(Leyenda de Morelia)
En una de esas noches de invierno en que llovizna y hace frío, en que rodean los niños la cazuela de los buñuelos comiendo anticipadamente de los que se quiebran, en que solo se están quietos si la abuela de cabeza blanca y ojos amorosos les cuenta algo de aparecidos, oí lo que a mi vez refiero.
El padre Marosho de cuyo nombre no puedo acordarme, era una celebridad en la basta provincia de agustinos de Michoacán, distinguiéndose principalmente por sus virtudes y después por ser pintor excelente que cubrió de cuadros de indiscutible mérito artístico todos los conventos de la provincia; por ser orador consumado, que con sus sermones llenos de elocuencia y de unción conmoví profundamente al; auditorio por distraído que éste fuese; por ser teólogo y canonista como pocos de gran memoria y aguda inteligencia. Por todo lo cual era uno de los primeros que asistían a los capítulos de su provincia.
Por entonces había capítulo en el convento de San Agustín de Valladolid y los padres capitulares habían venido de las más remotas regiones de la provincia, y entre ellos el padre Marocho que residía de ordinario en el convento de Salamanca.
La sala capitular estaba a la derecha del claustro románico situado junto a la iglesia bizantina. Una ancha puerta de medio punto abierta a la mitad del salón daba acceso a él. Casi frente a la puerta de entrada se erguía una tribuna tallada en nogal negro. En los cuatro tableros de enfrente en forma de medallones se habían esculpido a los cuatro evangelistas. En el respaldo que remataba en un tornavoz figurando una concha, estaba esculpida en el centro la imagen de san Agustín.
Tanto en el pie como en los barrotes que encuadraban los tableros, había esa rica flora retorcida y gallarda que los maestros carpinteros de los pasados siglos desarrollaban en sus obras, haciendo gala de una imaginación tan fecunda como bella, y de una habilidad nunca igualada ni mucho menos superada para manejar los instrumentos de tallar y esculpir en madera. En armonía con la cátedra o tribuna y a lo largo de los muros en dos galerías alta y baja se desarrollaba una doble sillería de asientos giratorios labrada también en nogal negro. Cada silla era un prodigio de talla, teniendo en el respaldo esculpida la imagen de un santo de la orden. En uno de los testeros se levantaba sobre una plataforma el trono del provincial y en el otro había una preciosa mesa cuyas patas eran garras de león, sobre la cual destacaba un crucifijo de cobre dorado a fuego, en medio de dos candeleros con sus cirios y un atril de plata cincelada para los santos evangelios.
De la bóveda de cañón pendían tres arañas de cobre dorado a fuego cuajadas de ceras que iluminaban el salón con una luz tenue y dorada. Sobre los muros colocados a iguales distancias había colgados retratos de personajes prominentes, religiosos de la provincia de Michoacán, como era el del apóstol de la Tierra Caliente, de fray Diego Basalenque, de fray Alonso de la Vera Cruz sentado en su cátedra dando clase a varios discípulos, entre ellos al inteligente y aprovechado joven don Antonio Huitzimengari de Mendoza hijo del ultimo emperador de Michoacán, Caltzonzin.
Siempre el padre Marocho, por su antigüedad en la orden y por los cargos que en la misma desempeñaba, tenía el segundo lugar después del provincial en el capítulo y se sentaba en el primer sitial a su derecha.
No había discusión en que no tomase parte ya suministrando datos históricos, ya recordando cánones, y citando autoridades filosóficas y teológicas, ya discurriendo de modo que sus palabras eran escuchadas con verdadera sumisión y sus sentencias eran decisivas, influyendo grandemente en los resultados del capítulo, en donde se decidían cuestiones de capital importancia para la provincia y para la orden. Por tanto a pesar de que en lo general el padre Marocho tenía una vasta erudición, sin embargo, mientras duraba el capítulo, estudiaba en su celda o en la biblioteca del convento hasta las altas horas de la noche.
La biblioteca próxima a la sala capitular y en comunicación con ella, era también un gran salón abovedado circuido de una estantería de oloroso cedro que contenía cerca de diez mil volúmenes sobre todos los amos del saber humano de entonces aparte de los nunca bien ponderados manuscritos relativos a las misiones e historias de los michoacanos. En el centro mesas de roble sobre las cuales había atriles y recados de escribir, tinteros de talavera de Puebla y plumas de ave.
Allí estaba una noche el padre Marocho. El silencio mas profundo reinaba en aquel recinto donde el hombre del presente entabla pláticas con los hombres del pasado; en donde el genio se comunica con el genio; se borra la noción del tiempo penetrando en las puras regiones del espíritu, echa a un lado la materia; en donde las pasiones callan y se doblegan ante la razón, su reina y señora.
De repente el padre Marocho, según lo cuentan papeles viejos de aquella época de duendes y aparecidos, notó un ruido extraño a su lado, vuelve el rostro y ve que una mano negra cuyo brazo se perdía en las tinieblas, tomando entre sus dedos la llama de la vela, la apagó, quedando humeante la pavera. Con la mayor tranquilidad y presencia de ánimo dijo al diablejo: -Encienda usted la vela, caballero.
En aquel momento se oyó el golpe del eslabón sobre el pedernal para encender la yesca. Ardió la pajuela exhalando el penetrante olor del azufre y se vio de nuevo que la mano negra encendía la vela de esperma.
-Ahora para evitar travesuras peores, con una mano me tiene usted en alto la vela para seguir leyendo y con la otra me hace sombra a guisa de velador, a fin de que no me lastime la luz.
Así pasó. Y era de ver aquel cuadro. El sabio de cabeza encanecida por los años, los estudios y las vigilias, inclinado sobre su infolio de pergamino. A su lado dos manos negras cuyos brazos eran invisibles, una deteniendo la vela de esperma amarilla y la otra velando la flama. La luz apacible reflejándose sobre el busto del padre Marocho le dibujaba en el ambiente con ese claro- obscuro intenso de los cuadros de Rembrandt, que tanto estiman los artistas.
Vino la madrugada con sus alegrías. Aunque tenues, pero llegaban hasta aquel retiro, los cantos de las aves que saludaban a la rosada aurora desde las ramas de los fresnos del cementerio. Por los ojos de buey de la biblioteca comenzaban a penetrar dudosamente los primeros rayos de Sol. Entonces como ya no era necesaria la luz de la vela, exclamó el padre Marocho: -Pues bueno. Apague usted la vela y retírese si necesito de nuevo sus servicios, yo le llamaré.
Entre tanto que el padre bostezaba, restregándose los ojos, se oyó un ruido sordo de alas que hendían el aire frío y húmedo del nuevo día.
No tardó en concluir el capítulo, quedando arregladas todas las cuestiones que hubo para convocarlo. Con todo, el padre Marocho se quedó en el convento a descansar por algunos días más. Vivía en una celda que termina en un ambulatorio que va de oriente a poniente iluminado en el centro por una cúpula con su linternilla. La celda era la última del poniente a mano izquierda con su ventana para la huerta del convento. Desde allí, como en un observatorio, contemplaba aquel artista un espléndido panorama.
Las desiguales azoteas de las casas de aquel barrio, la loma de Santa María y el cerro azul de las Animas, sirviendo de fondo al paisaje. Como en estos días pasaba el Sol por el paralelo de Valladolid, al ponerse su disco rojo antes de ocultarse tras las montañas se asomaba curioso en el cañón aquel, tiñendo de rojo, los suelos, los muros, las bóvedas, los marcos de las puertas de las celdas, las imágenes de piedra colocadas en sus hornacinas, produciendo unos tonos nacarinos y unas transparencias admirables.
El padre Marocho quiso pintar aquellos juegos de luz, aquellos muros envejecidos tiñéndose de arrebol y mientras el Sol no pasó del paralelo se sentaba frente a su caballete con su paleta en la mano izquierda y su pincel en la derecha y cuando menos acordaba, aquella mano negra le presentaba los colores y los pinceles que necesitaba para manchar su tela. Un noche, víspera de su partida del convento al ir el padre Marocho a recogerse, vio en cierto lugar de la celda la misma mano negra que apuntaba fijamente. El no hizo caso, porque ni tenía ni podía tener hambre de tesoros. Cerró sus ojos y se durmió.
Después de muchos, muchísimos años, un pobre, habitando la misma celda y de un modo quizás casual, o más bien sabiendo esta leyenda que había visto en los papeles viejos del convento cuando era novicio de la orden de San Agustín; se halló un tesoro en el mismo lugar apuntado por la mano negra.
Como me lo contaron te lo cuento.