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Beatriz y la enana

Beatriz Ponce de León era una rubia y bella muchacha que vivía en la capital de la Nueva España. Contaba con diecisiete años de edad y era hija de don Alfonso, rico comerciante que poseía una casa enorme en las calles de Moneda, cerca de la  Catedral. El acaudalado hombre era viudo desde hacía cinco años, pues su esposa, doña Clara, había muerto a causa de una terrible epidemia que asoló a la ciudad, allá por los años de 1570.

Como es de suponer, Beatriz estaba muy consentida por su padre, y sumamente vigilada. Cuando salía a hacer compras por los Portales de la Plaza Mayor o a misa a la Catedral, siempre iba acompañada de su dueña, Fernanda, quien la había criado con a una hija. Aun cuando tenía muchos enamorados, casi nadie se le acercaba por temor a molestar a don Alfonso y porque la chica era seria y recatada.

En una cierta ocasión en que Beatriz y Fernanda salieron a oír misa un domingo del mes de noviembre, al terminar la ceremonia vieron a in indio que llevaba una larga vara en los hombros, de la cual colgaban ramilletes de amarillas y frescas flores de calabaza. Alejándose un poco de Beatriz, que permaneció en el atrio de la iglesia, la dueña se acercó al vendedor, a fin de adquirir varios ramos de flor, para que la cocinera de la casa le hiciese a don Alfonso una ricas quesadilla de flor de calabaza con epazote, que tanto le gustaban. Tardó la mujer unos siete minutos en comprar lo deseado, cuando terminó, regresó al atrio por la muchacha… pero no la encontró. Asustadísima, la buscó adentro de la Catedral, alrededor de ella, fue a los Portales que rodeaban la Plaza Mayor sin poder  dar con ella. Enloquecida de miedo y dolor, se fue a la casa de Moneda y avisó a su patrón lo acontecido. Furioso contra la dueña, el padre inició una exhaustiva búsqueda por toda la Traza de la Ciudad, sin ningún resultado positivo.

La horripilante enana raptora

Pasaron los años, y cuando don Alfonso era ya un anciano, una misteriosa mujer pidió hablar con él. Al tenerlo frente, le dijo que sabía dónde se encontraba su hija, y que por unas monedas de oro, le diría su paradero. Sin pensarlo dos veces el hombre accedió. Y la mujer le contó que ese día que se perdió, una enana india se la había llevaba con ella. Se trataba de una mujer que tan solo medía ochenta centímetros de altura y sus brazos alcanzaban los veintiún centímetros. Tenía doble coyunturas en su cuerpo, el pelo lacio enmarañado y seco como si estuviera mezclado con sangre, y era fea de una manera absoluta. Le dijo que la enana se había llevado a Beatriz con el fin de sacrificarla a los dioses de los indios, y que ella conocía la casa en que se encontraba.

Salió don Alfonso acompañado por varios criados y la mujer. Llegaron hasta las afueras de la traza, donde se encontraban los barrios de los indígenas. Entraron a una casa, cuyo sótano estaba oscuro y húmedo, y la mujer le dijo al rico español: – ¡Mire, don Alfonso, ahí está su hija! Al mirar el hombre hacia el lugar señalado, sólo vio unos huesos sobre una mesa de madera podrida, al tiempo que escuchaba una burlona carcajada de la mujer. Fue tal el impacto que sufrió el pobre hombre, que quedó loco para siempre. Su hija había sido sacrificada al dios Huitzilopochtli por sacerdotes clandestinos.

Sonia Iglesias y Cabrera