A finales del siglo XVIII seis agrimensores españoles se encontraban trabajando entre Lampazos y Santa Rosa, en el estado de Coahuila, ayudados por dos indios de la región. El portador de la vara de los puntos de referencia se alejó de sus compañeros que llevaban el teodolito. Como tardaba en regresar se sentaron a esperarlo. De pronto, escucharon el llanto lastimero y espeluznante de una mujer; los españoles pensaron, divertidos y burlones, que su compañero de la vara se estaba entreteniendo en violar a una mujer india que hubiera tenido la mala idea de pasar por ahí. Nadie presto atención. El llanto cesó, pero el hombre no regresaba, por lo que el jefe de los trabajadores decidió ir en su búsqueda. En esas estaban cuando oyeron un grito de espanto, todos corrieron hacía el bosque empuñando las armas y se encontraron con su compañero que tenía el pecho y el vientre abiertos y sin ninguno de sus órganos internos. Un gesto de horror se pintaba en su pálido rostro. Trataron de encontrar la razón de tan horripilante muerte, pero nada encontraron. Regresaron al campamento. En la noche, volvieron a escuchar el llanto de la mujer, que se oía hacia todos los puntos cardinales, como si volara por todas partes alrededor del campamento. Después de una noche de vigilia, decidieron buscar el origen de aquel llanto. Espantados, encontraron el cuerpo de otro trabajador en las mismas condiciones que el primero, al tiempo que se escuchaba el escalofriante llanto demoníaco. Enterraron el cuerpo. No sabían qué hacer, pensaron en regresar al pueblo, tanto era su miedo. En esas estaban cuando uno de los guías indios dijo:
-Se trata de un gato muy grande, que tiene las patas delanteras muy grandes y con fuertes garras. Puede saltar más de diez metros, su pecho y cuello son muy poderosos, con su mandíbula puede romper huesos grandes. Le gusta comer tripas y bofes. No sabe rugir, pero emite un sonido muy semejante al llamado de una mujer en celo, y llora de gozo una vez que ha saciado su truculenta hambre.
Los españoles no le creyeron al indio guía, pensaron que eran cuentos de gente supersticiosa, y decidieron volver al trabajo. Transcurrió un día sin novedad. Al atardecer, vieron que un matorral se movía. Aprestaron sus mosquetones y machetes. De pronto una bestia de enormes colmillos y espeluznantes garras se abalanzó hacia los trabajadores, quienes dispararon en vano. La bestia huyó. Los españoles pasaron la noche sin dormir, pensando en irse al día siguiente sin más demora.
Era la Onza Real que se les había aparecido. Ese terrible animal de color gris y bayo, con rayas negras desde la frente hasta la cola cuya punta era negra, y que disfrutaba comiéndose los órganos internos de los humanos. La Onza Real se esconde por los caminos de Coahuila y hasta la fecha gusta de sorprender a los caminantes que tienen la osadía de salir de noche.
Sonia Iglesias y Cabrera