En la Calle de Jesús María de la Ciudad de México, en la época colonial, vivía una joven llamada Beatriz de veinte años de edad. Su padre, Gonzalo Espinoza de Guevara, hombre rico y de buena posición, estaba orgulloso de su pequeña. Beatriz era bella, simpática, muy alegre, y sobresalía porque tenía un alma muy noble que todos alababan por sus bondades. Siendo como era siempre estaba rodeada de muchos jóvenes que la pretendían, y ponían a su disposición la riqueza con que contaban. La chica se portaba amable con sus pretendientes, sin nunca aceptar a ninguno.
Cierto día, Beatriz conoció a Martín de Seópolli, noble italiano que se impresionó con la belleza y el alma de la joven, y empezó a pretenderla. Cada noche acudía a la casa de Beatriz, esperaba que llegara algún pretendiente, provocaba camorra, se batían los enamorados con sus sendas espadas, y siempre ganaba el conde. Cada mañana en la puerta de la casa de la bella niña aparecía un cadáver.
Esta situación tenía muy afligida a Beatriz, ya que se sentía responsable de la trágica muerte de sus pretendientes. Una mañana en que se padre no se encontraba en casa, la mujer acudió a la cocina, y tomó unos carbones encendidos del anafre, los llevó con ella hasta su recámara y, llorando de pena y miedo, se quemó con ellos su hermosa cara. Pensaba que así pondría fin a tanta muerte por causa de su belleza.
El terrible dolor hizo que Beatriz lanzara tremendos gritos que se escucharon en toda la casa. Los sirvientes acudieron en tropel hasta la habitación de la infeliz, con el fin de ayudarla. El padre, puesto al corriente de lo que pasaba por uno de los criados, acudió presto a la casa, para ayudar a su pobre hija en tan terrible trance.
Enterado Martín de Seópoli de lo que había sucedido a su amada, acudió a la casa y le dijo: -¡Querida Beatriz, yo te amo mucho, y no por tu belleza, sino por tus cualidades espirituales! Al darse cuenta la chica de que Martín la amaba verdaderamente, cayó rendida de amor por él. Al poco tiempo contrajeron matrimonio. A la boda Beatriz acudió con un espeso velo blanco que tapaba su pobre cara quemada. Y cuando salía por la Ciudad de México, siempre llevaba un velo negro que la cubría discretamente.
Sonia Iglesias y Cabrera.