Al día siguiente después del ataque y toma de Ciudad Victoria, Tamaulipas, avanzó hacia el sur con el entonces coronel Heriberto Jara al mando de un regimiento incompleto de caballería. A eso de las dos de la tarde hizo alto en un pequeño poblado del estado de Tamaulipas, poblado cuyo nombre siento no recordar, porque bien vale la pena mencionar su nombre.
Al igual que en todas partes por donde pasaban las fuerzas revolucionarias del Ejército Constitucionalista, allí fueron recibidas con gran entusiasmo las del coronel Jara; música, cohetes, vítores, aplausos. Ello revelaba el regocijo de los moradores, en los que era notable la disparidad entre el número de hombres y mujeres; éstas en cantidad muy superior a aquéllos. Todas las manos se tendían para estrechar las de los revolucionarios, ofreciéndoles comestibles y refrescos.
La notable ausencia de hombres se interpretó al principio como que se habían escondido por temor a ser enrolados; pero el coronel, que permanecía montado como toda la fuerza, pues debía continuarse la marcha, no hizo mención de esa circunstancia.
El coronel se encontraba cerca de una caseta con techo y paredes de palma, bardeada con piedra sin labrar; en la puerta se hallaba una mujer de unos cincuenta años de edad y un joven de 17, que era su hijo; este, sin preguntárselo el coronel Jara, le dijo: “Mi padre murió y mis tres hermanos andan con ustedes en la revolución, yo no me he ido por cuidar a mi madre, pues ella se quedaría sola porque no tenemos más familia”. La madre se le quedó mirando con reproche y le dijo con energía: “yo no necesito que me cuides, estoy sana y fuerte y sé trabajar; no te has ido porque no has querido, ¡ándale!, coja su cobija y váyase con el señor a pelear duro contra los asesinos”.
Para esto, ya los hombres que habíamos visto, estaban montados para seguirnos, sin que nadie se los hubiera pedido.
El coronel se apeó de su caballo y le dio un fuerte abrazo a aquella madre ejemplar, diciéndole: “Usted honra a México, es usted como aquellas antiguas matronas romanas de que habla la Historia; tenga usted esto para ayudarse”. Y le dio algo de dinero, poco, porque entonces andábamos muy escasos de él; dinero que costó trabajo que aquella heroica madre aceptara.
La despedida fue emocionante.
La marcha continuó.
Años, muchos años más tarde, sentados en el café de “La Parroquia” de Veracruz (no es anuncio), frente a unas aromáticas tazas de café, uno de los testigos presenciales recordó este episodio de la Revolución al hoy general jara; él permaneció silencioso unos momentos y luego exclamó; “¡Qué deudas tiene nuestra Revolución para con el pueblo”.
Leyenda enviada por Francisco Javier Vázquez