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El Vaso con Agua

Juan vivía en Zamora, Michoacán, y gustaba de jugar fútbol con sus amigos todas las noches hasta la una de la mañana. La cancha donde jugaban quedaba lejos, como a dos kilómetros de distancia de la casa de Juan.

Una noche, acabando de jugar regresó a su casa y le dio la una y media de la mañana por las calles. Ya casi llegando a su hogar, pasó por una mansión donde decían que se había ahorcado un muchacho, después de haber asesinado a su novia porque le había sido infiel. La conseja popular afirmaba que el tal muchacho se aparecía en forma de fantasma por las noches, pero Juan no lo creía.

Cuando el incrédulo muchacho pasó frente a la casa de marras, sintió un escalofrío terrible, pero pensó que se trataba del frío nocturno. Al dejar atrás la casa, volteó a verla y cuál no sería su sorpresa que vio flotando a un muchacho completamente vestido de blanco y que llevaba una vela en la mano derecha. Su cara era pálida y estaba desencajado, con grandes cuencas negras en los ojos. Se veía terrorífico.

Al verlo, Juan salió corriendo de puro miedo. Al llegar a su casa estaba temblando, no podía ni hablar ni menos dormir recordando la horrenda aparición.

No le contó a nadie lo que había visto, porque pensaba que el fantasma se la aparecería, y toda una semana se la pasó con pesadillas y un miedo cerval.

Cuando ya no podía más, decidió contarle a su abuela lo que había visto. Entonces, la buena viejecita le dijo que la única manera para curarse de espanto y tranquilizarse, era volver a la casa y tirar un vaso con agua.

Al otro día por la noche, Juan muy decidido pero también con mucho miedo, se dirigió a la casa maldita portando un gran vaso con agua. Al llegar lo arrojó a la puerta de la casa… Y ¡Santo remedio! Ya nunca más volvió a tener pesadillas y durmió como un bendito.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Juan y el Alacrán

Una leyenda muy antigua del estado de Durango nos relata que, en la cárcel de la ciudad, la cárcel vieja que existió durante la época del presidente Porfirio Díaz a finales del siglo XIX, que estaba situada en la hoy nombrada Calle de 20 de noviembre, había una celda muy famosa que se la conocía con el nombre de La Celda de la Muerte. Debía su nombre al hecho de que cada preso que le tocaba en suerte dicha celda moría misteriosamente a los pocos días de haber entrado.

Nadie sabía lo que sucedía y el porqué los presos morían sin razón aparente. Las autoridades de la cárcel habían hecho correr la voz de que aquel que averiguase la causa de la muerte de tanto preso, sería puesto en libertad sin más averiguaciones.

En cierta ocasión, le tocó en turno entrar a la celda a un maleante de nombre Juan, que por cierto tenía fama de valiente. Sabedor de que si lograba descubrir la causa de las extrañas muertes saldría en libertad, Juan decidió encontrar la respuesta a la incógnita.

El temido alacrán de la cárcel de la Ciudad de Durango

Durante la primera noche, el preso tomó la determinación de no dormir y se puso en vela. Pasado un tiempo, como a la una de la mañana, escuchó un extraño y sospechoso ruido en una de las paredes de la celda. Al escucharlo, inmediatamente encendió un cerrillo y revisó las paredes que alguna vez fueron blancas. Cuál no sería su sorpresa que en una de ellas encontró un enorme alacrán de los verdaderamente venenosos y mortales.

Al ver que el peligroso bicho se aprestaba a atacarle, Juan rápidamente tomó su sombrero y lo cazó, atrapándole con él en el piso de la celda. Al amanecer, el hombre dio aviso a los celadores de que había matado a un enorme alacrán, causa de tanta muerte de tanto preso. Al enterarse el director del penal, puso a Juan inmediatamente en libertad como lo había prometido, pues era un hombre de palabra. Así se dio término a las defunciones de La Celda de la Muerte

Sonia Iglesias y Cabrera