Juan vivía en Zamora, Michoacán, y gustaba de jugar fútbol con sus amigos todas las noches hasta la una de la mañana. La cancha donde jugaban quedaba lejos, como a dos kilómetros de distancia de la casa de Juan.
Una noche, acabando de jugar regresó a su casa y le dio la una y media de la mañana por las calles. Ya casi llegando a su hogar, pasó por una mansión donde decían que se había ahorcado un muchacho, después de haber asesinado a su novia porque le había sido infiel. La conseja popular afirmaba que el tal muchacho se aparecía en forma de fantasma por las noches, pero Juan no lo creía.
Cuando el incrédulo muchacho pasó frente a la casa de marras, sintió un escalofrío terrible, pero pensó que se trataba del frío nocturno. Al dejar atrás la casa, volteó a verla y cuál no sería su sorpresa que vio flotando a un muchacho completamente vestido de blanco y que llevaba una vela en la mano derecha. Su cara era pálida y estaba desencajado, con grandes cuencas negras en los ojos. Se veía terrorífico.
Al verlo, Juan salió corriendo de puro miedo. Al llegar a su casa estaba temblando, no podía ni hablar ni menos dormir recordando la horrenda aparición.
No le contó a nadie lo que había visto, porque pensaba que el fantasma se la aparecería, y toda una semana se la pasó con pesadillas y un miedo cerval.
Cuando ya no podía más, decidió contarle a su abuela lo que había visto. Entonces, la buena viejecita le dijo que la única manera para curarse de espanto y tranquilizarse, era volver a la casa y tirar un vaso con agua.
Al otro día por la noche, Juan muy decidido pero también con mucho miedo, se dirigió a la casa maldita portando un gran vaso con agua. Al llegar lo arrojó a la puerta de la casa… Y ¡Santo remedio! Ya nunca más volvió a tener pesadillas y durmió como un bendito.
Sonia Iglesias y Cabrera