Había una vez una niña que vivía con sus padres en el pueblo de Hool en el Municipio de Champotón del estado de Campeche. El poblado era pequeño, pues contaba tan solo con novecientos noventa y ocho habitantes. El padre de la niña fungía como el jefe del pueblo, debido a su trabajo solía viajar mucho acompañado por su esposa. Cuando partían de viaje, dejaban a la pequeña al cuidado de los sirvientes, razón por la cual ella se sentía muy sola y abandonada. Un día la muchachita se armó de valor y les comunicó a sus progenitores que vivía muy sola a causa de sus constantes viajes. A fin de remediar la situación, sus padres decidieron comprarle un perro.
Así lo hicieron, y desde un principio perro y niña se convirtieron en los mejores amigos del mundo. El perro cuidaba y vigilaba a la jovencita con amor y lealtad, y la niña le quería tanto que permitía que durmiese con ella en su amplio lecho. Por las noches, el amoroso perro le lamía las manos con devoción.
Una noche, fría y lluviosa, los padres se ausentaron para acudir a un evento importante del pueblo, pues se celebraba la fiesta del santo patrón; así que dejaron a la niña sola con el perro. Por la noche, y ya en la cama, sintió la lengua del can que le lamía la mano, como era ya costumbre. Al sentirlo, la niña se durmió tranquila, pues sintióse acompañada.
Al día siguiente, cuando la infanta se despertó vio que a su lado yacía el cuerpo del perro cubierto de sangre y completamente frío. Al mirar hacia el espejo de su cuarto, descubrió que sobre él había un letrero pintado con letras rojas que rezaba: “No sólo los perros lamen”… Ante esta inscripción, la niña se dio cuenta que algún ser del más allá, o el mismísimo demonio, había dado muerte a su perro y le había lamido la mano en lugar de si querido amigo. En ese momento la pequeña perdió la razón y se volvió completamente loca. Sus padres, asustados y resignados, tuvieron que encerrarla en un manicomio de por vida.
Sonia Iglesias y Cabrera