En la antigua Calle de las Pilastras de Lagos de Morelos, Jalisco, vivía don Hermenegilgo Gallardo y Portugal, hombre linajudo y rico que tenía una hija que gustaba demasiado de la soledad y la melancolía. Para tratar de remediar su mal, su padre decidió que estudiara música. Fue a la iglesia y el sacerdote, su amigo, le recomendó a un maestro que se llamaba Rosendo Iriarte y que contaba con veinte años más que la joven, quien tenía solamente dieciocho. Poco tiempo después de iniciadas las clases de música, en las que Serafina se mostraba un tanto cuanto apática, ambos se enamoraron. Rosendo solicitó la mano de Serafina, pero don Hermenegilgo, furioso ante tal atrevimiento, se la negó, pues el maestro no era rico ni de buena estirpe.
El cura de la iglesia que la había recomendado a Rosendo intervino a favor de éste y logró convencer al padre de que se efectuase el matrimonio. De luna de miel los recién casados se fueron a San Luis Potosí. Pasados tres días, Serafina no quiso levantarse de la cama, estaba nerviosa, tenía delirios y parecía como perdida. Tuvieron que suspender la luna de miel.
Cuando regresaron a Lagos de Morelos, Rosendo consultó varios médicos para que aliviaran a su joven esposa, pero ninguno sabía qué mal padecía y no la pudieron curar. Por ciertos rumores que corrían en Lagos, Rosendo se enteró que Serafina era la heredera de una nada despreciable fortuna, y de que la madre de su esposa había muerto de ese mismo extraño mal, aun siendo muy joven.
Una noche que se encontraban merendando, Rosendo, con intenciones de que se agudizara su locura y muriese pronto su esposa, derramó un vaso con leche en la mesa. El blanco líquido cayó sobre el regazo de Serafina, a quien el hecho alteró mucho y furiosa y desquiciada, tiró al suelo a su marido con todo y silla. Enloquecida por completo, la mujer le clavó los dedos en la garganta a Rosendo. Las carcajadas que se echaba Serafina atrajeron a unos vecinos, quienes al entrar se encontraron con Rosendo tirado en el piso, ensangrentado y muerto. Serafina continuaba con sus carcajadas, al tiempo que recorría la casa y los patios rasgándose las vestimentas mojadas con la leche.
Al enterarse don Hermenegildo de lo acontecido acudió a la casa de su hija. La pobre Serafina fue internada en un sanatorio para dementes hasta su muerte algunos años después.
Sonia Iglesias y Cabrera