El sabroso mole que saboreamos en tantas fiestas y celebraciones de nuestro país, México, fue inventado en la época colonial, aun cuando sus antecedentes los encontramos entre los nahuas antiguos. Con el sagrado fruto que conocemos con el nombre genérico de chile, los mexicas preparaban una serie de guisados que cumplía dos funciones: por un lado, el chile era la base de la comida cotidiana, las salsitas con o sin carne o con verduras, se comían todos los días. Por otra parte, los guisados preparados con chile se ofrecían a los dioses en muchos de sus rituales festivos, como un alimento cuyo principal ingrediente era de procedencia divina. Tan común fue el mole que incluso había vendedoras en los mercados dedicadas exclusivamente a la venta de guisados con chile. Además, los guisados preparados con chilmolli, su nombre náhuatl, estaban destinados a la mesa de los nobles y poderosos señores, como platillos de excelsa calidad.
En cuanto al mole como alimento destinado a los dioses, sabemos que en el sexto mes Etzalqualiztli, se efectuaban los sacrificios en honor de los diosecillos tlaloques, entre los que se incluía el ayuno sacerdotal de cuatro días, pasados los cuales, el ayuno se rompía y todos comían el potaje de frijoles llamado etzalli, y el chimolli que los familiares de los sacerdotes les traían ex profeso de sus casas. Asimismo, para la fiesta dedicada a Macuilxóchitl, espíritu encarnado de los hombres muertos en batalla, en los altares domésticos se ofrendaba al dios con cajetes conteniendo chilmolli, acompañados por platos repletos de tamales. En las ceremonias consagradas a los muertos aparecían sabrosos moles preparados por las mejores cocineras, de los cuales existían más de cincuenta variedades.
Hoy en día comemos mole como parte de nuestra comida diaria, en fiestas especiales como las patronales, las bodas o los cumpleaños y, sobre todo, como parte indispensable del banquete que cada año ofrecemos a las ánimas de nuestros difuntos. Es pues, un platillo tradicional y ceremonial de significación sagrada y religiosa que no puede faltar en ninguna celebración. Aparece en las festividades de la gran mayoría de los grupos indígenas y mestizos, adoptando diferentes variedades y formas de guisar. Cada grupo le otorga sus características propias, empleando los ingredientes que les brinda su entorno natural. De tal manera que los moles que se hacen son muchos y muy distintos. Sin embargo, encontramos un mole que se acostumbra ofrecer en la gran mayoría de las comunidades. Lo conocemos con el nombre de mole poblano y es de estirpe netamente mestiza.
Acerca de cómo nació el mole poblano existen dos versiones a cual más poética. La primera atribuye a un fraile llamado Pascualillo el haber descubierto la receta de tan legendario platillo. Pascualillo era el cocinero de un convento de la Ciudad de Puebla. Cierto día, debían asistir a comer al convento el Virrey de la Nueva España y obispo de Puebla, Juan de Palafox, acompañado de varios funcionarios y religiosos. Pascualillo se encontraba en su cocina muy nervioso a causa de que el dulce de leche que preparaba se le había echado a perder porque uno de sus ayudantes había dejado caer en el perol un pan de jabón con el que estaba limpiando los azulejos de la cocina. Desesperado y frenético por el accidente, comenzó a arrojar todas las especies y condimentos que encontró en una cazuela de barro donde se cocían varios gordos guajolotes. Como estaba desesperado y era muy piadoso, Pascualillo se hincó y se puso a rezarle a Dios implorando que le prestase ayuda en ese difícil trance, pues no sabía qué les daría de refrigerio a tan importantes visitantes. Pero sucedió que de la cazuela se desprendían exquisitos aromas, y los pavos nadaban en una salsa de rechupete que invitaba a ser, no ya comida sino devorada. Pascualillo y todos sus ayudantes probaron de aquel manjar tan apetitoso, surgido de la mano divina. El platillo era excelente, a todos gustó sobremanera. Sirviéronse los guajolotes tan maravillosamente condimentados al virrey y los prelados de México. Huelga decir que a todos les pareció un manjar de dioses, digno de los paladares más exquisitos. Los invitados mandaron llamar a Pascual para felicitarlo por tan estupenda comida, a cual más le elogiaba fogosamente mientras el cocinero, con la cabeza gacha de humildad, recibía satisfecho los elogios de que era objeto. Por su habilidad para preparar el pavo con mole, Pascual fue declarado el mejor cocinero de la Ciudad de Puebla de los Ángeles, y, poco tiempo después, el Concilio Eclesiástico le beatificó.
Cuando Pascualillo murió, mil querubines y dos arcángeles acudieron a lecho mortal y le obsequiaron flores y cirios. Desde entonces, cuando alguna cocinera se encuentra en grave aprieto no tiene más que implorar: – ¡San Pascual Bailón, atiza mi fogón!
La segunda versión nos relata la siguiente historia, acaecida también en Puebla de los Ángeles, ciudad fundada por fray Toribio de Benavente en el año de 1531. Las monjas del convento de Santa Rosa, patrona de la ciudad de Lima en el Perú, le estaban muy reconocidas al obispo Manuel Fernández de Santa Cruz y Sahagún por haberles construido y regalado un convento. Por tal motivo, decidieron que en la fiesta del onomástico del obispo, le agasajarían con un nuevo y suculento platillo. Sor Andrea, la madre superiora, tomó un guajolote del corral, lo coció y procedió a sazonarlo de muy variadas formas. Después de múltiples experimentos, encontró la receta indicada y guisó varios guajolotes con ella. Sor Andrea, junto con varias monjas hermanas, acudió al palacio del gobernador donde se encontraba el obispo Fernández de Santa Cruz para hacerle entrega de tan sabroso presente. La madre superiora, sor Andrea, llevaba en un platón de plata el guisado caliente y aromático; otra hermana llevaba una charola de madera con variados y humeantes tamales; una tercera monja portaba una jarra de vidrio soplado conteniendo el blanco y espeso pulque. Todos los asistentes se dispusieron a comer tan especial regalo de sor Andrea. Dignatarios y acólitos dieron cuenta de la comida. Todos se deshacían en elogios desmesurados y merecidos ante tal portento gastronómico nunca antes saboreado por paladar alguno. ¡Había nacido el platillo nacional por excelencia de la tradición mexicana!
Sonia Iglesias y Cabrera