En la orillas de Anáhuac, Nuevo León, vivía una muchacha llamada María con sus padres. Todos los días salía a acarrear agua y a conseguir leña, sin darse cuenta de que era observada por unos ojos inquisidores. Un mal día en que regresaba del pozo con el balde de agua, le salió un enorme oso negro que se abalanzó sobre ella. María, aterrorizada se desmayó. Cuando despertó vio con horror que se encontraba en una cueva tapada con una roca. Al caer la tarde, el oso regresó a la cueva con un cabrito muerto que le llevó a la joven para que se alimentara. Gruñendo, el oso volvió a salir.
Con el paso del tiempo, María se habituó a comer carne cruda y tuvo un hijo del imponente oso: el niño bastante robusto, tenía la piel cubierta de suaves vellos. Pasados dos años, la muchacha tuvo otro hijo que también tenía vello en el cuerpo y era muy hermoso. Los dos niños se divertían jugando juntos. Al primer hijo lo llamó Juan y al segundo Jesús. Por supuesto que María no era feliz, y se la pasaba rezando y pidiendo a Dios que le permitiera escapar de la horrenda cueva. Juan, siempre que la veía tan atribulada le decía que tuviera paciencia, que pronto la liberaría a ella y a su hermano.
Cierto día en que el oso enfermó, Juan con su descomunal fuerza, quitó la piedra y salieron los tres al campo. El oso, titubeante, los persiguió, pero Juan lo estranguló y le dio muerte. Ya libres, decidieron irse a la casa de los padres de María, quienes los recibieron muy contentos. Ambos infantes iban a la escuela. Jesús se adaptó muy bien a su nueva vida, pero Juan tenía que controlar su fuerza y los corajes que hacía cuando los compañeros de colegio le decían “oso peludo y fortachón”. Dejó de acudir a la escuela.
En una ocasión, subió él solo una gran campana a la torre de la iglesia, pues nadie podía hacerlo. Esta acción le valió que todos en el pueblo empezaran a quererle y le llamaran, cariñosamente Juan El Oso. Pasado un tiempo, tres ladrones asaltaron dos casas del pueblo, se fueron al monte y se agazaparon en espera de robar otra vez. Al ver Juan el miedo reflejado en la cara de su madre, acudió al monte, atrapó a los malhechores y los llevó la comisaría para que los encerraran. Por tal hazaña, Juan fue nombrado jefe de policía.
Un día Juan se enamoró, pero cuando supo que su amada tenía un pretendiente, fue a buscarlo, lo tomó con sus potentes brazos y lo sacudió. La muchacha, llorosa, le suplicó a Juan que no le hiciese daño al joven. Ante las lágrimas de la joven, Juan soltó al pretendiente y, muy triste, se fue a su casa a llorar su desventura. Una mañana, Juan no pudo soportar por más tiempo su mal de amores, salió de su casa rumbo a la montaña y se fue para siempre.
Algunos dicen que lo han visto vagar por la montaña sufriendo en silencio su pena de amor.
Sonia Iglesias y Cabrera