer fue a ver al cura de la catedral, y le contó lo que sucedía cada vez que iba a visitar a su hijo y a arreglar su tumba.

La mano del hijo desobediente.

Desde entonces, cada vez que la madre iba al panteón, podía arreglar la tumba sin que la famosa mano se apareciera. Cuando vio al cura, éste le dijo: ¡Ya lo ves, hija mía, lo que Pablito te pedía era un acto de corrección para saldar sus pecados con Dios! Ahora está en paz y nunca más volverá a aparecerse.

Sonia Iglesias y Cabrera