Cuenta una leyenda del estado de Guanajuato que en el siglo XIX vivió un fraile que era muy humilde, vestía un hábito muy viejo y sus sandalias estaban completamente desgastadas. Se trataba de un religioso muy austero, dado al sacrificio y a la flagelación, hasta llegar a llevar un cilicio todos los días bajo el andrajoso hábito. Todos le quería por su bondad y el consuelo que llevaba a los abundantes pobres.
En una ocasión, el anciano fraile Domingo iba por la Plaza del Baratillo -célebre lugar de Guanajuato que servía de tianguis en la época colonial, hoy llamada Plaza Joaquín González y Gonxález-, cuando de repente un hombre borracho lo empujó, y le dijo: ¡Estoy seguro que el padre Domingo no es capaz de tomar una copa conmigo! El fraile, humildemente, respondió: No hijo, gracias, y que Dios te perdone! Y siguió adelante.
El borracho volteó a ver al clérigo y se percató de que sus pies no tocaban el suelo, iba levitando. Pensó que alucinaba por el alcohol ingerido, pero no, se dio cuenta de que era como una aparición.
Un mes más tarde, el hombre que era de profesión minero, tuvo un accidente en la mina, que le llevó a su cama en estado de agonía. El minero, asustado, pidió a sus compañeros que le llevaran a un cura. Cuando llegó a tomarle confesión el hombre le dijo que quería confesar que había insultado a un pobre fraile y que se había burlado de él, a lo que el religioso replicó: ¡Sí, hijo mío, ese fraile soy yo! Aterrado por tales palabras, el minero abrió mucho los ojos y en seguida murió.
Cuenta la leyenda que su cuerpo se encuentra expuesto entre las momias de exhibición, y que aún presenta la cara de horror y los grandes y desorbitados ojos abiertos, pues la conseja popular dice que nunca pudieron cerrárselos.
Sonia Iglesias y Cabrera