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«¡Espérame en el Cielo!»

La ciudad de Matamoros, a la cual se la conoce como Heroica Matamoros, se encuentra situada al noreste del estado norteño de Tamaulipas. Su tradición oral es muy rica, forma parte de ella una leyenda que se ha transmitido de boca en boca desde hace muchos años. La leyenda refiere que ha mucho tiempo, en el centro de la ciudad, vivía una pareja que llevaba poco tiempo de estar casada. La mujer se llamaba Lucrecia; era delgada, rubia, de ojos zarcos y de muy buen carácter. El marido, Gustavo, era alto, apuesto y muy moreno, trabajaba como ingeniero.

Espérame en el Cielo

Ambos gozaban de una tranquila vida y estaban profundamente enamorados uno del otro. Solamente les faltaba un hijito que viniera a alegrarles mucho más la existencia. Mientras llegaba el retoño, vivían adorándose uno al otro. Se querían tanto que habían hecho un juramento. Habían pactado que si algunos de los dos fallecía, vendría a buscar al otro para seguir viviendo su apasionado amor en el Más Allá.

Quiso la mala suerte que el marido se fuera a la Revolución, y que en una de las batallas que se dieron al norte del país para derrotar al gobierno de Porfirio Díaz, Gustavo cayese prisionero de las tropas federales y fuese pasado por la armas.

La noche del día que fusilaron a su marido, a Lucrecia se le apareció en la recámara que compartían. Oyó que Gustavo le decía que pasados tres meses volvería por ella, que estuviera preparada. El tiempo pasó, y justo a los tres meses de su aparición, los familiares de Lucrecia la encontraron muerta en su cama.

Junto al cadáver de la joven esposa, se encontraba una hoja de papel que decía: “¡Espérame en el Cielo, corazón!”. Todos reconocieron la letra de Gustavo, y se dieron cuenta que había venido por su mujer, tal como lo habían prometido, para nunca separarse y seguir amándose en la eternidad.

Sonia Iglesias y Cabrera

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Madre heróica de la revolución

Al día siguiente después del ataque y toma de Ciudad Victoria, Tamaulipas, avanzó hacia el sur con el entonces coronel Heriberto Jara al mando de un regimiento incompleto de caballería. A eso de las dos de la tarde hizo alto en un pequeño poblado del estado de Tamaulipas, poblado cuyo nombre siento no recordar, porque bien vale la pena mencionar su nombre.
Al igual que en todas partes por donde pasaban las fuerzas revolucionarias del Ejército Constitucionalista, allí fueron recibidas con gran entusiasmo las del coronel Jara; música, cohetes, vítores, aplausos. Ello revelaba el regocijo de los moradores, en los que era notable la disparidad entre el número de hombres y mujeres; éstas en cantidad muy superior a aquéllos. Todas las manos se tendían para estrechar las de los revolucionarios, ofreciéndoles comestibles y refrescos.
La notable ausencia de hombres se interpretó al principio como que se habían escondido por temor a ser enrolados; pero el coronel, que permanecía montado como toda la fuerza, pues debía continuarse la marcha, no hizo mención de esa circunstancia.
El coronel se encontraba cerca de una caseta con techo y paredes de palma, bardeada con piedra sin labrar; en la puerta se hallaba una mujer de unos cincuenta años de edad y un joven de 17, que era su hijo; este, sin preguntárselo el coronel Jara, le dijo: “Mi padre murió y mis tres hermanos andan con ustedes en la revolución, yo no me he ido por cuidar a mi madre, pues ella se quedaría sola porque no tenemos más familia”. La madre se le quedó mirando con reproche y le dijo con energía: “yo no necesito que me cuides, estoy sana y fuerte y sé trabajar; no te has ido porque no has querido, ¡ándale!, coja su cobija y váyase con el señor a pelear duro contra los asesinos”.
Para esto, ya los hombres que habíamos visto, estaban montados para seguirnos, sin que nadie se los hubiera pedido.
El coronel se apeó de su caballo y le dio un fuerte abrazo a aquella madre ejemplar, diciéndole: “Usted honra a México, es usted como aquellas antiguas matronas romanas de que habla la Historia; tenga usted esto para ayudarse”. Y le dio algo de dinero, poco, porque entonces andábamos muy escasos de él; dinero que costó trabajo que aquella heroica madre aceptara.
La despedida fue emocionante.
La marcha continuó.
Años, muchos años más tarde, sentados en el café de “La Parroquia” de Veracruz (no es anuncio), frente a unas aromáticas tazas de café, uno de los testigos presenciales recordó este episodio de la Revolución al hoy general jara; él permaneció silencioso unos momentos y luego exclamó; “¡Qué deudas tiene nuestra Revolución para con el pueblo”.

Leyenda enviada por Francisco Javier Vázquez

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La carreta que todos oían pero nadie veía

Corría el año de 1968…
La noche cayó desfallecida sobre las empedradas calles del barrio de Cantarranas. No había más señales de luces que las luciérnagas como faroles diminutos, casi inapreciables. Apenas se escuchaba el trayecto del agua deslizándose por las piedras del río San Marcos, mientras los fresnos y sabinos dilataban su espeso follaje, y en el ambiente comenzaban a brotar el aire fresco.
Al caer la tarde Don Félix Banda se despidió de Mencho el panadero, dirigiéndose a su casa ubicada cerca de la calle Melchor Ocampo. Era de no creerse. Por sí o por no, cerró bien los postigos de las ventanas y atracó las puertas con un barrote de ébano, sugiriendo a sus hijos que evitaran salir a esas horas “porque era noche de fantasmas”, al tiempo que  se dispuso a escuchar en la radio El Monje Loco, su programa favorito que transmitían por la XEW.
Poco antes de las once, cuando escucharon los ronquidos concluyendo que se había quedado dormido, los muchachos de Don Félix, con la despreocupada alegría de la juventud, salieron a platicar a la esquina de la cuadra desafiando las advertencias de su padre.
“¿Fantasmas? Esos son cuentos de viejos rucos y de ignorantes”, comentaron, mientras veían el cielo estrellado y se espantaban los mosquitos, abanicando las manos, cerca del rostro.
Cuando el reloj de la catedral del Sagrado Corazón anunció la media noche, los jóvenes, quienes se entretenían contándose historias y chismes, escucharon a lo lejos un sordo rechinido de carreta que golpeaba sus enormes ruedas metálicas sobre el empedrado de las calles. Luego invadió el ambiente un silencio sepulcral, mientras el viento dejaba de silbar y las ranas guardaron silencio. Entonces, prendieron sus linternas, y corrieron hacia donde se escuchaba la carreta, pero no vieron nada. Volvieron a la esquina y cuando se reponían del susto, a unos metros calle arriba, volvió el tétrico sonido pero ahora desplazándose rumbo a la panadería de Don Mencho, no sin antes retornar de nuevo la tranquilidad en aquél  espacio apartado del centro de la ciudad. Sin embargo, esto no fue suficiente  para atemorizar a los jóvenes deseosos de aventuras.
Varias noches los hijos de Don Félix y sus amigos trataron de descifrar aquél misterio, ocultándose entre los cercos de nopales para evitar ser descubiertos, por quien suponían era un noctámbulo conductor que deseaba jugarles una broma… pero fue inútil. Únicamente se escuchaba el ruido de la carreta.
Una tarde mientras comían, Don Félix  les comunicó a sus vástagos:
– No quisiera comentarlo, pero Mencho me platicó que la famosa carreta que se oye todas las noches pertenece a un señor que en 1938 fue asesinado a puñaladas por este rumbo, mientras acarreaba leña para sus panaderías. Desde entonces, el río San Marcos  esta conjurado.
Para colmo de males en ese tiempo sucedieron varios acontecimientos extraños. A Doña Albertina Reyes se le apareció un señor sin cabeza en el fondo de la noria, mientras intentaba sacar agua; y se asustó a tal grado que al correr a toda prisa tropezó cayendo sobre una nopalera. Bueno… eso es lo que dicen, por si o por no es mejor creerles. El caso es que la carreta siempre ha sido un misterio sin descifrar.

Leyenda enviada por Francisco Javier Vázquez

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La bailadora del maligno

De esta leyenda existen algunas variantes transmitidas por distintas generaciones. Por ejemplo, la maestra Aida Varela es autora del relato Un encuentro Inesperado. Yo únicamente entrelacé testimonios orales de un hecho que transcurrió lejano a nosotros. Algo circunstancial y fantástico.
Tradicionalmente en los casinos Español. Filarmónicos, Victorense y Salones Alianza cada sábado se celebraran animados bailes que en las décadas de los cuarenta y cincuenta eran una de las principales fuentes de diversión en Ciudad Victoria, con la presencia de muchachas casaderas.
La fiesta que voy a referir sucedió en el salón de la Sociedad Mutualista de la Colonia Mainero, fundada a finales del siglo XIX. Marielena llegó al baile en compañía de unas amigas, quienes tuvieron que hacer hasta lo imposible para que aceptara la invitación. Ella era secretaria en una oficina de gobierno, y no obstante que trabajaba de lunes a viernes prefería quedarse en su casa los fines de semana, al amparo de actividades domésticas, sin doblegarse a los placeres que ella calificaba mundanos. Pero esta ocasión decidió romper la rutina.
Apenas entraron al salón, algunas miradas indiscretas voltearon hacia ellas, quienes se sintieron extrañas en un ambiente de pleno apogeo y jolgorio, donde los bailadores se movían al ritmo de las melodías de la orquesta Los Gatos Negros  de Tampico.
No tuvieron problemas para encontrar lugar donde ubicarse, trasladándose junto ala pared donde los organizadores habían colocado una hilera de sillas. Las cuatro se sentaron entre  risas y cuchicheos. Marielena vestía falda amarilla con blusa del mismo color pero en tono más bajo, que la distinguía del resto del grupo. Por tal motivo acaparó la atención de algunos pretendientes que se acercaron a solicitarle los acompañara a la pista de baile, pero ella se negó una y otra vez inventando cualquier pretexto. “No me gusta la orquesta… mejor espero a que toquen los Principes del Swing de Rudy Valera”… “No sé bailar música tropical”. Argumentaba a cada momento cuando algún caballero se le acercaba con pretensiones de invitarla a la pista.
De pronto, bajo el marco de la puerta apareció un hombre elegantemente vestido con traje oscuro, camisa de seda, sombrero de bombín y zapatos negros de charol. Su aspecto era diferente al resto de los muchachos de clase media. Estaba solo y sonreía con éxtasis, luciendo en su chaleco un fistolillo de oro. Varias de las jóvenes adivinaron inmediatamente que se trataba de un hombre adinerado en busca de pareja.
Mientras los músicos de Rudy iniciaban los primeros compases del danzón Nereidas, el personaje recorrió con su mirada aquél el sitio hasta encontrar a Marielena, y enseguida se dirigió galantemente a ella. A poca distancia clavó sus ojos en la dama y con voz dulce, lenta y cadenciosa, extendiéndole su mano la invitó  a bailar.
A ella le pareció raro que el desconocido usara guantes blancos, y después  de aceptar la invitación, en pleno baile le preguntó:
– ¿por qué usa guantes en este clima tan caluroso?
– es para no dañar su piel de terciopelo señorita…, -respondió maliciosamente.
Aquél halago a su vanidad, provocó un ligero escalofrío en todo su cuerpo, y sin pensarlo se acercó al bailador, quien con más confianza apretaba su cintura. Al otro extremo, sus amigas veían la escena, imaginando un cuento de hadas.
A ese danzón siguieron boleros, chachachá y pasodobles, los que se repitieron aquella noche hasta que los filarmónicos marcaron el final del entretenimiento. Entonces Marielena preguntó la hora a su compañero, y éste, sin quitarse el guante miró el reloj y dijo: “Sólo unos minutos… y serán las dos de la mañana”.
La noche lucía con una singular pureza, cuando el grupo decidió salir a la calle para dirigirse a sus casas. A pesar del cielo despejado, apenas se veían algunas estrellas que iluminaban plácidamente el panorama celestial victorense.
En medio del inevitable desvelo, el caballero ofreció acompañarlas hasta su hogar. Ellas aceptaron temiendo que les pudiera pasar algo pues iban solas.
Caminaron algunas cuadras hasta llegar al puente del río San Marcos. En sus raquíticas aguas se balanceaban las ramas de los sabinos, y se podía respirar la humedad o escuchar claramente la corriente del agua que bajaba desde el cañón de la Sierra Madre.
De pronto el hombre se  detuvo ante Marielena y el resto del grupo se adelantó un poco para no interrumpir el romance. Luego en tono de disculpa el misterioso caballero le dijo que lamentablemente tenía que despedirse para atender un asunto urgente. Ella lo miró a los ojos y adivinó en su rostro algo inusual, mientras el espacio se fue cubriendo de neblina, haciendo la noche más pesada. El se acercó con ansias indefinibles a Marielena, se despojó de sus guantes y en ese instante la apretó en sus brazos, mientras la besaba piadosamente en la boca, preparando su retiro.
Aturdida, como si hubiera despertado de un pesado sueño no logró percatarse cuando su galán desapareció inexplicablemente en la penumbra, sin dejar rastro. Asustada corrió al encuentro de sus amigas, quienes impacientes le hacían preguntas sobre el enigmático personaje, pero les comentó que se sentía un poco mareada.
Al oír las voces femeninas, un velador que caminaba por la acera de enfrente se acercó al grupo, iluminando con una lámpara el rostro de Marielena, quien estaba a punto de desfallecer. En sus labios, manos, espalda y hombros aparecían huellas de sangre, como si le hubieran desgarrado su piel con uñas afiladas. El guardián sacó de la bolsa de su pantalón un pañuelo  y lo empapó de mezcal colocándolo en su nariz, hasta que Marielena recuperó el conocimiento. Luego las condujo al sitio donde se había despedido del extraño ser.
En el lugar localizaron un montón de ropa negra y unos guantes. Cuando removieron las prendas percibieron en el ambiente un inconfundible olor a azufre, además localizaron una pata de gallo con algunas plumas chamuscadas.
Horas más tarde la noticia corrió de boca en boca, y encabezó los titulares  del periódico El Gallito de don Lucio Mancha. Se hablaba de apariciones diabólicas y hechos sobrenaturales que los familiares de Marielena tenían que desmentir a curiosos e impertinentes.
Platican que sus desesperados padres no soportaron las habladurías de la gente, y para evitar mayores males para su hija, acordaron mudarse a otra ciudad, lejos de todo comentario relacionado con espantos y sustos.

 

Leyenda enviada por Francisco Javier Vázquez

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El Paragüero

1918 significó para los victorenses un año de calamidades, penurias y peste. Además de los pleitos políticos entre los generales carrancistas Luis Caballero y César López de Lara, el mes de octubre azotó a la capital tamaulipeca una epidemia de Influenza Española que no respetó la vida de miles de personas.
En aquella época ejercían su profesión en la ciudad los doctores Felipe Pérez Garza, Antonio Valdés Rojas, Raúl Manautou y Praxedis Balboa, además del homeópata Manuel Gómez, quienes con el riesgo de contagiarse, a cualquier hora, respetando al pie de la letra el juramento de Hipócrates recorrían los barrios más humildes o del centro de la ciudad atendiendo enfermos desahuciados.
Las Boticas Central, La Plaza del doctor Luis Jakes y la del profesor Arturo Olivares, surtían con eficacia las Pastillas de Sulfato de Quinina, para fiebre y dolores, ayudando a los infectados a bien morir.
Eran tantos los fallecimientos, principalmente entre la clase más pobre y desprotegida, que la presidencia municipal contrató un carromato tirado por una mula, mejor conocido como la Pirulina. El vehículo tenía descubierta o al aire libre la parte posterior, de tal manera que un cochero de nombre Paco, con la ayuda de otros empleados de salubridad, amontonaba los cadáveres sobre la plataforma trasladándolos al cementerio del Cero Morelos, para que fueran sepultados en una fosa común de grandes dimensiones.
Se platica que en esa época de contaminaciones sanitarias llegó a Ciudad Victoria un extraño personaje vestido con un gabán viejo, sucio, deshilachado y lustroso, similar a un abrigo corto o un saco largo. Se trataba de un hombre corpulento de edad madura, piel blanca, barba pelirroja, dentadura amarillenta, ojos borrados y acento extranjero, más bien europeo.
Alguien corrió la voz sobre su apodo, y pronto fue conocido en todo el pueblo como El Húngaro, pues se comentaba que venía huyendo de los estragos de la Primera Guerra Mundial. Su mirada era escurridiza, denotando un marcado delirio de persecución. Sin embargo, nunca se conoció su nacionalidad o procedencia, ni siquiera la edad o su nombre.
Deseaba pasar de incógnito, pero era común verle en el centro de la ciudad por el rumbo del mercado Argüelles, la estación de ferrocarril, el barrio de Tamatán o recorriendo la población casa por casa, ofreciendo sus servicios como hábil restaurador de paraguas; por lo que considerando lo exótico del oficio la gente también le apodaban El Paragüero.
Andando el tiempo, cierto día circuló el rumor que El Húngaro había muerto e incluso algunos afirmaban haber visto su cadáver en el carruaje fúnebre de Paco. El caso es que todo mundo lo dio por muerto y como no tenía familia, nadie tuvo la bondad de reclamar sus restos para darle cristiana sepultura. Pero el asunto no quedó ahí, cuando todo parecía olvidado, la madrugada del día siguiente quienes lo conocían recibieron una gran sorpresa, porque unas personas descubrieron al Paragüero almorzando menudo y café caliente  en una de las fondas del Mercado.
La noticia de la aparición se difundió rápidamente entre los madrugadores, y como era de esperarse muchos curiosos se acercaron a él pensando se trataba de algún fantasma. Algunos incrédulos tocaron su cuerpo y admirados le hacían señas formulándole preguntas para cerciorarse si efectivamente era el reparador de paraguas que siempre andaba por las calles del centro o en el mejor de los casos se trataba de alguien parecido.
El, sin pena ni gloria, castigando el idioma español, discretamente narraba a quien deseara escucharle que efectivamente, durante la madrugada se percató que estaba en el Panteón Municipal del Cero Morelos, debajo de brazos, piernas y cabezas de verdaderos muertos; pero quitándoselos de encima, asustado, salió de estampida brincando la barda del cementerio hasta llegar corriendo a la fonda donde lo descubrieron.
Confesó a los curiosos que padecía ataques catalépticos, y que el tal Paco, al encontrarlo inconsciente tirado en plena calle lo consideró muerto a consecuencia de la Gripe Española procediendo a subirlo al carruaje, de tal suerte que los sepultureros estaban muy cansados esa noche, por lo que decidieron dejar pendientes varios cadáveres para enterraros por la mañana, y gracias a esa circunstancia salvó la vida.
En plena epidemia de Influenza Española, el doctor Felipe Garza inició los trabajos para la construcción de su casa ubicada en la esquina de la calle Matamoros y 11. Una vez terminada la enorme mansión ordenó a los albañiles instalaran en la parte superior de la puerta principal, un herraje con las iniciales de su nombre y apellidos FPC.
Uno de esos personajes de la picaresca victorense que abundan en cualquier ciudad, comentó jocosamente que las letras significaban: F (fue), P (pura), G (gripe); refiriéndose a la bonanza económica que logró el doctor atendiendo enfermos durante la epidemia, y gracias a eso pudo levantar su residencia.

 

Leyenda enviada por Francisco Javier Vázquez

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El muerto que regresó

Solo el infinito amor entre dos personas, puede explicarnos uno de los más legendarios acontecimientos en la población de Mier, Tamaulipas, considerada de los lugares más antiguos de la entidad, ala orilla del Río Grande, -actualmente Río Bravo-, fundada por el colonizador don José de Escandón en 1753. A ese lugar también se le conocía como Paso del Cántaro¸ seguramente  porque había depósitos donde los lugareños podían abastecerse de agua cristalina para el consumo doméstico de pobladores y misioneros religiosos del Colegio Apostólico de Guadalupe Zacatecas que en 1770 estaban a cargo de la evangelización de 101 indígenas conocidos como “Garzas”, quienes años más adelante se convirtieron en arrendatarios de tierras de cultivo o dedicadas a la ganadería, pues en esta región siempre ha sido muy próspera esa actividad.
A lo largo de su historia, Mier ha sido testigo de importantes acontecimientos bélicos, desde la época de la independencia hasta la Revolución Mexicana, siendo en esta última etapa cuando se desarrolla la leyenda producto de la lucha armada a principios del siglo XX, un 24 de abril de 1913 cuando las huestes constitucionalistas tomaron la ciudad, resultando muerto Enrique del Villar, jefe de la aduana y otros personajes, entre ellos Manuel Barrera fusilado en el cementerio municipal, mientras el teniente Espiridión Salazar quien tenía al mando la tropa del Décimo Cuerpo Rural salió huyendo rumbo a Roma, Texas.
Al respecto, cuentan que su viuda Martha Hinojosa Rodríguez el día anterior a la ejecución de su marido, soñó que éste se le apareció para sostener una charla sentimental con ella, prometiéndole que como se habían jurado amor eterno y alguno de los dos faltara, el sobreviviente vendría por su pareja para descansar eternamente unidos en el más allá.
Al ser fusilado Don Manuel fue el primero en fallecer, por lo que aquella noche prometió a su cónyuge que a los tres meses regresaría por ella para reanudar su amor en el cielo.
Y así fue, cumplido el plazo, una mañana muy temprano los sirvientes fueron a llevarle el desayuno a su patrona y cual no sería la sorpresa que al acercarse a la cama donde aparentemente permanecía dormida, la encontraron sin señales de vida. Como testimonio de su amor eterno, en la mesita de noche descubrieron una nota escrita con pluma de ave que decía: Espérame en el cielo corazón.

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El Jinete sin cabeza

En el Municipo de Llera, en el estado de Tamaulipas, existía, hace más de un siglo un próspero rancho con muchas cabezas de ganado vacuno, manadas de yeguas unas con burro manadero que producían potrillos y mulitos. Había gallinas, patos, guajolotes, y muchos árboles de nogales, naranjos, limas, limones, aguacates y papayas. En ese rancho vivía un joven con su bella esposa. Él era todo un hombre de a caballo, y el mejor vaquero de la región. Había andado con Pedro José Méndez en la lucha contra los franceses invasores.
Ella era hermosa, nacida en Tampico, y hablaba varios idiomas. Una tarde de otoño, muerto de hambre y jalando un caballo que rengueaba con los cascos muy gastados, llegó un soldado de caballería que no era mexicano, pidió agua y comida. Una vez que se los dieron contó a la mujer en inglés: -Vengo huyendo de la guerra de los Estados Unidos, perdí todo menos el honor, voy a la Ciudad de México para enlistarme en el ejército, soy militar y no sé hacer otra cosa.  Le dieron hospedaje y alimentación a él y su caballo. -Agarramos fuerzas y nos vamos, solía decir.
El soldado era acomedido y servicial, rajaba leña, cuidaba caballos, los herraba y les untaba manteca en los cascos.  Platicaba mucho con la señora. En cierta ocasión, el ranchero los encontró muy juntos bajo un árbol, en el río. Celoso, a él le ató las manos por detrás y con la ayuda de sus vaqueros aventó la reata a la rama más alta, se la puso en el cuello y que lo colgó. A su esposa la corrió por infiel.

El Jinete sin Cabeza
Fue tan grande el coraje y su vergüenza, que con una correa lazó las patas del difunto colgado, y  la estiró con su caballo hasta que se desprendió la cabeza.  Desde, en las noches de luna llena se ve cabalgando a galope tendido a un jinete sin cabeza que en la mano llevaba un sable. Para exorcisar al fantasma llegaron sacerdotes a bendecir todos aquellos  lugares, pero los cascos se seguían escuchando en la oscuridad.
Cuando construyeron la vía del ferrocarril Tampico-Victoria allá por 1890, se cuenta que pasajeros y maquinistas al cruzar aquel tramo de la vía, escuchaban gritos en un idioma que no entendían. Algunas personas vieron junto al tren a  un caballo que echaba chispas con sus cascos montado por un jinete sin cabeza.

Leyenda enviada por Francisco Javier Vázquez.

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El indio que se transformó en Tecolote

Llegó ya el tiempo en que se hiciera campaña para la famosa Tamaulipas y solo comenzara ya a dar a los indios, cuya función fue en el paraje de La Bufa, frontera donde se juntan los arroyos de La Agüita y se halla puesto hoy el Real de San José. Y salieron flechados de los indios esta vez José Antonio Campaña, del cerebro; Eugenio Zúñiga, de la cabeza; Cristóbal Hernández, de la pierna. Y la presa que ahí habían hecho se les fue. Se infiere que estos estaban sobre aviso de emboscada, pues indias ningunas  había allí. Un indio viejo estaba que sería la voz del demonio que los dirigía, según lo que con él sucedió y vieron todos: Habiéndolo agarrado los soldados lo quisieron matar, pero unos dijeron que no, que lo dejaran, pues tal vez del mismo modo tomaría razón dónde estaba la ranchería. Lo trajeron ya que  había acabado la flechería y función con los indios, y lo examinaron para que diera alguna noticia de dónde estaba toda la indiada, pero no se le pudo sacar ni una palabra.
Se dejó por un rato; y por modo de burlarse de él le dijo un soldado de los de la guardia que le hiciera un tecolote. El vio la suya: habló y dijo que lo soltaran para traer un cañuto que por ahí estaba. Como toda la compañía estaba puesta y formada en forma de media luna, pensaron todos que por donde se les había de ir aquél indio viejo; lo soltaron para que fuera a traer el cañuto aquél indio viejo; haciéndole la misma recomendación que hiciera el tejolote. Fue sacando del cañuto unas plumas al parecer del mismo animalejo; las sopló con un vaho y se la puso de cuernecitos sobre la cabeza. Dijéronle los soldados “Pues ahora has tecolote”, y levantando la mano a hacer puño y llevándosela a la boca para entonar el canto del tecolote y cubriéndose de plumas y levantando el vuelo, dejando a todos los soldados burlados.

 

Leyenda enviada por Francisco Javier Vázquez