El judío Tomás Treviño y Sobremonte vivió en el siglo XVII en una casa localizada en la Calle de San Pablo Núm. 35, calle conocida también como Cacahuatal. Este hombre que llevó asimismo el nombre de Jerónimo de Represa, nació en Medina del Río Seco en Castilla la Vieja, España.
Al llegar a la Nueva España a principios del mencionado siglo, adoptó el nombre de Tomás Treviño, y a poco de llegar fue apresado por la Inquisición acusado de practicar la religión judía. Sin embargo, logró probar que no era judaizante y fue puesto en libertad. Al salir libre se casó con doña María Gómez, también judía, y con la cual procreó a Leonor Martínez y a Rafael de Sobremonte.
Don Tomás decidió establecerse en Guadalajara, Nueva Galicia y se dedicó al comercio. Tenía una tienda de dos entradas. Bajo una de las puertas de una de ellas enterró un Santo Cristo, y a los que entraban por ésta les vendía lo que deseaban a precio rebajado. ¡A saber por qué! Tal vez porque la pisaban y era para él un gozo. Por la noche, dicen las crónicas, solía azotar una imagen de madera del Santo Niño, la cual después llegó a la iglesia de Santo Domingo, no se sabe las causas, y fue muy milagrosa y adorada.
Decidió regresar a México y el Santo Oficio lo volvió a apresar el 15 de junio de 1648 bajo cargos muy delicados tales como el de practicar los ritos de la religión judía, haberse casado empleando dichos ritos, de estar circuncidado y de haber circuncidado a su hijo, y de responder a los “buenos días” y a las “buenas noches” de sus vecinos no con el necesario “Alabado sea el Santísimo Sacramento” sino con las palabras “Beso las manos de vuestras mercedes”, lo cual consideraban como una herejía.
Por tales acusaciones, y por declararse abiertamente judío, el 11 de abril de 1649 fue condenado a ser quemado vivo en la Plaza del Volador, sita a un costado de la Alameda. Se le llevó a dicha plaza vestido con el consabido sambenito y montado en burro; o más bien en varios que se iban turnando, y al final le pusieron en un caballo mientras un indio lo exhortaba a creer en Dios, mientras le golpeaba tremendamente.
Al llegar al Volador se le amarró a un garrote y, frente a la multitud que observaba en las calles, las ventanas y las torres de los templos de San Diego y San Hipólito, se prendió fuego a la hoguera.
Cuenta la leyenda que don Tomás no gritó ni se quejó del martirio. Solamente exclamó en medio de su sofocación al recordar que todos sus bienes habían sido confiscados: – ¡Malditos, echen más leña que mi dinero que me han robado me cuesta!
Sonia Iglesias y Cabrera